Un cuento de Jhemy Tineo
Bata blanca, ojos grandes, cejas pobladas, cabellos desparramados sobre los hombros y una mano que señaló donde debía sentarme. Yo, uno más de sus pacientes, le dije que venía por los análisis.
Quiero decir los resultados, doctora.
Ella se concentra en el ordenador. Yo confirmo que es la primera vez que me atiende una doctora guapa.
Los estoy buscando.
No pierdo de vista la abertura que deja la bata blanca en su pecho.
Deben ser antiguos. ¿Cuándo te los hiciste? En marzo, me parece, doctora, o antes.
Ya estamos noviembre. ¿Por qué esperaste tanto tiempo? No había citas, doctora.
Debe estar entrando a los cincuenta años. Es alta, de torso erguido y senos que forcejean tras el uniforme blanco. No desvía sus ojos de la máquina cuando me habla.
Ya los encontré. ¿Cuántos años tienes? Cuarenta y dos.
Eres joven. Pero por dentro estás como un abuelito.
¿Cuánto mides?
Metro sesenta y nueve, doctora.
Pesas setenta y ocho kilos. Demasiado. Tienes que perder peso, ya mismo.
Debo bajar, pienso. Desde hace un tiempo, toda la ropa me queda ajustada. Me agito fácilmente y duermo mal; mi esposa dice que ronco.
Azúcar elevado, triglicéridos por encima de lo normal, hígado graso… No te alarmes, tranquilo, tranquilo.
Teikirisi, repito tras el tranquilo, tranquilo de la doctora.
¿Qué dices?
Nada, doctora, digo sonriendo.
Teikirisi, teikirisi, murmuro para mí mismo.
Se nota que no tomas agua y comes pésimo. ¿A qué te dedicas?
Soy profesor, doctora.
Profesor desde hace más de veinte años, hablo conmigo mismo y Raskolnikov desde que acabé el colegio y fugué de mi tierra.
Los labios rojos y carnosos de la doctora le hablan a un hombre que hace años alquilaba un cuarto, una sepultura.
De verdad me sentía un Raskolnikov, afirmo en mi interior. Yo Raskolnikov y Lima era mi San Petersburgo sin nieve; pero sí con harta basura en las calles, la única que me dio la bienvenida cuando llegué a esta ciudad. Bolsas de desperdicio, botellas, papeles, latas en las avenidas, sardineles, postes de luz, jardines. Y palomas picoteando en la basura y mirándonos. De tanto verla, tardé en advertir que había alquilado para vivir un basurero. Pasaba las tardes y las no- ches leyendo en voz alta mi propia historia en algún libro de Dostoievski. En realidad, solo podían escucharme las polillas y termitas que devoraban las paredes de mi habitación. Mi sepulturera no toleraba ruidos. Por encima del libro en mis manos, de reojo, las miraba pulular por las ventanas, puertas y columnas de madera.
Alto ahí, les decía, si se acercaban a los libros. Y continuaba leyendo.
Bueno, ya les advertí.
Por no obedecerme, las reventaba contra las paredes o el piso.
Trabajaba de profesor y mi sueldo lo repartía con la tía veneno que vendía hamburguesas a la salida del colegio. (Ahora que la doctora me habla, comprendo que al habitar esta ciudad ha sido inevitable no llevar su basura a mi estómago). El bodeguero, siempre tan amable abasteciéndome de lo necesario para el arroz con huevos fritos, se quedaba con otra parte de lo que ganaba. Los cálculos renales. (Pequeñas bolitas aún, acaba de decirme la doctora). El hígado graso, el colesterol elevado y los triglicéridos por las nubes me convertían en un Raskolnikov que no iba a matar a nadie, salvo a sí mismo.
Ahora debes estar peor, comenta la doctora. Tu cara me dice que no te has estado cuidando. Tus cálculos están pequeñitos, no necesitan operación todavía. Los puedes eliminar por tu cuenta, fácilmente. Todos los días bebe agua de chancapiedra. Recetaré pastillas para ayudarte a bajar los triglicéridos y te mandaré nuevos análisis para ver qué tanto has empeorado. Tienes que alimentarte mejor.
Eso haré, doctora.
Estás al borde de la diabetes. Si sigues así, tus venas se llenarán de grasa, tu hígado funcionará mal. Te podría dar un paro cardíaco.
Cada fin de mes, la dueña de mi sepultura y el bodeguero me buscaban; luego el resto de mi sueldo, las últimas monedas, lo regaba por aquí y por allá a cambio de libros de Dostoievski o acerca de él. Yo era un huevonazo: no tenía dinero para comer, pero compraba libros. Muchos libros. Y cuando tenía hambre, tragaba saliva para que no me doliera el estómago.
En aquellos años, prácticamente, caminaba sobre mi tumba. Piso sin pulir, falso piso lo llaman; un velador lleno de libros; un ropero clavado en la pared por encima de la cama y el resto de ropa amontonada en dos sillas; una mesa sobre la cual acomodaba ollas, una tetera, una sartén, cucharas, tazas, cuchillos. Nueve metros cuadrados tenía mi nicho. Carecía de baño y de lavadero y el agua para cocinar debía guardarla en baldes y tazones.
Vivía como un ropavejero; mas tenía una conducta intachable, eso decía mi sepulturera.
Buen muchacho. Respetas la casa.
Esas palabras significaban que nunca había llevado amigos ni mujeres a mi cuarto.
¿Llevar a alguien a mi sepultura? Jamás. Me avergonzaba vivir así, en un nicho, en una caseta de perro que la anciana había mandado a construir en su patio trasero para ganarse un dinerito extra.
Raskolnikov escucha a la doctora:
Comer bien es lo principal. Hartas verduras; poquísimo arroz, procura reemplazarlo por papa, yuca, camote. Toma bastante agua, diez vasos al día, y haz deporte, bastante deporte.
De no haber sido por Teikirisi, la que acabo de recordar cuando la doctora me dijo tranquilo, tranquilo, nadie hubiera conocido mi tumba.
Teikirisi tenía unos años más que yo trabajando en colegios del Estado. Enseñaba inglés en los mismos salones que yo y en los cambios de hora, cuando me cruzaba con ella, temblaba peor que un alumno. La saludaba con respeto, me sudaban las manos, se me caían los plumones de pizarra y tartamudeaba.
Los alumnos se daban cuenta y bromeaban conmigo:
¡Ya lo vimos, profe! ¡Qué está mirando! Y yo les decía:
Con razón saben mucho inglés.
Sí, profe. Los malcriados señalaban a la profesora que ya se había marchado. Con profesoras así, con ganas se aprende, profe.
En una celebración por el Día del Maestro, ya me estaba despidiendo. Beso a cada una de las colegas.
Feliz día, maestra. Que siga celebrando.
Usted también, profe. Apuesto que se va a continuarla. Avergonzado, temblando me despedía de Teikirisi y ella,
al recibir mi adiós, me dijo:
Espérame afuera. Quiero que me acompañes a un lugar.
Veinte minutos y salgo.
Procura no consumir azúcar, continúa con las recomendaciones la doctora. Prohibidas las gaseosas, nada de alcohol y bebidas con saborizantes; poquísima sal, evita las frituras; haz un esfuerzo y consume los alimentos desabridos o, por lo menos, acostúmbrate a comer a la plancha o sancochado.
Al bar seguía llegando gente. Cerca del vigilante, saqué un libro del bolsillo de mi casaca y me puse a leer. Obvio que no leía nada. Mi cabeza hervía de preguntas: ¿adónde querrá que la acompañe? ¿Y si me pide que la lleve a un telo? ¿Qué hago? La tendré que llevar a uno de mala muerte. Estoy misio.
Ni la escuché llegar.
Guarda esa huevada, me ordenó, y me cogió del brazo.
Por ser Teikirisi la que lo dijo, ni me dolió que llamara huevada a mis Memorias del subsuelo. Agarrados de la mano, como enamorados, transitábamos en silencio: nuestros pasos sumergidos en el olor a alcohol, a cigarrillos y a perfume de mujer. Mi boca cerrada y mi cabeza paladeando miles de palabras que jamás iba a expresar.
Estás temblando. Es que tengo frío.
Yo estoy con falda y blusa y no tiemblo.
Llevo más de quince años en Lima, me excusé, y aún no me acostumbro a este frío de mierda.
¿De dónde eres? De la selva.
Raro. No tienes el dejo. Quizá nunca fui de la selva.
¿Dónde naciste?
En la selva, pero mis padres no eran de allí.
¿De dónde eran tus papás?
De Piura, mi padre; de la sierra, mi mamá, pero con familia en Ecuador. En mi casa hablaban sin dejo amazónico y mis amigos se burlaban de mí.
Y ahora vives en Lima y tampoco hablas como limeño. Parece que no soy de ninguna parte.
¡Eres peruano, carajo! Deja de quejarte y compra cigarros contra el frío, algo de comer y cerveza.
Sentados en un parque hablamos de ella.
No hay mucho que hablar de mí, decía Teikirisi. Mis padres son de Lima. En esta ciudad, en el mismo distrito, estudié desde inicial hasta la universidad. Ahora trabajo en el mismo lugar que tú, pocas veces he viajado a provincia, dudo que me vaya a mover de aquí. Y así como voy, aquí moriré: y así por los siglos de los siglos, amén.
¿A qué te refieres con así cómo voy?
Yo misma me entiendo. ¿Sigues con frío? ¡Abrázame!
Dudé.
Abrázame. No te paltees.
La facilidad con que se habían presentado las cosas me hizo atreverme a más. Le toqué los senos, quise besarla en la boca y ella me dijo:
Teikirisi.
Veo que no sabes tratar a las mujeres. Te apuras demasiado. Teikirisi.
Ella escondía los labios. Teikirisi.
Eres extraño. Enseñas Lengua y Literatura en el colegio, no hablas mucho, pero sí que te gusta tocar.
Yo insistía en besarla. Teikirisi.
Dejaba que mis manos escarbaran debajo de su polo. Teikirisi, teikirisi…
Me ponía un alto cuando yo quería tocar entre sus piernas. Mejor caminemos.
Escogí la avenida que conducía a mi sepultura. Fumábamos, bebíamos. El poco dinero que tenía se me había ido en los piqueos y la cerveza. Ya no me hubiera alcanzado para pagar un hotel. Si se daba la ocasión, pensaba que debía llevarla a mi nicho. La proximidad de un «polvo» me hacía perder la vergüenza. Cambié por completo de opinión: me tenía sin cuidado que ella descubriera que vivía en una caseta de perro, acompañado por termitas, hormigas y cucarachas. Pasamos la medianoche transitando en línea recta.
¿Me estás llevando adonde vives? Sí.
¿Para qué?
Para seguir bebiendo y conversando.
¿Seguirás intentando besarme? Sí.
Sinvergüenza. Okey. Vamos a tu casa.
Entramos a la casa de mi sepulturera. Pensar que pronto tendría un «polvo» me dio valentía y le perdí el miedo a la vieja que me alquilaba una pocilga. ¡Qué mierda si se daba cuenta! Ahora lo sé: en la vida hay que tener la misma desfachatez que se tiene para conseguir sexo. De haberlo sabido antes, hubiera llegado a ser algo más que un simple profesor de colegio. Atravesamos la sala y por la puerta de atrás salimos al patio donde estaba mi nicho.
Por primera vez en mi vida, desde que dejé la selva y vivía solo, pasos ajenos a los míos andaban sobre mi tumba.
Cuide su salud, profesor, la doctora le recomienda a Raskolnikov. Por cierto, ¿qué curso enseña?
Comunicación, antes se llamaba Lengua y Literatura. Con razón. Están medio locos los que enseñan ese curso.
Lo estaba el profesor que me enseñaba en el colegio.
Bueno, creo que no he llegado a tanto.
No está loco, pero se ha estado matando… Sí, matando con la comida.
Parece el cuarto de un pordiosero, dijo Teikirisi, sentándose en la cama, el lugar que juzgó más decente. ¡Cómo puedes vivir así!
Salud, le dije, y bebí un largo trago de mi lata de cerveza.
Te has acostumbrado a la basura; ya puedes decir que eres limeño.
Puta madre, dije, advirtiendo que, además de nicho, mi cuarto era un basurero. Si supieran cómo vivo, nadie me res- petaría en el colegio.
Tienes razón. Nadie te respetaría si supieran cómo vives. Nos reímos.
¡Salud!
¡Salud!
En serio. Eres un profesor del Estado; no puedes seguir viviendo así.
Echaba mi cuerpo en el de ella. Le tocaba los senos. Teikirisi. ¡Ve despacio!
Cogió los libros tirados en mi cama. Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, Noches blancas, Cuentos de Dostoievski, Memorias del subsuelo, El idiota… ¡Asu, tantos libros de Dostoievski! ¿Escribes? ¿Eres poeta?
Solo me gusta leer, le mentí.
Vives rodeado de termitas, cucarachas y libros.
Me hizo echar de espaldas y montada en mí masajeaba mis hombros.
Pero soy feliz, le dije acariciándola.
Así es aquí, en Lima, vivimos felices revolcándonos sobre el caos y la inmundicia. Ya podrías decir que eres limeño. Ella se dejó caer sobre mi cuerpo y dimos vueltas en la cama.
Un trago, dijo cogiendo la cerveza. Ya trabajas para el Estado, hablaba sentada sobre mí. Deja de vivir como un loco. Prométeme que no vas a seguir viviendo así. No volveré por aquí.
¿Por qué dices eso?
Yo me entiendo. No digas nada más. Solo prométeme que dejarás de vivir de esta manera.
La hice acostar. Montado en ella, le juré que esa misma semana alquilaría otro cuarto.
Un lugar más decente. Evita las pocilgas. Jajá. Te palteas. Ella me quitó el pantalón de vestir, se deshizo de mi camisa manga larga, quedé en bividí.
¡Qué tierno se te ve así!
Sus labios en mi boca incitaron mi voracidad. Le desabroché la blusa, el brasier, y ella no me dejó hacer lo mismo con la falda.
Teikirisi, teikirisi. Para que recuerdes que no pudiste hacerme todo lo que querías.
Se arremangó la falda hasta la cintura y, por un lado de su calzón, me dejó ingresar unos segundos en ella. Luego bajó de la cama y se marchó abotonándose la blusa y acomodándose la falda.
Una probadita nomás. Para que me recuerdes y nunca olvides que te dejé con las ganas.
Forcejeamos en la sala de mi sepulturera. La perseguí hasta la puerta principal. Yo estaba desnudo y no me atreví a salir así a la calle.
Cerré la puerta. Me disponía a regresar a mi nicho y la luz se prendió.
Mi casera había escuchado el forcejeo. Libertino, desvergonzado.
Cogiéndome los huevos y el culo corrí a mi panteón. Mi sepulturera no dejó de gritar.
Degenerado, mañana te largas de esta casa.
Bueno, le dice la doctora a Raskolnikov. Vas a la farmacia y recoges las pastillas que te voy a recetar. Las tomas, cada día, después de cenar. Y cumple con las indicaciones. Te las repito: nada de alcohol, olvídate de los embutidos, menos harina; si es posible, no consumas azúcar, poquísima sal, comida sancochada o a la plancha; diez vasos de agua al día y deporte, mucho deporte. Vuelves en cuatro meses…
Al día siguiente, viernes, no trabajamos porque era el Día del Maestro. El sábado pasé el día buscando un lugar adonde mudarme. El domingo me mudé y planeaba contárselo el lunes a Teikirisi. Pensaba que ese sería un buen pretexto para acercarme a ella.
Te hice caso, planeaba decirle. Estoy viviendo en un lugar más bonito y con puerta a la calle.
Estaba seguro de que la convencería de ir a ver el ambiente que había alquilado.
Ordené los libros, la ropa sucia la metí debajo de la cama, limpié la cocina de dos hornillas, barrí los dos ambientes que tenía mi nueva vivienda y dejé limpios los vasos, platos, ollas, tazones y cuanto trasto tenía a la vista.
El lunes fui el primero en llegar al colegio y por más que estuve pendiente no la vi llegar. Desde la sala de profesores mi- raba el portón de ingreso. Deduje que a ella le tocaba entrar tarde los lunes. Ya no pude seguir espiando y fui a dictar clases. A la cuarta hora inevitablemente la iba a encontrar. Ella saldría del cuarto B y yo entraría a esa misma aula. Dejé a mis alumnos de primero diez minutos antes. Transité por los pasadizos pensando que debía esperar unos metros antes de la puerta del salón y, al cruzarnos, le diría que quería hablar con
ella a la salida.
Encontré a los estudiantes del cuarto B peleándose, gritando y arrojándose papeles.
Me enojó que en la hora de Teikirisi hicieran desorden. Muy molesto, llamé al auxiliar y boté de mi clase a tres revoltosos. Ya calmado, escribí el título en la pizarra y le pregunté al brigadier por la profesora de inglés.
¿No se ha enterado, profe?
¿Qué pasó?
Está internada, grave, en el hospital. Nos informaron hace un rato. El director dice que la profesora, el sábado, estuvo en el hospital visitando a una amiga y se le metió un virus en la cabeza.
Su maestra está enferma, ¿y ustedes, en su hora, se portan como bestias?
Expulsé a dos alumnos más, los que amenazaron quejarse con el director por haberlos llamado bestias.
Lo más apropiado sería decir que ya no volví a ver a Teikirisi: esos ojos, esos labios inexpresivos, prisioneros en el ataúd, ya no eran suyos. Ese mismo lunes, antes de que acabaran las clases, ella falleció.
La doctora imprime la receta y me la entrega. Es todo.
Gracias, doctora. ¿Dice que vuelva en cuatro meses?
Sí. Vuelves.
Le doy la mano y me voy. Pase el siguiente.
En la puerta, dos pacientes forcejean: Llegué primero.
Yo ya estaba aquí.
Teikirisi, teikirisi, les digo a los que forcejean.
Los señores me miran grueso y se hacen a un lado.
Teikirisi, Teikirisi.
Tras mis pasos la discusión continúa.
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Jhemy Tineo Mulatillo, (Moyobamba, 1986) Maestro de escuela y narrador. Egresado de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Su primer libro Los sacrificios de la carne ganó el Premio José Watanabe Varas de Cuento 2022. Su historia Los restos de la piel quedó finalista del Premio Clarín de Novela 2024 con un jurado integrado por Mariana Enríquez, Samanta Schweblin y Alberto Fuguet.
