(Fragmento de la presentación del número 7 de la revista Los Bárbaros, dedicado al cuento fantástico contemporáneo en español a los Estados Unidos, que La Conjura de los Libros publica en calidad de adelanto editorial).
Escribe Alexis Iparraguirre.
¿Qué es lo fantástico contemporáneo? Esa pregunta es el fantasma que ha rondado la confección del número de Los bárbaros dedicado al género y que permanece tercamente irresoluta en las siguientes páginas.
Pareciera simple de contestar porque lo fantástico es un espejismo que se multiplica por cualquier parte. En nuestros días, se identifica intuitivamente con un tipo del espectáculo: el cinema de superhéroes, las realidades virtuales, la épica de cuentos de hadas. Lo fantástico, cuando el mercado lo emplea, es un imán para el consumo porque es espectáculo (el deslumbramiento de los efectos especiales en una película o un videojuego). Pero, como este, tiene un escenario y una duración pactada e ineludible: no cruza más allá de la oscuridad del teatro o de las entrañas de la red. Lo mismo pasa en la alta cultura, donde lo fantástico ha sido remitido a su propio círculo de tiza encantado por las teorías de la formas literarias. Se ha petrificado como una fórmula sobre la verosimilitud de los relatos, que debieran contar hechos imposibles, pero unos especiales, unos que no fueran convencionales y no pudieran reducirse a convenciones, y se les ejemplifica con los cuentos de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, pero también de Hoffmann y Poe. Desde luego, eso es una intersección de contrasentidos. Porque ¿acaso lo no convencional puede definirse de manera estable o, paradójicamente, convencional ? Y, por el contrario, ¿ definirlo a partir un conjunto acotado de escritores y procedimientos estudiados y previsibles no es justamente una operación convencional y reductora?
No debe sorprender por ello que lo fantástico también sea la máquina recicladora y distribuidora de una imaginación muy vieja: los dobles, los monstruos y los fantasmas del siglo XIX son los zombis, los vampiros adolescentes y las genealogías de superhéroes de la Marvel de hoy. No es solo que los formatos y los temas se traslapen por los aceleración transmediática de nuestros días (todos los tópicos están habilitados para deslizarse de un medio a otro; libros, televisión, internet colapsan hacia la fluidez de lo “mediático” a secas). También los capitales globalizados aseguran sus mercados volviendo estandarizada la producción editorial y audiovisual exitosa, como lo es el espectáculo fantástico domesticado: como las nudistas en el cabaret o los fideos en la sopa, lo imposible se confina entre las mercancías de lo cotidiano porque, aunque estimulante, es administrado sin ninguna capacidad para alterar o cuestionar el consenso de las mayorías.
Por eso, la pregunta por lo fantástico contemporáneo pareciera a primera vista fácil, pero no lo es. Antes que formular un qué, la textura cultural y económica del presente obliga a interrogar a la producción fantástica sobre cómo puede aún contener imaginación sobre lo imposible e incitar a lo no convencional en estos tiempos de estandarización de los consumos. Para ello hay que pensar que el mercado globalizado no solo concentra sino también dispersa. La interminable disponibilidad de bienes y dinero, justo por sus espejismos e iniquidades, facilita también lo que fluye al garete. La mercancía tiene orden, propósito, destino, pero puede terminar en cualquier parte. En el mar de territorios y sujetos que acumula el mercado, también cabe la pérdida, el robo, la confiscación, las confusiones indeseables que conducen a que toneladas de libros y películas terminen sin vuelta en las antípodas: pirateadas, vendidas al kilo, remitidas a bibliotecas impensables: en el último distrito de la última provincia de la cordillera donde nace el Amazonas, en la sala de espera de la consulta hacinada de un dentista en el centro de Caracas o Santiago, con pacientes de lo más osados para curiosear y llevarse debajo de la camisa las rarezas de fantasía popular que se encuentran entre el Cosmopolitan y el Vanidades, en el cineclub de barrio marginal que todavía alquila casi como para reciclado subliminal películas del género y que están a un pico de borrarse solas. Estos y otros sitios no estaban programados en ninguna lógica de reparto de bienes culturales porque ¿cómo se podrían prever? Ni siquiera responden a algún circuito del mercado o de la cultura. Más bien, lucen como saltos cuánticos: pudieran ocurrir, quizá no ocurran. Pero cuando ocurren, el texto o la imagen se adelanta desde otras lógicas: lo amazónico casi iletrado, lo doméstico sanitario, lo obsoleto audiovisual, y así. Todo se vuelve translúcido, pero a la vez confuso, ilegible. Si fuera cópula o síntesis se entendería como sumar dos y dos, pero la transgresión no tiene código. Se parece más, por eso, a un fantasma que reclama del lado de lo visible un cuerpo de escritura nueva y quién sabe con qué características.
O, al revés, los cuerpos cotidianos convocan formas fantasmales porque se multiplican tanto que terminan excediendo parámetros predecibles. Por ejemplo, en una sala de cine cabe que la multitud entienda lo que debe del espectáculo fantástico, pero también que alguien no quiera, no pueda o no deba. Por infinidad de circunstancias, muchos no ven lo que deben, se inventan lo que ven, ven lo que nadie puede ver; incluso hay quienes consumen lo que se inventan (la producción del fan, el prosumer). Entre la mercadería que se pierde y los fanáticos hiperestimulados, la dispersión de lo fantástico imprevisible ocurre en sentido contrario y simultáneamente con su estandarización mundial. Por ello, la editorial El Cuervo publica ciencia ficción y fantástico en el altiplano boliviano, o el terror gótico y la lógica de las villas miserias coinciden en los relatos del gran Buenos Aires del siglo XXI, o lo más nuevo de la literatura peruana es narrativa fantástica de origen plebeyo.
Lo fantástico es, entonces, una máquina, pero también es lo que ella dispersa para quien lo apropie (fluye entre el productor global y el evento imprevisible). En este punto, la pregunta sobre cómo es posible hoy en día se ha vuelto, por lo mismo, la pregunta sobre cómo luciría el opuesto de la escritura cultural globalizada. En parte, el arte contemporáneo ha reclamado ocupar ese lugar al promover obras ilegibles para los públicos masivos los últimos cincuenta años (y no se trata únicamente de que el público no esté capacitado; el arte contemporáneo establece intencionalmente su distancia de cualquier forma de normalidad, aunque, paradójicamente, no le incomode el patronazgo de las élites que producen y reproducen esa normalidad). En cambio, lo fantástico contemporáneo no se plantea como una clausura (la del arte normal) sino como una circulación. Cuando se mueve del espectáculo hacia el evento imprevisible, hace varias entradas y salidas: de los formatos, de los círculos de tiza, de los géneros literarios menores, de los elitismos y de los populismos, y puede emulsionar en cualquier espacio; crea su territorio de tránsito en medio de los otros. Por eso, hay fantástico en Cortázar, en la ciencia ficción de China Miéville, en el policial de David Lynch, en el blog las historias (http://www.lashistorias.com.mx), en revistas de pulp, en Interstellar, en los multitudinarios concursos nacionales de cuentos en Perú y México (COPÉ y CONACULTA), en el ánime japonés, en la novela gráfica y aún en las cuidadosos culebrones de vampiros y brujas y espadas, y en el rock de David Bowie y en las novelitas raras de Aira.
Se entiende que las teorías de las formas hagan paradojas con lo fantástico porque son clasificaciones fijas y no circulan como él; ni quieren ni pueden aproximarse a la multiplicidad de lo que se mueve: su materialidad, su aceleración, su trayectoria, los intercambios de fuerzas con otros centros de gravedad (los efectos de ida y vuelta con los poderes y saberes que lo interceptan), en suma, la singularidad de los cruces que efectúa lo fantástico con cada nueva aparición. Para una teoría de las formas, Lugones y Borges están atrapados en un casillero; nada los impulsa al horizonte de eventos de las tecnologías ni los atrae a la fantasía del control de las masas; menos divergen en parábolas hacia direcciones contrarias cuando ocurre el ascenso de los Estados totalitarios. No le cabe que Lugones vire al fascismo y Borges a la ironía en el mismo movimiento con que lo fantástico colisiona contra el sueño de la felicidad de las masas y le invierte la polaridad para volverlo distopía. Y menos prevé que ambos sigan trayectorias delirantes en relación con el reverso de la nueva quimera de los partidos populistas (Lugones fantasea como capitanearlos a a fuetazos y Borges los a desdeña humorísticamente desde la altura de un castillo). Una teoría como esa no lo ve porque le obsesiona, más bien, el interior del espacio que recorta. Es como recurrir a los enteros del sistema métrico cuando se quiere calcular la probabilidad de un quantum. Antes de aplicarse, la encrucijada fugaz de fuerzas que traza la escritura, la aparición, ya se movió a otra parte.
Por lo mismo, preguntar por lo fantástico contemporáneo en términos de un fantasma que persiste (atraviesa y disemina) es atender a la multiplicidad de las fuerzas que lo permiten aquí y ahora en la revista Los bárbaros. Desde luego, el impulso de una agenda cultural hispana del siglo XXI en la ciudad de Nueva York, que la revista anima, es un novísimo vector, pero convergente con los flujos de las estéticas contemporáneas y el creciente consumo de los latinos en los Estados Unidos (en el Nueva York contemporáneo, concurren tanto clase obrera como universitarios de posgrado que efectúan transacciones culturales de frontera en pleno corazón de las lógicas metropolitanas). Debido a ello, que hoy corporice lo fantástico en tal escena es un ensamblaje móvil que sigue la dirección de las negociaciones entre las multitudes hispanas, los flujos trasnacionales que las impelen, y los poderes y saberes de las comunidades artísticas e intelectuales locales, que les plantean nuevas fidelidades. Antes que un cuerpo de escritura, lo fantástico contemporáneo hispano en los Estados Unidos es, con pleno derecho, puro cruce.
Las narraciones que reúne este número de Los bárbaros provienen de esas conexiones incontables, simultáneas y de variable intensidad. En “El mar guardia silencio”, Nuria Mendoza traza un desvío entre bañista y mirada. En “La mujer del jinete”, Sebastián Antezana incrementa la gravedad de una caída de caballo cuando a la mujer del caído la interviene en carrusel el mismo diálogo entre dos extravagantes anormales. En “Lo conservable”, Sara Cordón redistribuye el espesor del tiempo doméstico conforme inserta singularidades en el cuerpo del buen hombre que, con su esposa, se dirige a ver a una soprano. El microcuento “El ausente” de Mariana Graciano y “La parábola de los ciegos” de Héctor Manuel Celis Martínez intervienen también cuerpos, pero no su tiempo sino su visibilidad: para Graciano tienen la tesitura del agua, para Celis los gobierna un nudo de extremidades y voces movedizas en la oscuridad (que también es una postura estética). En “Fresia” de Rodrigo Miranda, la disidencia de un elefante es la fiereza de su mirada sobre la ciudad totalitaria del futuro. “El mirador de muertos” de Yuri Herrera, en sentido contrario, traza las fugas del poder en sus extremos más rutinarios y excesivos: el dispositivo de invisibilidad electrónica que borra el paso de las muchedumbres por la ciudad tiene como reverso al obituarita que registra meticulosamente los decesos. Para “Takj” de Pablo Brescia, poder y ley en la ciudad componen segmentos del mismo mapa mitológico que la traza y luego la borra en una gran carnicería. Salvador Luis cruza cuerpo y distopía apropiándolas como un subrayado recíproco: dos espejos enfrentados, pero el cuerpo es el de Borges y su laberinto es una distopía enfática; la única salida de ella, cuenta “Una historia”, sería colgarse a un ángel y salir volando como en la película de ciencia ficción de serie B Barbarella. Y “Traducción de un encuentro violento” de Alex Levine y “Temblor-del-cielo” de Edmundo Paz Soldán salen al espacio exterior para inscribir allá más políticas de los cuerpos: para Levine el cuerpo extraterrestre puede ser radicalmente ilegible, cabe hacer la guerra sin enterarse; para Paz Soldán, el cuerpo extraterrestre es un humano otro, y justo por eso no cuenta para el Estado, las corporaciones o sus máquinas de guerra: es el jornalero ilegal de frontera, un latino migrante intergaláctico, el que solo tiene cuerpo para perderlo. Pero la vuelta de tuerca también es desvío, el ida y vuelta, propone Alberto Chimal en “Precursores”: el diálogo final entre el doctor chiflado y el súper espía de dibujos animados que Estados Unidos envía a México como puro formato vuelve moviéndose en humor, en paradoja, en español pop mexicano. Como Nueva York es una frontera, hoy también es Ciudad de México y en cualquier otro punto donde los vectores multinacionales y los desvíos locales se multipliquen (…).
Los Bárbaros es una revista impresa con base en Nueva York y una plataforma para la imaginación en castellano que aglutina escritores y poetas que residen o tienen vínculos creativos con La Gran Manzana. Ulises Gonzáles (Lima, 1972) es escritor, periodista, profesor universitario y director de la publicación que aparece desde 2014.