Escribe Luis Eduardo García
Una de las razones por las que el gran público se alejó hace algún tiempo de la poesía es su lenguaje; la otra razón es la banalización del lector. ¿Qué ha hecho o está haciendo la poesía para recuperar lectores, tiempos y espacio? La respuesta pasa por pensar y repensar su rol en un mundo donde lo poético pude sonar a distracción o disparate.
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Octavio Paz afirma que hay poesía sin poemas; por ejemplo, personas, paisajes y hechos que por su belleza nos mueven a un estado anímico superior. Y es poético —dice Paz— aquello que ha sido tocado por una “condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias ajenas a la voluntad creadora del poeta”. La vida en general, si nos atenemos a las afirmaciones del ensayista mejicano, sería poética. “Lo poético es la poesía en estado amorfo”, sostuvo el poeta mejicano.
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¿Dónde se vende y se compra poesía? Los lectores identificamos hasta dos ámbitos de comercialización: las librerías (formales e informales) y la venta directa. En las primeras, los libros de poesía pueden correr suertes diversas: reposar años de años esperando a los compradores, apolillarse en los almacenes o venderse de uno en uno con lentitud espantosa. La venta directa es distinta, permite, entre otras cosas, que el autor (o el vendedor, según sea el caso) se muestre al público y argumente en vivo y en directo por qué le deben comprar el libro. En realidad, bajo esta modalidad los libros nunca se venden, más bien se regalan, puesto que a la mayor parte de los seres humanos le da muy poco valor a los versos. Entre un teléfono móvil y un libro de poemas, el hombre promedio siempre preferirá pagar por el primero, cueste lo que cueste.
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¿Quién más compra libros de poesía? Si nos atenemos a los antecedentes históricos, uno que otro fiel lector, pero nada más. Los tirajes llegan como máximo a los mil ejemplares (esto si el autor es alguien muy conocido, tiene un ego desmesurado, es parte de una familia numerosa o está inmerso una red extensa de amigos).
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Los datos históricos hablan por sí mismos: en 1876, Mallarmé publicó Las fiestas del fauno con un tiraje de 195 ejemplares; Una temporada en el infierno de Rimbaud tuvo en 500 ejemplares (1873); Paul Verlaine sacó a luz en 1876 una antología de 40 ejemplares; y en 1919 y 1922, César Vallejo lanzó Trilce y Los heraldos negros con 200 ejemplares cada uno. Otro caso es el de Giusseppi Ungaretti, cuyo libro La alegría (1915) llegó a los 80 ejemplares. Las únicas excepciones son Charles Baudelaire con los 1100 ejemplares de Las flores del mal y Lord Byron con los 10 000 ejemplares de El corsario.
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Poesía ¿eres tú?
La desvalorización del buen uso de la lengua ha corrido paralelo con la incapacidad de las mayorías para desarrollar, para leer o para disfrutar del pensamiento abstracto. Si es pobre la lengua, es pobre también el pensamiento. Se deja entonces de lado aquello que no va o va mal con la urgencia de lo concreto, con lo que entretiene sin exigirnos demasiada imaginación, con lo que divierte sin replantearnos la existencia y con lo que da placer sin pedir nada a cambio.
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Uno de los rasgos característicos de la poesía moderna, según Pere Gimferrer, es su voluntad minoritaria. La que se escribía antes de la aparición de los simbolistas —quienes se apartaron a fines del siglo XIX de la escena pública y se volvieron solitarios— contaba con muchos lectores.
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La crisis de la, poesía empezó el momento mismo en que perdió su condición de arte conectado con el gran público lector. Él es cada vez más banal, le importa menos la profundidad y la trascendencia de los textos, y es menos exigente y, al mismo tiempo, más fácil de engañar. Basta con observar cómo se traga el cuento de los libros de autoayuda y cuánto le mortifica todo aquello que le plantee profundidad y búsqueda de pensamiento abstracto. Como consecuencia de la pérdida de conexión el público lector, la poesía se ha vuelto críptica. Al final, los poetas han terminado escribiendo para sí mismos o disfrazando su mala calidad con la parafernalia verbal.
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La poesía ha sido hasta cierto punto incapaz de adaptarse a la gran crisis moral y cultural que vive el mundo a partir del siglo XIX, agudizada después con las guerras, las dictaduras y los grandes conflictos sociales que han hecho perder la esperanza a muchas personas. Sin embargo, como la poesía nace de la profunda necesidad del hombre de buscar estados superiores de conciencia y de estados superiores de virtualidad, no va a morir. Va a seguir como la ciencia: siempre en busca de la verdad en base a intuiciones y revelaciones que nunca se producen, aunque con pocos lectores, hasta que sobrevenga una revolución del mundo y, por consiguiente, del lector.
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Sospecho que, en los colegios, las universidades y en lugares parecidos se lee muy poco o nada de poesía. Nadie, salvo que sea por imposición o interés práctico, necesita sentir que hay vivencias artísticas que podemos resignificar en nuestra vida mediocre y consumista. De un mundo que se destruye a sí mismo a punta de gases tóxicos y virus morales, es muy difícil esperar que acoja el sentido poético de las cosas. ¿Es que vivimos la era más antipoética de todas las que ha vivido la humanidad? Por las cosas que veo y vivo, me temo que sí.
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El lenguaje poético es visto ahora como un juego o como una cosa de “loquitos despistados”. Es verdad que nació de trasgresiones, pero esto no quiere decir que no tenga importancia para la vida corriente o para la búsqueda de sentimientos elevados. Si leemos el poema “El remordimiento” de Jorge Luis Borges, puede ser que nos sintamos impactados por el pesimismo y la utilización de imágenes fuertes y desoladoras. No podríamos afirmar, sin embargo, que nos aburrimos o que nuestra conciencia sigue en su estado original: un témpano de hielo. Me rectifico: esto ocurrirá si amamos la poesía. Pero si ella no nos toca por distintas razones, seguramente el poema de Borges será poco menos que un disparate.