El hecho histórico relevante, más que el propio acontecimiento en sí es la memoria.
ALESSANDRO PORTELLI
Siempre he utilizado como ejemplo de epopeya los dos minutos finales de aquel partido con tiempo suplementario en que la selección italiana de fútbol venció a la de Alemania en la semifinal del mundial de 2006, pues vencieron cuando tenían mucho en contra. La victoria sobre la selección alemana fue en Alemania. Cuatro años atrás, Alemania llegó hasta la final y perdió contra Brasil, que campeonó en 2002; en su campo, los italianos impidieron que los alemanes llegaran más lejos en la Copa del Mundo que organizaron para triunfar.
El partido se jugaba en Dortmund, frente a no menos de 65 000 espectadores. Iba empatado hasta que Andrea Pirlo, cerca del área alemana, deslizó la pelota a la derecha para la llegada de Fabio Grosso, que marcó el primer gol en el minuto 118. A Italia no le bastaba con eliminar a Alemania de su mundial por la mínima diferencia: dos minutos después, Alessandro Del Piero convirtió el segundo. El resultado fue admirable porque traslucía entrega individual a límites que arrinconan el cansancio físico, cohesión colectiva hasta conformar una idea paradigmática de equipo y compromiso nacional para concentrar la ilusión de cada tifosi en un par de disparos fulminantes; siendo un juego, el deporte fue elevado al nivel de estímulo y orgullo. Aquel 4 de julio de 2006, la gente desde Catania hasta Milán se fue a dormir bajo una irresistible sensación de grandeza. Era la Alemania dirigida por Jürgen Klinsmann, aquella estrella del fútbol que siempre he confundido con el mongazo de Bob Saget, el padre de tres niñas en la mongaza serie Full House. Era la Italia defendida por Gianluigi Buffon, que desde entonces empujaba un país a partir de su arco.
Siempre he utilizado como ejemplo de epopeya aquellos dos minutos, aunque para el futuro mi referente quizá sea uno de noventa con el protagonismo de otra Italia. La Associazione Sportiva Roma perdió por goleada y de visita en el Camp Nou frente al Fútbol Club Barcelona, que la forzó a convertir dos goles en su arco y le metió otro par. En cuartos de final por la Liga de Campeones de la UEFA 2017-2018, Edin Džeko consiguió descontar en el minuto 80 para un resultado en contra de 4 a 1. No obstante, lo que más me impresionó de aquel partido sucedió en las tribunas, en la zona lateral: la hinchada italiana nunca dejó de gritar, cantar y agitar sus banderas; mostraban tal efervescencia, en medio de la caída, que en las dos pantallas del estadio se propaló un mensaje de lo más adecuado: se solicitó a los tifosis que salieran cuando el resto del público nos hubiéramos marchado. Tanta pasión se encauzó de manera preventiva.

Recuerdo del día en que el Roma perdió 4 a 1 ante el Barcelona. El partido de revancha sería épico.
Este tipo de seguidores incondicionales, seis días después y de vuelta en casa, seguía confiando en su oncena y llenaron las 73 000 butacas del Estadio Olímpico de Roma para intentar una hazaña: necesitaban golear a un equipo inexpugnable para seguir adelante en la Liga de Campeones; por lo menos, anotar tres goles y evitar que les metieran alguno. Y ocurrió. ¿Con cuánto debes blindar tu autoestima para que, luego de perder por un amplio margen, sepas que todavía no estás derrotado? ¿Qué define lo mejor de tu identidad para que tengas el ánimo de remontar un acantilado luego de hundirte ahí? Sucedió algo que no es casualidad y ejemplifica colosalmente la reconstrucción personal: aquel Edin Džeko, que salvó el honor en Barcelona con su único gol, abrió el marcador en el minuto 6; luego, quienes metieron los autogoles en el partido de ida: Daniele De Rossi y Kostas Manōlas, anotaron el segundo y el tercero respectivamente en los minutos 58 y 82. La victoria se labró sin prisa pero sin pausa, atolondrando al rival con tanto coraje como pundonor; una revancha trazada, además, con simetría.
Hay quienes se derrumban cuando se caen, es la mayoría; hay quienes luego de verse a los ojos con la adversidad, salen fortalecidos para intentar más. Ahí está la epopeya, el hecho glorioso que protagonizan los héroes de turno y el pueblo que los alienta en un momento estelar. Pocas disyuntivas son tan saludables para la afirmación de una sociedad que convertir las conquistas deportivas en metáforas socioculturales para el desarrollo; por su impacto masivo y por su concentración temporal, pueden operar como eje transformador y medida de un valor diferencial si hay sentido crítico para evaluarlas sin patrioterías ni jactancias. Sacar de lección, siquiera, que nunca falta un mañana para desquitarse hasta de uno mismo. Los goles son gritos y los gritos son ansías y hambre de triunfo, el diario vivir.
Barcelona, 11 de abril de 2018
Juan Manuel Chávez. Escritor. Mención especial del Premio Nacional de Literatura y autor de novelas como Ahí va el señor G y El barco de San Martín. Su web es http://juanmanuelchavez.com/