Escribe Magnolia Vázquez Ortiz
Nunca he logrado desinteresarme
de lo que no me sucede pero me afecta
Fernando Nieto Cadena
I
Me duele el cuerpo. Esa es la primera dificultad concreta para levantarme de la cama y caminar unos cuantos pasos hacia mi escritorio. Tengo enfrente palabras que han rondado dos semanas mis manos. He soñado. He soñado lo que otros han padecido o están padeciendo. Soy afortunada por despertar, todo ha sido una pesadilla donde he sido la protagonista maldita. Pero las fotos tamaño credencial de cuarenta y tres jóvenes desaparecidos hace seis meses, mostrados en una revista que dedica su número especialmente a ellos, me regresan la angustia y me dicen que no hay diferencia entre el soñar o el estar despierta. Peor aún, de lo real ya no se puede despertar.
Durante el sexenio gobernado por Felipe Calderón, muchos mexicanos creímos haber llegado al grado extremo de las violaciones de los derechos humanos. Pero nuestra realidad inmediata nos escupe con brutalidad que no es así, que fue el inicio del destape cínico e irrefrenable de la corrupción e impunidad que el día de hoy ha rebasado los límites de la tolerancia o indiferencia social de muchos mexicanos. Escucho a los padres de familia, hoy huérfanos de sus hijos, exigir a los representantes de los tres niveles de gobierno se los regresen tal cual los vieron partir de sus hogares el día 26 de septiembre de 2014. En contra de todos los indicios, están negados a aceptar que hayan muerto y mucho menos, aceptar la forma en que se dice, fueron asesinados.
II
Adolezco. Durante la noche he sido desollada, han prendido fuego a mi cuerpo, me han violado, sacado los ojos, golpeado mi vientre, extraído mis vísceras. Durante la madrugada he sido mutilada, han cortado mi lengua, mi cabeza, calcinado mis huesos y mi corazón. Despierto. Me siento como Laura, protagonista del cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”. Me siento en dos mundos paralelos, simultáneos, sin diferencia de tiempo. En la misma revista, en otro número, veo nuevamente imágenes de jóvenes: los mismos rostros, el mismo color de piel, la misma edad, la misma condición sociocultural: es la cara del ejército, de la policía, que en estos días cometen fratricidio, expresión literal de “La maldición de Malinche”: “Hoy en pleno siglo veinte/ nos siguen llegando rubios/ y les abrimos la casa/ y le llamamos amigos. Pero si llega cansado/ un indio de andar la sierra/ lo humillamos y lo vemos/ como extraños por su tierra. Tú, hipócrita, que te muestras/ humilde ante el extranjero/ pero te vuelves soberbio/ con tus hermanos del pueblo.”
III
Retumba en mi cabeza, jamás pensé vivir algo así. León Felipe, Machado, Sábato, Vargas Llosa, Kapuscinski: sus poemas, novelas y crónicas me transmitieron el dolor y la desgracia del hombre aniquilado por las manos represoras, dictatoriales de otros hombres. Sin embargo, ahora que veo, escucho, vivo lo que ellos en su momento vivieron, puedo comprender más lo incomprensible, repudiar más lo repudiable y utilizar la palabra, tal como ellos lo hicieron como una forma de exigir y hacer justicia, para aquellos que han muerto por manos canallas.
Son cuarenta y tres los jóvenes a quienes se demanda presencia, su regreso para continuar su existencia en familia, en su comunidad, con sus amigos estudiantes y profesores; son cuarenta y tres los demandados al gobierno para regresarlos con vida a la vida que los reclama; cuarenta y tres jóvenes representantes de comunidades indígenas marginadas con historia de resistencia civil ante un sistema genocida; cuarenta y tres representantes de cientos de miles de jóvenes estudiantes sensibles, pensantes y preocupados por construir sus propias historias, limpias de corrupción, de negligencia e impunidad gubernamental, dignos de vivir como ciudadanos libres, tolerados y respetados en sus diferencias ideológicas; cuarenta y tres representantes de fuerza vital de nuestro país, no alimentada por la fuerza bruta, sino impulsada por la conciencia social e histórica de la que forman parte.
IV
Nací y crecí en una situación totalmente contraria a la vivida por Kapuscinski pero me encuentro en una situación similar a la suya cuando experimentó el silencio que llega al finalizar una guerra. Él no conocía la paz y le provocó desconcierto oír el estallido del silencio que trae todo cese de ruido proveniente de bombardeos, tanques, aviones, disparos de metralletas. Kapuscinski, después de escuchar la paz, se convirtió en corresponsal de guerra. No pudo vivir en el paraíso y decidió mantener su vida en el infierno. Mi caso es su opuesto. Hasta mis 40 años, la paz ha sido la condición social que ha abrazado mi permanencia en este pequeño espacio denominado Tabasco. Ahora que veo, leo y escucho el grito de acción de cientos de ciudadanos, el desconcierto, en un primer momento, hizo uso de mí, y la noción de conciencia social, hasta hace poco únicamente usada para reflexiones críticas, cobra fuerza en mis actos y decir cotidianos. Ayotzinapa, Tlatlaya, Las Ruanas, Apatzingan, Cherán, Tamaulipas, Atenco, Aguas Blancas, Guardería ABC, Policías Comunitarias, muertas de Juárez, EZLN; Chapo Guzmán, Mayo Zambada, Beltrán Leyva, Los Zetas, La Familia, Guerreros Unidos; todos estos sustantivos caen de golpe, como estallido de guerra, sobre mí.
“Ayotzinapa, un crimen de Estado que iguala lo sucedido a los estudiantes universitarios en el 68” son, palabras más palabras menos, las que proliferan en algunos medios y en las redes sociales por internet desde hace seis meses. El 68, un dato más en mi memoria histórica que no me dice mucho, que no me toca porque no lo viví y mis padres tampoco, por tener ¿la fortuna? de pertenecer a un estado del sur, lejos de los brotes de protestas por la violación del derecho a la autonomía de la UNAM y lejos de los brotes de una ideología de izquierda con simpatía por el sistema comunista.
Ayotzinapa, sin embargo, sí me toca, incluso, creo, es la cúspide de la represión e intolerancia gubernamental que inició en el año 68, pasando por la matanza de Aguas Blancas, Acteal, San Mateo Atenco, Tlatlaya. Me toca porque detrás y delante de las desapariciones de los cuarenta y tres estudiantes guerrerenses, con nombres, sueños, familia, amigos, hay cientos de hombres, mujeres y niños desaparecidos, asesinados, levantados, secuestrados y amenazados que no están allá, lejos de mi espacio vital, sino acá, muy cerca de mi diario vivir. Me toca porque veo y escucho, a través de la voz de los ciudadanos, el cínico despojo de sus tierras por parte de empresas paraestatales, con el aumento de la contaminación ambiental que provocan a su vez un incremento desmedido de cáncer en la población aledaña.
Escucho con indignación la desfachatez con que el gobierno/empresa se lava las manos y actúa con total impunidad ante la anulación de los derechos humanos más fundamentales del hombre y, al mismo tiempo veo, con preocupación, la parálisis, la apatía, la indiferencia de la mayoría de mis prójimos, ante este escenario podrido y cada vez más ignominoso de nuestro estado mexicano en el que vivo y viven y vivirán mis hijas y alumnos a quienes intento fortalecer sus espíritus libres para resistir y combatir el mal social que nos aqueja.
V
Doris Lessing en su libro de ensayo Las cárceles elegidas, comenta brevemente su desencanto ante unos jóvenes de los años ochenta y noventa, por su actitud abúlica ante la vida, carentes de una ideología comprometida en la construcción de un presente y futuro, libres, justos y democráticos, siendo ellos portadores de una vasta información sobre la historia del hombre, sus aciertos y desaciertos en la construcción del mundo de la posguerra y que muy bien podrían utilizar para evitar repetir las fallas. Es irónico y alarmante porque lo mismo decimos los jóvenes de esos años ahora adultos, de los jóvenes de hoy, nuestros espejos. Lessing también desarrolla el tema del coco wahs, del lavado del cerebro de los ciudadanos que se ha instaurado desde mediados del siglo XX en los países en situación de guerra como Estados Unidos, Inglaterra, Corea, la URSS, y de cómo los medios de comunicación, en primer lugar, la televisión, juegan el papel de adoctrinadores. Una forma de luchar contra ese adoctrinamiento que paraliza a la población es reactivando la memoria histórica, valor humano que debemos reconocer, rescatar y mantener entre otros, de los estudiantes, profesores, académicos, padres de familia participantes y víctimas del movimiento estudiantil del 68; de los cuarenta y tres jóvenes estudiantes de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos”; y de sus padres y compañeros cuya memoria colectiva viva ha sido fundamental para resistir con valentía y arrojo los atropellos del sistema y el olvido e indiferencia de una sociedad que ya es parte íntegra de esos atropellos.
VI
Repito, crecí, a pesar de la realidad misma, en un ambiente pacífico. Sin embargo, para el estado de alerta social que hoy vivimos, leer literatura, para mí ha sido y es una preparación para entender, comprender y responder de la mejor forma posible a la vasta manera que tiene el hombre de ser y hacer en este mundo complejo y contradictorio construido por él mismo y que imperceptible y vertiginosamente transforma al hombre-sujeto en hombre-cosa, hombre-máquina, sin conciencia, sin autonomía, sin libertad de juicio crítico. Hace pocos días, un día después de cumplido los seis meses de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, escuché resaltar a Epigmenio Ibarra, la prioridad del Estado mexicano de promover y mantener la desmemorización social e individual, y la prioridad también de alentar la palabra engaño a través de las dos grandes empresas televisivas: Televisa y Tv Azteca. ¿Cómo responder a los bombardeos ininterrumpidos de los medios de comunicación? ¿Cómo responder a la palabra engaño, a la palabra mentira, a la palabra sin valor que permea insistentemente a una sociedad también sin valor, descreída de la palabra? Rescatando la palabra verdad, la palabra memoria, la palabra libre, valiente, crítica, honesta, no sólo en los libros ni en el decir cotidiano sino en el decir de nuestra escritura, de nuestros actos, si no queremos seguir pareciéndonos a quienes nos mal gobiernan.