«Rythm & Blues a tres voces», de Bryan Barona

B y R van por la noche entre lecturas de poesía y la experiencia de vivir. ¿Cuánto de la noche y de la vida se esconde en nosotros mismos? En esta historia del escritor peruano Bryan Barona nos adentramos en los oscuros misterios de las relaciones entre la escritura, el amor y la vida.

Publicado

9 Nov, 2021

Primera voz  

R me preguntó si quería oírla leer. Prefería darle lectura a algún cuento o, en su defecto, a trozos de El principito que le regalé y carga en la cartera como un objeto muy preciado u olvidado entre sus asuntos personales del día a día. Al final tomó el libro que yo traía conmigo, una antología del poeta chileno Óscar Hahn, y se trepó a una banca de la avenida Arequipa. Era de madrugada. Acabábamos de comer tacos en Mi Carcochita de Risso. En otra banca, a escasos metros, unos tipos discutían a grito pelado o enardecidos por el alcohol. Apareció personal de Serenazgo de Lince y el asunto empezó a disuadirse de a pocos. R, mirándome de arriba abajo, obviando el rollo con los borrachos y los serenos, escogió leer el poema del café Berlioz. En él, Óscar Hahn habla de una mujer-demonio que bien puede ser una aparecida, un espectro del más allá que, a ciencia cierta, es la persona amada del poeta que, no muerta pero sí distante, ya lejana de su amor, lo induce a ver visiones donde no existe sino el recuerdo. Miré y escuché atentamente a R pese al ruido de los carros surcando la Arequipa y la pintoresca gresca del lado. Luego llegó mi turno, y le leí un poema titulado “Informe meteorológico”: “Mi mujer / era la mujer del tiempo”. Todo concluye con el poeta yéndose de casa cuando ella, en apariencia, no retorna tras haberse marchado a la calle “con ropa de verano / a pesar de las nubes negras”. R también me miró y escuchó con detenimiento. Creo que hubo un cosquilleo en sus ojos. Lo noté. Me dijo: Me gustó mucho, B. La noche, de algún modo, se puso más tumultuosa, agitada. Tomamos el bus.

B le escribe una dedicatoria a R explicando, discreta e intertextualmente, sus porqués:

Eduardo Galeano, célebre escritor uruguayo de izquierda, compuso El libro de los abrazos, un collage de microhistorias que se debaten entre temas sociales, culturales, literarios y etcétera. En cada relato, asumamos, existe un abrazo particular para el lector. Son narraciones apretadísimas que te estrujan con igual candidez e igual desasosiego.

Este, pues, es mi abrazo —otro abrazo más— para ti. ¿Serás mi lectora, R?

B emplea parte de la mañana en escribir para R lo que curiosamente ha denominado El nuevo libro de los abrazos. Parafrasear el título original no es una joda gratuita aun asabiendas de que a lo que se aboca no es ni de lejos un libro, sino tan solo un collage —sí,otro collage similar al del autor uruguayo— de no más de cinco o seis estampas breves,instantáneas mínimas en las que ambos compartieran una intimidad fabulosa comoinaudita. Apenas tienen un par de meses de haberse conocido. R es del extranjero. Su país se desangra económica y moralmente por un dictador hijo de puta. El gran éxodo ha traído consigo nueva gastronomía, jergas y modismos; nuevas interpretaciones de la realidad nacional y —B afirma también— certezas recientes respecto a lo que somos como seres humanos: sujetos compasivos y tremendamente detestables. Temo por el desprecio xenofóbico del que seas carne de cañón, R, o temo por el aprovechamiento de alguien que con supuesta dosis de solidaridad toque a tu puerta, penetre abruptamente en tu vida y termine de desbaratarla. Temo porque es esta una ciudad de mierda (aquí se escribió y adaptó a largometraje el libro Al final de la calle, rebautizado en el ecran Ciudad de M), y ninguno ha sabido bienamarse, ¿sabes? Mi papá golpeaba a mamá en el rostro hasta tornárselo un amasijo de sangre e hinchazones violáceas. Mi papá golpeaba a mamá en la espalda, y le regaló un desvío irreparable en la parte baja de la espina dorsal. Mi mamá, una vez, se defendió con un cuchillo de cocina directo al pecho del muy cabrón, y mi papá supo revertir ese ataque: madre resultó con una llaga por la que borbotearon uno a uno mis cinco años en puritas lágrimas rojas (como un infantil Cristo que presenció la escena), y padre se marchó de la casa, borracho, dando portazo en seco hacia ninguna parte de esta misma ciudad. Mi abuelo, R, murió de tuberculosis en un hospital del Estado, con lo que sus complicaciones fueron excesivas o más mortales que la propia enfermedad: mala atención médica, mala burocracia y logística gracias a los encargados, mala administración de los recursos ministeriales. A mi tío se lo llevó aparentemente el sida tras haberse convertido al cristianismo, pero recaído en sus adicciones de antes: pasta básica, botellones de pisco adulterado y un amor prohibido, en ese o cualquier otro orden. Al parecer un hombre lo vivió —que aquí se dice así cuando alguien se aprovecha monetariamente de alguien dentro de una relación sentimental y, en este caso, de convivencia—, y no me enteré hasta muy tarde del paupérrimo estado de su salud (sufrió media parálisis corporal antes de…) que lo borró de la existencia. Todo aquello acontecido en la ciudad que ahora mansamente besan tus pies, tus nuevos pasos y caminatas transfigurándonos una inexplorada trayectoria donde deberé dirigirme mañana para de igual modo pensarte o no olvidarme jamás quién eres o has sido a mi lado o siquiera procurármelo. Por esa razón recrudezco en un nerviosismo atroz de saberte aquí, R: porque esta urbe —el raro país de mis fantasmas individuales— ha devorado los cuerpos de mis personas favoritas, la gente que tristemente amo, los retazos de historias con nombre y voz propios que me plagan y forman mi propio nombre y mi intransferible voz. Él termina de escribir para ella este alcance del texto, un avance donde da cuenta de disquisiciones íntimas y hasta cierto punto impronunciables, y se dirige a la cocina por una taza de café hirviente y un pan tieso: un desayuno frugal y con algo de retraso, cómo no. Son alrededor de las once y treinta y cinco de la mañana.

Segunda voz 

Y ya ando de vuelta a estos lares, aturdido de madrugada, con un sueño que me pesa terriblemente entre los párpados porque me eché a dormir plan de siete de la mañana. No hace mucho desperté. Comí con mi madre, y ahora partiré sin rumbo nuevamente. Necesito estar fuera de casa; oxigenar un poco los pensamientos (que después —o ya— son palabras). Anoche salí con R. Fuimos a un bar rockero de San Juan de Luri; pero primero enrumbamos por unas enchiladas a un local de comida mexicana atendido por venezolanos donde se oía música colombiana a todo volumen. Qué pasada. Comimos mucho, y, ya saciados, no dejamos de reírnos como un par de descosidos. Es difícil no hacerlo con R. Tiene mucha luz, y te la refriega bastante cerca del ánimo; te contagia, te inunda de a pocos; te ahogas con gusto en su brillo. En la sobremesa hablamos de las crisis migratorias de Latinoamérica, cosa que me llevó a contarle de Sendero Luminoso y cómo se formó un distrito como San Juan de Luri u otro periférico como Villa El Salvador hace cuatro décadas. Supo así de los atentados por cochebomba, de las masacres en los pueblos en la sierra y los apagones en la ciudad, los toques de queda: toda aquella barbarie hijaeputa que no me tocó vivir, y que me llega como falso rumor de una historia que privilegiada o infaustamente nos corresponde a los peruanos de mi generación. Ella me volvió a hablar de Caracas, de los pantalones de calidad peruana que venden o que compró allá; y también de ciudadanos árabes que residen y comercializan en Caracas. Me mencionó clanes familiares: que cierta amiga de la universidad descendía de migrantes portugueses y la otra, de españoles. El efecto migratorio siempre ha sido habitual para mí, me dijo. R notó que yo andaba un poco perdido en la charla, y me explicó que se le hacía normal ver a gente de muchas nacionalidades juntas, que en Venezuela ya había conocido a algunos peruanos y se había cruzado con unos cuantos chinos. Nos retiramos del local, y, a unas cuadras, ingresamos al bar rockero. Una banda hacía cóvers de canciones archipopulares y viejísimas de otras bandas argentinas, peruanas y españolas. Los odié en la medida que pude. Detesté sus interpretaciones y su inauténtica pose pateaculos, ruda, de leyendas. Los encontré ridículos, y terminé de aborrecerlos para toda la vida. Pero R estaba a mi lado; aquello era suficiente para que el mundo (o ese bar roñoso con mujeres ebrias y en franca desesperación de levante y hombres maduros, más borrachos todavía y hundidos en una infinita tristeza) fuese un lugar habitable y algo cercano a esa cosa con plumas llamada esperanza. O la felicidad. Entonces R pidió una jarra de pisco sour y se empeñó en entonar las canciones que nunca había oído; googleó en su celular la letra de alguna de ellas y cantamos como en karaoke, a dupla. Su voz se evaporaba en el estruendo de la bandita; mi odio por ellos se hizo inconmensurable y más eterno. Yo solo quería escuchar a R y revelar, en las inflexiones de su canto, sus pesares, quejumbres acumuladas en la garganta y sin poder librar, sin poder gritar o llegar al colapso en esta ciudad ajena para ella; quería, en ese sube-y-baja de su voz, palpar su furia y melancolía, su llanto acumulado de carreteras y carreteras, como cuando pasó el control fronterizo entre Colombia y Ecuador, y el del mismo Perú; ese llanto atenazándola en silencio durante las madrugadas en las que, sola en su cuarto, con los billetes del pago mensual de la empresa de mierda para la que trabajamos entre las manos, ha pensado dar marcha atrás y retornar a Caracas, a los alrededores de Petare, con su gemela y su sobrina, sus papás y su hermana mayor: la gente que empieza a difuminarse en su recuerdo como una jodida niebla limeña.

Como te decía, aún no he terminado de contarlo. El cierre de la historia, eso sí, es el que te dije: R y yo abrazados en medio de la calle, en plena avenida Los Jardines, y, lo más loco, no recuerdo si llorando o sollozando o cubiertos por un manto de lágrimas invisibles que se rasgaba por dentro; no sé, ese instante habrá durado cinco minutos exactos como una eternidad. Unas chicas venezolanas, evidentemente ebrias a muerte, empezaron a bromear con la escena. Decían que era digna de fotografía o algo así (ahora, que si me tomaron foto y me hago viral en redes sociales me gustaría tener conmigo esa imagen, carajo). Luego de la jarra de pisco sour pedimos una jarra de sangría tropical, y se nos empezó a soltar la lengua. Todo esto vengo abreviándolo, ya te lo contaré con minuciosidad necesaria, pero el asunto es que, como éramos pocos en el bar y la banda aquella dejó de tocar, una de las meseras se acercó a nuestra mesa con unas tiras de papel y un lapicero. Nos pidió anotar un par de canciones para llevárselas al DJ y nos las hiciese sonar. Yo pedí una de Depeche Mode, creo, se me nubla un poco la memoria entre ese revoltijo de luces chillonas, humareda de tabaco, griterío puro y los espasmos del trago. Ella, esto sí lo recuerdo, escribió en el papelito una de Caramelos de Cianuro. Nos quedamos hasta el final, esperando vanamente que el DJ la colocase. Habrá pasado una hora. En esos sesenta minutos fue que ya estábamos sucumbidos al alcohol y bien distendidos de huesos como para hablar demasiado y sin vuelta atrás. No podría olvidarme de esto, y se lo confesé: cuando ella se acodó en la mesa para escribir su pedido musical, yo observándola por encima del hombro, viendo cómo rubricaba su letra pequeña y exacta, sílaba tras sílaba, Ca-ra-me-los-de-Cia-nu-ro, supe de súbito que me iba a cagar irremediablemente su partida, cuando vuelva a Caracas, cuando ya no la vea más y no me empalague su jerga cantarina y risueña, ¿sabes? Fue algo que me sobrevino como un golpazo. Se lo dije. Le dije muchas, muchísimas cosas. Y no me quedó claro si quien hablaba era yo o el otro, ese B perdido en sus años de adolescencia, ilusionado por las cuestiones mínimas y estúpidas de la vida, cuando todavía no conocía el sexo y no se me había desbarrancado el corazón, cuando podía fantasear libremente en una realidad tan imbécil por idealizada, cuando conceptos como “matrimonio”, “familia” y “trabajo estable” eran una burbuja en la que no discernía entre lo impolíticamente correcto y un dogma burgués para la felicidad, pero optaba por quedarme con lo segundo (como todos, o la mayoría si quieren). Cuando era un niño que se resistía a dejar de serlo. No supe quién habló con R en ese instante, pero le dije que cuando no estuviese más me iba a doler como mierda. Ella me dijo que también le dolería demasiado… y que me iba a extrañar.

R y yo anduvimos en Barranco. Estábamos en el Puente de los Suspiros. No sé por qué cada conversación la tengo que prefigurar como un jodido diálogo de cine independiente. Ambos estábamos apoyados en la baranda, mirando el vacío de la Bajada de los Baños en dirección a la plaza. Detrás de nosotros, una pareja de ancianos bastante viejos y con bastones se tomaba fotos junto a su hijo, un gordo de estatura considerable y visiblemente gay. Los retrataba el fotógrafo del puente. Él ya nos había ofrecido a R y a mí una fotografía. Le dije a ella: creo que nos merecemos una foto. Creo que nos merecemos un recuerdo, y clavamos los ojos en la Bajada de los Baños. Así, acodada a mi lado, me preguntó por qué. Le respondí con otra interrogante: Cuando todo pase, ¿qué es lo que más vas a recordar de mí? Me dijo esto. Se refería a la pareja decrépita y su hijo gordinflón, las luces intermitentes del puente, la gente corriendo de un extremo a otro y conteniendo la respiración para que se cumpla su deseo, el grafiti frente a nosotros: un inmenso rostro desollado y, dentro de él, un pájaro. Has de haber visto ese grafiti. Le dije: Charles Bukowski, poeta estadounidense adscrito al realismo sucio, tiene un poema titulado “Pájaro azul”. En su idioma original, empieza there is a blue bird in my heart. Los versos prosiguen, a modo de pequeño cuento, hablándonos de cómo alguien entra y sale de bares, se trenza en peleas con otros borrachos, hace y deshace su vida en las calles gringas, pero el pájaro azul de su corazón aún se mantiene con vida, esperando y esperando, trinando a baja intensidad. La persona le da güisqui para ahogarlo, para que no le traiga complicaciones, y solo deja salir al pajarito por las noches, cuando la ciudad y el mundo duermen a sus anchas y nadie los ve; solo en ese instante ambos —la etérea avecilla y su dueño— son completamente libres. Creo que todos tenemos un cántico susurrado dentro del pecho que clama por nosotros, R. Ella me miró y recostó su cabeza en mi hombro. Repitió: Lo que más voy a recordar de ti es esto, B.

R y yo bailamos en medio de la plaza de Barranco. Queda poca gente. Ella se va en dirección a la biblioteca y yo me quedo parado, contemplándola desplazarse hasta allá. Cuando vuelve la mirada me ve a lo lejos. Le extiendo la mano. Ella, con pena, se encoge de hombros y echa las manos para atrás. Con la palma la invito a acercarse: la atraigo hacia mí con un gesto de los dedos. Ella comienza a venir, bamboleándose, en un paso ligero. Parece volar o sobrevolar la plaza. Cuando da conmigo me abraza y bailamos sin música, acompasados por el mundano ruido de los carros de Pedro de Osma. Bailamos sin bailar, ciertamente. Y permanecimos ahí toda una vida —incluso hasta hoy.

R y yo hicimos el amor en mi casa aprovechando las ausencias. Aprovechando, quiero decir, un espacio íntimo para ambos. Mamá se había marchado a una vigilia. Hablé con R porque deseaba verla; ella me dijo lo mismo, vino a casa y sucedió lo que tenía —o no— que ocurrir. Luego pasamos la noche juntos. Dormimos acurrucados. Durmió, para ser preciso. Yo no pude. Yo no quise. Estábamos en la cama de mamá, descarada aunque dichosamente, y la situación me parecía inverosímil. Yo la contemplé durante todas esas horas, hasta antes que amaneciera. R hundida en mi pecho, frágil como solo podía serlo ella, su delgadez arrobante, con todo su espíritu clavado en mi tórax. Las cosas se habían encendido desde que llegó. Yo tenía en mente, luego de muchas conversaciones, pláticas en las que ella se abrió y me confesó su deseo de “querernos bonito”, que había posibilidades de intimar, pero a la vez me resistía a no precipitar nada. Nos íbamos, ya lo dije, a “querer bonito”. Porque ella, hasta hace una semana, andaba bloqueada, y no quería que se suscitase solo un encuentro carnal entre ambos. Quería algo más; que las sensaciones que venía experimentando conmigo, todas lindas según su juicio, tomasen cuerpo; explicarse qué era esa pulsión extraña pero ciertamente noble que despertaba al verme y hablarme. Anteayer me dijo que si debería volver a sentir algo por alguien, algún sentimiento verdadero, tenía la convicción de que ese debía ser yo. Me lo dijo por WhatsApp. Hoy, en la cama de mi madre, antes de que agote sus párpados, me lo reiteró. Jugábamos a hacerlo y no hacerlo. Primero nos quedamos sin prenda delantera, ella sin blusa ni bra y yo sin polo, pero el momento se desbordó cuando, llevado por no sé qué miedo, un pavor a borrarme o borrarnos para siempre en ese instante, yo empecé a tocarle el ombligo y más abajo. Ella preguntó, sucumbida al instinto, si tenía preservativo. No tiro con nadie, R. Yo tampoco traigo condones, contestó. Pero igual fuimos a ello y comenzamos, arrancó R, y claro, no entraré en los pormenores, pero principió un encuentro maravilloso con delicadeza primera y luego determinación. No me contuve más, tuve que estar dentro de ella. Un encuentro corto, no me permití sino sentirla, solo eso, fuera de la penetración sexual, fuera de lo caliente de la arrechura. Sentirla: solo deseaba eso. No acabé, R tampoco. Me tumbé a su lado, me abrazó. Nos abrazamos mucho. Yo empecé con la contemplación de horas. En la penumbra, me figuré el contorno de El Ávila en su rostro. Pensé que acaso aquella montaña guarde un espíritu y esencia femeninas; que posiblemente algún día pueda mandarme ocho horas de caminata, darme una vuelta por Galipán y arribar al hotel Humboldt. Pensé en los atardeceres inenarrables que R abrazaba en Caracas; todo aquello en ese contorno facial sombrío. No vas a huir más, ¿verdad? ¿Por qué lo haría ahora?, contestó. La respuesta, siendo pregunta, me sonó a una sentencia de mañanas; días en los que R y yo, queriéndonos bonito como hemos dicho, confiando en mí como asegura hacerlo, abriéndose y dejando el orgullo de lado como afirma ella, podemos intentar algo. Solidificar este vínculo. “Todo lo que le pido a Dios es una chica bonita”, versa en una novela de Ray Loriga. Mientras R dormía, sumergida entre mis brazos, reducida a la altura media de mi pecho, pensé estas palabras de Loriga. Mi chica bonita, me dije. Todo lo que le pido a Dios es una chica bonita. Y admiré aún con más detalle su desnudez, sus pechos mínimos, su talle exacto, sus curvaturas posteriores extrañamente perfectas. Su calor vibraba entre las yemas de mis dedos. La quise. La quise como en el poema que le envié y compartió en el estado de WhatsApp, y me dijo que si alguna vez yo a alguien había querido bonito. El poema se llama “Poema”, de un poeta peruano legendario, Carlos Germán Belli, que empieza: “Nuestro amor no está en nuestros respectivos y castos genitales…”. Ahí comenzó todo, hace algunos días. Ahora la observaba desde mi silencio hacia su silencio el resto de la madrugada. Nos levantamos a las cinco y algo. No logré hacerle el amor nuevamente. R suele levantarse de mal humor. Sentado al borde de la cama, se aproxima por detrás y me abraza. Todo bien, cariño, me dice. Salimos a la calle y San Juan de Lurigancho, Las Flores, inicia a desperezarse: vendedores de desayunos, microbuses y taxis, estibadores, etc. Cielo entre morado y negro y gris. Las luces de los postes que callan. R y yo vamos tomados de la mano hasta su casa, ella diciéndome que no se arrepiente de nada, que valió la pena. Nos besamos por enésima vez. Ella recuerda a A y S, compañeros de la pollería donde trabajó. Habla de una infidelidad entre ellos, y ya siento que esa chama, ni duda que darle, me está entregando parte de ella, las historias de su círculo de amigos y, de alguna forma, sus amigos mismos. La dejo en la puerta, y me dice que claro que seguiremos queriéndonos bonito, y, bromea, solo que ahora me verá con ojos un tanto más perversos. Nos abrazamos por enésima vez. Al retorno pienso en escribir un texto dispar, inexacto en sus datos de acontecimiento, con el único propósito de saberme vivo, a flor de piel; tremendamente vivo y completo. Porque no deseo morirme bajo los faros ya apagados de esta ciudad sin preservar el recuerdo, el efímero episodio o capítulo o lo que buenamente esto es con mi chica bonita.

R tiene tiempo libre hasta el lunes que se reinserta en la rutina de chamba. El otro día me llevó la comida a la empresa, y, como no está obligada a dormirse temprano, quedó en esperarme despierta en su casa. Prepararía pan pizza para ambos. Me ofrecí a llevar gaseosa helada. Salí de la chamba, emprendí con la miniván y en cuarenta minutos, plan de una y algo de la mañana, ya estaba afuera de la casa de R. Subimos a su cuarto en la azotea y empezamos. Quiero decir, empatucamos esos panes con salsa de tomate, les aplicamos ingentes dosis de orégano y varias lonjas de queso fresco encima. Todo a la sartén sobre el mínimo fogón de su cocinilla. Es un cuarto modesto el de R: bastante cerca a las nubes inexistentes, este cielo raso o borroneadamente oscuro de Lima. Yo me sentía bien, quería abrazarla. La estrujé contra mi cuerpo con un desespero consensuado, dado de parte y parte, mientras los panes y el queso hacían lo suyo al calor de la cocinilla. Nos besamos mucho: con dulzura y desenfreno medio maritales. Servimos en platos y ya estábamos sentados al borde de su cama, platicando de nuestro día. R es muy gentil, y hasta diría que me engríe. Se preocupa por que descanse y tenga el tiempo necesario para mis libros y lecturas pendientes. Esa misma tarde, antes que me llevase la comida a la chamba, ya habíamos estado en su cuarto, y me propuso cocinarme. Me dijo: Dale, échate y descansa un poco; lee. Entraría al baño a ducharse. Yo venía bajo el brazo con Concierto animal y le hablé de Blanca Varela. Nunca me has leído tú, le dije. Entonces se tumbó a mi lado, le extendí el poemario y le indiqué cuál me gustaría escuchar proyectado desde su voz cantarina. Bocabajo, empezó: “morir cada día un poco más / recortarse las uñas / el pelo / los deseos…”. Me puse a horcajadas encima de ella y le besé la nuca. Su nuca… R cuenta con una llana prolongación de carne tersa y enmarañada detrás de los hombros, enganchada a los pensamientos. Pero esto que cuento ahora mismo es un placer aparte. Yo venía narrando que ella y yo charlábamos de madrugada de mi fatigada tarde de trabajo, y ella me comentaba acerca de los asuntos pendientes que ultimó en casa, esa minúscula habitación para bienquererse con unos cuantos panes pizza y gaseosa negra de por medio. R, en piyama y todo, es hermosa. Volví a pensar: Mi chica bonita. Trasnochándose junto a mí en una ciudad del carajo, sin estrellas ni nubes palpables, al borde de Sudamérica. Si aquello no era romántico, era real. Y yo necesitaba para mi vida —ayer como hoy— cosas auténticas, aunque desoladoras, sin dudas. Al terminar de comer me sobrevino un súbito mareo y retortijón en la panza. Lo atribuí al hecho de precipitarme en devorarlo todo. R se preocupó con verdadera alarma de madre y hasta me tomó la temperatura con la mano, desenvainó un blíster de no sé dónde y me dio una pastilla contra las náuseas. Supongo que te quedarás a dormir, ¿no? Solo si me invitas, le respondí. Me coloqué uno de sus shorts como piyama y nos reímos. Nos besamos. Leímos unos fragmentos de El principito y nos volvimos a besar antes de apagar la luz. Lo que vino después fue la extensión de una hipotética realidad: R y yo haciendo el amor allá arriba, en esa azotea de SJL, todos los días o cada que se pueda, casi compartiendo una inapagable unión de convivencia, convidándonos las responsabilidades y los besos, los quehaceres domésticos y las risas. A la mañana siguiente no volví a casa; ella fue muy servicial conmigo. Preparó arepas y hablamos un poco de todo: de la crisis política en Chile, de un escritor venezolano que ganó el Biblioteca Vargas Llosa con una novela sobre Caracas y sus apagones, del legendario poeta Leoncio Bueno (y la vez en que lo conocí casi a sus cien años), de las expresiones culturales como manifestaciones necesariamente políticas y aquello, no sé cómo, derivó en una pequeña lectura mía de Ordesa, de Manuel Vilas. Me duché mientras mi arepa y café enfriaban. Esto no es un juego para mí. ¿Esto es un juego para ti, B?, preguntó. Luego ambos salimos a las calles de Lima desde su cuartito, y algo así como un fulgor tremendo relampagueó durante el trayecto a Lince. Era la risa de R. Estaba a mi lado. No se iría de mi lado.

Tercera voz

Acompáñame. Iremos al banco. Aunque no lleguemos a tiempo, sean las seis de la tarde y las agencias bancarias en esta ciudad cesen sus actividades a dicha hora. Solo caminaremos. Si bien, entre ambos, desde luego, no exista una suerte de tiempo ni sombra de unión. Pero iremos, ya lo dije, costado a costado. Juntos pero no revueltos. Sé que existe algo, no sé con certeza qué, pero supervive en silencio: como latido bajo el agua. Lo percibimos tú y yo. Así que dizque te acompañaría al banco, a hacer un envío de dinero para tu madre en tu país, urgente por la crisis política y su consiguiente escasez de todo, absolutamente todo lo humano, pero también iría contigo a cualquier otra parte (hay una canción que se titula de esa manera, “A cualquier otra parte”, y dice en su estribillo: “Estaría tan lejos de ti / que ya no recuerdo el momento / en que te dije por última vez / que el cielo se estaba abriendo / y se abre bajo tus pies”). Caminamos rápido por la avenida. Sabemos que no será posible llegar al banco. Damos la vuelta a la manzana. Desviamos nuestros pasos hacia el parque cercano a la empresa donde nos encontramos. Mañana veré lo del dinero; mi madre lo necesita. Entiendo, claro —y con pesar—, la urgencia de los tiempos. La política es una mierda: te robó el atardecer que, en ese momento, ojos levantados hasta la nada, admirabas con un encogimiento de corazón tal que me empequeñecía a mí. Hacía mucho que no veía un atardecer así. Era entre rojo, lila, malva, amarillo: un amasijo de colores excepcionales. Cosa curiosa: yo también vi un atardecer igual de hipnotizante solo cuando salí del país, cuando me quité, cuando piré. Solo cuando cargué, con mis trizas y ruido, al hombro: un forastero con patria, pero sin él mismo. Comprendí, en definitiva, que nuestro único territorio de dominio y pertenencia se yergue dentro, quiero decir, tierra adentro de uno. Lo demás, las coordenadas geográficas, son excusas burguesas y delimitaciones de los avaros, los codiciosos, los hijos de puta. Pero nosotros deambulábamos ya por el parque, y tú hablabas de los crepúsculos que extrañabas tanto y tanto; yo te dije que, en esta ciudad, todas las estrellas del cielo están muertas. Repetí: todas las estrellas del cielo están muertas. La sentencia es un axioma, un hecho irrefutable que pasa por obvio según nuestras lecciones en el cole, el liceo, pero el asunto va más allá. No he logrado ver una sola estrella en este cielo desde que estoy aquí, en este país, en esta ciudad. Y yo respondí que, si ves alguna, cuídala, presérvala. Y nos reímos. Extrajiste de tu bolso una pequeña envoltura. Tú a esas minucias que son los dulces le dices chucherías y yo, golosinas. Aunque en realidad era una trufa, algo que yo te había comprado la noche anterior para apaciguar el estrés y el resabio de joderte el día por una reunión de mierda con una jefa más mierda todavía si cabe. Comiste la trufa y me convidaste un poco. Te reías porque me quitaste el bocado de los labios. Nos abrazamos. Te dije que me agradaba abrazarte. Suspiraste. Tu silencio: tu inclaudicable e impenetrable silencio de sepulcro; pero ciertamente noble como un hombre vivo, en pie de guerra o de sueños, con el pecho a flor de piel. Y dijiste ay. Yo no entendí esa exclamación porque me dejaba en la posición de un bobo que no comprende las señas de justamente ese silencio. Volviste a jugar con lo de la trufa y hurtármela de la boca; yo di otra dentellada al aire, hasta que la colocaste entre tus dientes, en la punta de tus labios, y me invitaste a morderla. Tímidamente me acerqué sin querer o queriendo aproximarme y escamoteaste el trozo que quedaba de la trufa dentro de la boca, un movimiento calculado y prestidigitador, y nos estrellamos en un largo y tendido beso de horas concentrados en algunos minutos. Una y otra vez. En el parque de la vuelta. Nos volvimos a abrazar, y me dijiste que qué pena estar en medio de tanta gente, que qué chimbo no hallar un poco de discreción entre la multitud. Pero también dijiste que nos complementábamos: yo con mi mucha, excesiva verborrea y tú con ese mutismo que ya conozco. Te hablé de equilibrios, así, abrazados, en medio del gentío del parque. Y quizás sí, en ese instante nos manteníamos sobre la cuerda de algo inexistente pero cierto; o no lo sé, y estábamos, claro, equilibrados. Juntos y no tan solos. Juntos y en armonía. Volvimos a la empresa, término de la hora de refrigerio. En el ascensor, antes de que abriese sus puertas pisos arribas, volvimos a besarnos sobre una de las esquinas del habitáculo, refractadas nuestras figuras por las paredes-espejos hasta el infinito. Una y otra vez.

Ingreso a un bar de chelas artesanales en Las Flores. Ya estuve aquí antes; acompañado, desde luego. Ahora estoy solo. Siempre, desde el inicio de mis tiempos, he sido una encarnación significativa de lo que ha supuesto “estarse en soledad”. Y, paradójicamente, pasados los veinte años, me percato de que no he sabido estarlo: he permanecido junto a alguien y desolado, me enredaba y terminaba vuelto una complicación aún más compleja. Abollado, maltrecho, pues, hecho mil veces mierda. Las relaciones interpersonales se me resolvían en grandes dramas de dependencias como yugos cansados, jodidos, casi toxicómanos de los que terminaba arrastrado por voluntad propia sin saberlo. En este momento pido una Retador: red lager con una pizca de dulzor y no sé qué carajo más. Sirvo la chela en el alto y aovado vaso de cristal que me trae el mesero. Desde los parlantes se arroja una de Rawayana: ellos me invitan a la playa, a beber frente a la costa caribeña, a vivir de algún modo el destino que he despreciado por consabido ostracismo melancólico. A la gente en el bar le gusta Rawayana y menean sus cabezas; beben otro sorbo espumante desde sus vasos y retoman la agitación del cuello. Esto se pone bueno. Brindo con mi soledad y con mi libro (uno de un autor chileno cuya literatura es, para mí, excitante en cuanto logra reconstruir la memoria de su país en su piel misma), y me digo que sí, en efecto, esto está buenísimo. Sentarse al lado de mi yo, una extensión fantasma de mi sombra, y hablarle, decirle queda y ebriamente que todos caemos y nos levantamos, pendejo, que nada es tan radical como la muerte (o el amor: esta es otra vaina), que lo lograremos alguna vez, amigo, lo conseguiremos. Y apuro a secar la chela para celebrarme a mí mismo por mis diminutos pero gigantescos pasos. Tomo el celular y en WhatsApp tiento el microrrelato de un tipo —casaca de cuero, capucha colocada hasta la frente— que se dispone a salir a la noche directamente desde un bar roñoso y guanabí de San Juan de Lurigancho donde una vez amó y hoy por hoy, los días o semanas sucedidas, le toca encontrarse frente a frente con su existencia: ser feliz por mérito humano e individual. Me subo a un bus y siento que la avenida Las Flores, que San Juan de Lurigancho, que la ciudad de Lima podría ser tragada por esa colosal boca espacial que es su cielo raso y oscuro, y que, con un nuevo brillo interno, viviría por el resto de la eternidad. Quizá en estas palabras.

El miércoles pasado nos despedimos como si nada. Al rato me escribió o yo le escribí: no lo recuerdo. El asunto es que fui preciso y no me vine con rodeos. Me despedí de ella y deseé que hubiese llegado con bien a casa: nada más. Y ella, ya jueves por la madrugada, empezó a hacerme el habla. Me dijo que por qué la trataba de ese modo, serio, burda de seco. Así hasta que llegué a mi casa: cosa que no suele ocurrir. Ella estaba donde unos amigos, se quedaría a dormir allí. No viven lejos de nuestro barrio, y a veces a R le da por recurrir a ellos porque no le gusta pasar las madrugadas sola. Son gente que conoció en su antigua chamba, la de la pollería de San Juan. En fin. Lo cierto es que me hizo el habla hasta tarde, justo hasta antes de dormirme. Empezó a formularme preguntas; a ser un poco más abierta, digamos. No sé. Recuerda que nosotros ya habíamos dialogado el martes feriado. Vi su predisposición para entrar en confianza, supongo. Le mandé la foto que nos tomamos en el Puente de los Suspiros y le dije que si quería guardarla, ahí se la dejaba. Y me respondió con una carita ojos de corazón. No sé. No sé si estaba bebiendo en casa de los amigos o qué, si estaba, como dicen ellos, rascada. Pero al rato nuevamente me dejó en el aire. A la mañana siguiente conversamos un poco más. Le hablé de un poema que evocaba el mural que vimos juntos en Barranco. Ella me dijo que lo recordaba. Así, a ratos intermitentes, hasta la noche. Ella no había venido a la chamba: era su día libre. Hoy libro, me había dicho. Y en el último audio que le mandé le dije que ojalá fuera a ver Joker, que lo disfrute, que, siendo ella la cinéfila entre ambos, acaso podía recomendarme las pelis significativas a su juicio o que la hayan remecido, y yo las anotaba para después verlas. Esto fue plan de nueve de la noche del jueves. Su respuesta me llegó alrededor de las diez. Me dijo que no había tenido el cargador y que sorry, cariño, que había estado concentradísima en la chamba. Consideré no complicarme con esto porque, a ciencia cierta, no debía complicarme. Pero pensé: Coño, ¿si le estuviese diciendo algo urgente? ¿Por qué mierda me jode si no contesta? Será, pensé también, que estoy considerando mucho esto, y ya quedaste en algo contigo mismo el martes, B. Y bueno, respondí cordial y neutro. Nuevamente ella me empezó a hacer el habla hasta la medianoche. Hasta que volvió a dejarme en el aire como te enseñé, como te remití indiscretamente a WhatsApp. No quiero ni necesito, en definitiva, ser paño de lágrimas. Eso aplica para cualquier persona, ¿no? En fin. La estimo, la aprecio; la caraja aquella me gusta, ¿ok? Pero justamente por ello, no puedo ni podemos envanecernos en una ilusión de nada. Es puro y blanco humo.

Coda

Soñé contigo:

Era media tarde luminosa. Yo me encontraba en la galería comercial del Centro a la que usualmente iba mi padre —hasta antes de las prohibiciones de reuniones y aforos saturados durante la pandemia— para comprar y vender artículos de su chamba. Daba vueltas como buscándolo o deseando intuitivamente cruzarme con él. La vida, dentro del sueño, desde luego, se ubicaba en un tiempo predecesor o harto posterior al fantasmal oleaje del virus, y la gente se desenvolvía con normalidad en su rutina: compulsivos y abarrotándolo todo, sin tapabocas ni las susodichas placas de plástico enfrente del rostro. En uno de los pasillos, tú y yo nos topamos. Llevabas la polera rosada Nike de uno de tus amigos, una cuya memoria guardo de modo nítido porque pasé una noche sumamente helada allá arriba, en tu cuarto de la azotea, abrigándome hasta los huesos con ella y junto a ti hasta el despunte de un nuevo sol. Además, calzabas tus Jordan negras con fucsia y traías colocados tus shorts también Nike para salir a ejercitarte dando unos cuantos trotes por las mañanas o ene número de vueltas a galope infatigable alrededor de la manzana de tu barrio en cuanto te dispusieses a ejecutarlas, si tu ánimo era favorable y no te privabas a la nostálgica modorra de una ciudad rara y extranjera, jodida por la no-cercanía de tus seres queridos, y así borrar, en tal celeridad del viento, golpeteando fuertemente tus mejillas a contracorriente todos los recuerdos. Esos mismos shorts —junto a la madrugada de la polera— los utilicé de piyama solo hasta los segundos después en que tuve que desmontármelos de las piernas por una cuestión de facilidad para el cariño mutuo (y el viento de entonces que encima de la calamina de tu habitación traqueteaba un frío duro). Ahora estabas demacrada, demasiado enflaquecida o de mal y perplejo modo vuelta en los huesos. Por naturaleza eres una persona bastante delgada, pero de la forma en que se te representaba o aparecías en mi sueño no podía ser sino el extremo del extremo de un cuerpo inverosímil. Y tenías, por cierto, los cabellos hechos un revoltijo, desmadejados sobre tus pómulos medio húmedos, y la cara muy sucia. Tomabas de la mano a una niña de cinco o seis años, bajita su estatura similar a una de tres o cuatro, en igual apariencia desahuciada y deplorable que tú. Supe, por instinto, que era tu hija. La mucha gente que iba y venía entre los pabellones de la inmensa galería no se percataba de nosotros: éramos los mismos fantasmas de siempre. Conversamos solo un tanto. A mí se me encogió el espíritu y deseé llorar dentro y fuera del sueño. Me contaste que, en efecto, era tu pequeña. Y se me escapa de la memoria si acaso me pediste perdón, y tampoco rememoro a exactitud si te dije que todo estaba bien, o si única y agriamente pensé en que las cosas hubiesen sido distintas si nos quedábamos juntos y que, vale decirlo, a causa de quien se convertiría luego en papá de la niña, nunca volví a saber de ti o fue imposibilitado nuestro vínculo. De hecho, caminamos a las afueras del establecimiento donde mi viejo suele realizar sus diligencias según lo habitual, y terminé por admitir la certeza tácita o absoluto inventada de que por aquellos días habías optado por marcharte y jamás concretar nada legítimo entre nosotros gracias a la aparición de ese chico igualmente extranjero que yo no conocía, y que había resuelto dejarlas al desamparo en qué intemperie emocional o más bien físico-espiritual. Y, aún dentro del sueño, tuve plena consciencia de que desaparecerías otra vez, aunque antes de ello me dije a mí mismo que asumiría las responsabilidades de la menor y la tuya, la de tu carajita y la de tu condición de mujer-madre por completo desvalida, y, por supuesto, mi pensamiento original ocurrió tal cual y ambas se esfumaron de golpe, se desvanecieron de allí en adelante, para la eternidad, y yo volví a quedarme a solas (o junto a una cantidad incalculable de transeúntes de un lado a otro) en medio de una angosta callecita empedrada, de aire antiguo o histórica del Centro, donde existía un local de venta de televisores en blanco y negro, y mi único gesto fue el de la infinita contemplación sin reales propósitos: mis ojos adheridos a las muchas pantallas de color bicromático, incertidumbre y realidad, a través del escaparate de aquella tienda, en pie como un cadáver por segunda o tercera vez muerto desde mi acera.

______
Bryan Barona (Lima, Perú, 1994): Comunicador. Ganador de la edición Lima 2019 del certamen internacional de improvisación literaria LuchaLibro. Como consecuencia de su triunfo, autor del título Todas las estrellas del cielo están muertas (2021), ópera prima de microrrelatos y textos breves varios en clave narrativa. Actualmente fue seleccionado para conformar la Antología Vol. 2 de la Feria Internacional del Libro de la Ciudad de Nueva York (FIL NYC), próxima a lanzarse. Para Lima 2019 (XVIII Juegos Panamericanos), es invitado y forma parte del Culturaymi, el programa cultural interartístico bajo el marco de susodicha marca deportiva histórica. Ha publicado en revistas y plataformas peruanas como El BosqueVerboserMOLOK, Plesiosaurio, Libre e Independiente y pocas más. También aparecen sus narraciones en las publicaciones digitales mexicanas Ibídem (2020) y Monolito (2018 y 2019); además, en la española Periódico Irreverentes (2021). Se maquina bajo la consigna del “escribe o muere”.

5/5 - (40 votos)
Círculo de Lectores Perú es una comunidad que crece, poco a poco, alrededor de aquello que tanto nos gusta: los libros y la lectura. Vive con nosotros la aventura de leer.

Sigue leyendo…

Suscríbete a nuestro boletín

Suscríbete a nuestro boletín

Únase a nuestra lista de correo para recibir las últimas noticias y actualizaciones de nuestro equipo.

Excelente, pronto tendrás noticias nuestras.

Pin It on Pinterest

Shares