«Concierto para despedirse en el fondo del mar», un cuento de Carlos Enrique Freyre

Concierto para despedirse en el fondo del mar La boya flota sobre las algas, susurrándole olas. El cabello durmiente de la mujer entra en contacto con el plancton. El grito del mar es de baja frecuencia, como las palabras de las ballenas. Después de ahogarse, los muertos cuentan cómo, al ser estrangulados por los tentáculos […]

Concierto para despedirse en el fondo del mar

La boya flota sobre las algas, susurrándole olas. El cabello durmiente de la mujer entra en contacto con el plancton. El grito del mar es de baja frecuencia, como las palabras de las ballenas. Después de ahogarse, los muertos cuentan cómo, al ser estrangulados por los tentáculos de las olas, comienzan a oír ese estribillo. Se han acercado un salvavidas y un pescador; uno chapoteando a brazo puro para cortar el agua y el otro haciéndole estrías con la ayuda de un remo. La mujer tiene los ojos abiertos mirando los caballitos de mar en sus conversas burbujeantes. Tiene los ojos atentos para descubrir el origen de esa bulla, que después era un instrumento lírico y que después era un pedazo de música y que después era un concierto, articulado y melódico. La boya, detenida en el continente súbito de algas que se aglomeran alrededor de su curvatura, no dice nada.

La ignorancia de los hombres los hace presumir que el único sonido del mar es aquel que perciben; ese que parece el eructo elocuente de una caverna. Como sus narices apenas están preparadas para aspirar gases, tampoco disciernen la identidad del agua. Ni los más ínclitos pasan de saber que el agua es caliente o fría, salada o dulce o que hierve o se congela. La mujer con sus ojos inmóviles mira los olores, saborea los sonidos. Los recuerdos se le han quedado en el olfato. Resulta mejor. La nariz es un apéndice que no tiene uso funcional sobre el epitelio del océano, así que el recuerdo de sus anteriores sensaciones, tiende a quedarse allí, sin reverencias.

El salvavidas y el pescador alcanzan el cuerpo y lo suben al bote. Mientras el salvavidas le busca una vida que no existe presionándole el cuello y/o acercando sus tímpanos al pecho, los ojos de la mujer quedan mirando las caracolas quietas, las acuarelas sin óbices tejiéndose de anémonas, el fondo de los peces-brujo haciéndose el amor a tientas, el estremecimiento de las anguilas. El salvavidas certifica la hora del deceso, el pescador menea la cabeza en negativo, dos gaviotas defecan en el aire, un pelícano acompaña el duelo y el grito de los veraneantes se detiene en el primer tumbo de espumas.

***

La boya se ha dejado llevar por la marea alta, que se agiganta como cuando se estira un mastodonte hambriento. No reclama su cadena perpetua. ¿Quién podría hacerlo? ¿Qué sentencia puede revocarse ante el vaivén? La mujer contempla su cuerpo separado de ella. Descubre su nariz y en esta los recuerdos de los que se debe desprender. Los recuerdos convertidos en mocos. Olvidar la gresca formidable con los remolinos que la emboscaron, y los largos tentáculos de espuma que la iban aprisionando. Después fue menos violento. La música hizo su trabajo. Distinguió claramente la interpretación de los violonchelos, oboes, timbales, saxofones, contrabajos y flautas. Lo que no pudo precisar fue la procedencia de los intérpretes. Podrían ser los cardúmenes viajeros que tocan para no aburrirse en su migración de desove. Podría ser el aquelarre de moluscos, que a falta de idioma, complotan con música contra la ingratitud del lecho marino. Podrían ser el hechizo de los barcos piratas y los tesoros hundidos y las almas ajenas y los cuerpos sin retorno o la risotada de los fantasmas que vigilan la boca abierta de las fosas.

Y la boya, tan indiferente. Escasamente coloquial. Flotando sobre los cimientos del espumarajo.

***

Ella se sustrae del concierto. Los ojos miran su cuerpo perderse en el bote con el salvavidas y el pescador, contritos, y poco más allá, el terco pelícano que se siente un gallinazo en la esquina del bote. En la orilla, los bañistas le reclaman al mar la ofensa. El mar no da excusas. No es mudo, simplemente lo pasa por alto. Podría suspender su paz, retroceder varios metros, y darles un coletazo. Pero no está con ánimos de tomar las armas. En las proximidades de la boya, el concierto alcanza sus bemoles más nítidas.

Pronto comprende la virtud del aroma: es el olor de las adelfas. El agua del mar emana. Elucubra. Transita por estados de ánimo. Se da cuenta que las corrientes submarinas son venas extensas que trasladan el tropel de los cantos. ¿Pero los cantos de quién? Sus ojos se acostumbran rápido. Le son familiares la propulsión a chorro de los pulpos, las gaviotas olímpicas, los cangrejos poniendo reversa. Aunque en el océano el tiempo no cuenta –por eso el mar no envejece- el tiempo pasará.

Jornadas después, se le revela el origen del concierto:
Descubre un cuerpo peleando. No siente nada por él. Ni pavor, ni ganas de ayudarlo. Debe ser un hombre, por el dorso desnudo, la trusa roja, los pies descalzos. Las espumas alrededor de la boya despiertan y se lanzan a cazarlo. El hombre intenta desatar el nudo que comienzan a apretarle. El mar, que tiene la experiencia de los viejos luchadores, le hace una llave de judoca y espera la cuenta.

Entonces ella comienza a musitar. No tiene una voz definida, más bien parece que emite acordes de flautín. Y recién puede descubrir el origen del concierto, de su concierto: como ella, decena de hombres y mujeres sumergidos aparecen. No puede precisar si surgieron de las arenas, de las rocas o estaban escondidos entre las escamas de los peces. Sin ponerse de acuerdo, comienzan su concierto para darle paz al estrangulado. El hombre detiene su combate. El agua lleva el compás de la música y le reza armonías. Él, fluctúa entre la sorpresa y el éxtasis. La mujer interpreta la pieza con naturalidad, como si hubiera ensayado su partitura con ahínco.

De su vida anterior, no le quedan ni los vientos. Ahora ella es un flautín, que invita a los ahogados a no resistirse al concierto. El mar pervive de sus intérpretes. La música es el fundamento de la vida marítima; sin esta y sin sus muertos sería apenas una masa sin alma.

 


Carlos Enrique Freyre (Lima, 1974). Mayor del Ejército Peruano, es uno de los escritores más destacados y activos de la actualidad. Ha publicado las novelas “La muerte de Giussepi Bari después de siete intentos de amor” (2003), “Huayna Quiya o el Capitán enamorado de la Luna” (2005 Finalista premio de novela editorial Cabana de España), “Desde el valle de las Esmeraldas” (2009, 2011, 2013); “El Fantasmocopio” (2010), “El Semental” (2012, finalista Premio CPL). Ha escrito los guiones de las películas “Vidas paralelas” y “Gloria del Pacífico”; ha publicado cuentos en Antologías, complilaciones y proyectos de difusión lectora. Su trabajo al interior del ejército ha merecido el Premio Nacional de Historia Militar.

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