Escribe Alexis Iparraguirre
Dan Guterman, el director de «Carol and the End of the World», nos coloca frente a una sociedad —la clase media urbana de los Estados Unidos— que enfrenta un prolongado duelo por la inminencia del fin del mundo, que ocurrirá cuando el planeta errante Kepler C-9 choque contra la tierra. La premisa no es novedosa para la exploración cinematográfica —recuérdese «Melancolia» de Lars Von Triers—, pero en esta ocasión la antesala de la extinción de la humanidad no la conocemos a través de una novia solipsista, mortalmente deprimida en Europa, sino a través de Carol, una soltera que ya pasa los cuarenta y que tiene el trabajo y la diversión determinados por su condición de empleada en una Nueva York semi desierta.

Lo están tan también la mayoría de grandes ciudades del mundo porque sus habitantes, ante la inevitabilidad del final, han decido masivamente tener una vida a la altura de sus sueños, la que no habían podido vivir por estar pendientes de sus obligaciones económicas y de velar por su futuro y el de sus familias, preocupaciones ya carentes de sentido. En medio de una explosión de los emprendimientos de turismo, Carol permanece aferrada a rutinas inútiles, hasta que, de manera absolutamente azarosa, entra a trabajar en el departamento de contabilidad de una compañía que milagrosamente aún funciona y que sus empleados denominan «La distracción».

Aquí, bajo los cielos iluminados por el cada vez más cercano Kepler, Carol, silenciosa pero emocionalmente inquieta, va haciéndose amiga, y no solo compañera, de Donna, una madre afroamericana de siete hijos, y Luis, un latino maduro abiertamente gay. Desde luego, podría pensarse aquí que hemos pasado a una de las derivas más manidas del sitcom norteamericano: la construcción de una comunidad o una familia propia; y en parte es cierto, pero ocurre bajo las premisa de un planeta permanentemente en duelo: que la oficina perdure en medio del abandono generalizado es, desde luego, parte de un proceso de negación, solo que distinto del que han adoptado hedonistas viajeros o los miembros de un despertar espiritual que se extiende por todo el planeta. Además, la premisa del fin de mundo vincula cada nuevo afecto o relación que se cultiva con graves preguntas sobre el sentido de la existencia, los recuerdos, la memoria de los objetos, la fidelidad a los propósitos primigenios, el enfrentamiento de la muerte, etc.

En «Carol y el fin del mundo» la rutina laboral de un grupito de oficinistas de Nueva York queda investida en momentos claves por el disparate, el humor negro y, al mismo tiempo, por ese carácter grave y definitivo que tienen las búsquedas metafísicas. Ante el inminente choque con Kepler, cada momento y oportunidad son al mismo tiempo efímeros y eternos. «Carol y el fin del mundo» logra que ello le ocurra a algunos personajes estereotípicos de las comedias de situación norteamericana y, con ello, los vuelve extraños, de intensidades emocionales sutiles y con personalidades que gozan de una vitalidad y profundidad imprevistas. Muy recomendado.