Escribe Tadeo Palacios Valverde.
Mi trabajo me ha permitido un confinamiento intermitente frente la pandemia de covid-19: días de labores se intercalan con días de encierro. Hoy me ha tocado cumplir cuarentena por lo que volví a ver la película Arrival (2016) de Denis Villeneuve y, nuevamente emocionado por su propuesta, quise averiguar si esta había sido una concepción original del director y sus guionistas, o si estaba basada en alguna idea previa: un libro, un juego, una profecía.
Arrival es una crónica sobre el lenguaje, pero aún más es la exploración sobre los límites inimaginables del mismo. Todo inicia una buena mañana. De improviso, enormes estructuras de un material desconocido aparecen desperdigadas por doce lugares del globo. Preocupados, científicos y militares de las potencias tratan de escudriñar si aquello representa un peligro para nuestro planeta. Saber qué pretende la forma de vida que los ha puesto ahí es su objetivo y para ello se debe descifrar una forma de obtener información, así que distintos equipos, desde China a Venezuela, Rusia y EE.UU. traban contacto directo con las criaturas responsables de esta curiosa “invasión” silenciosa y es ahí dónde comienza la odisea verdadera que Arrival dispone para nosotros, (mal) acostumbrados como estamos a ver “asuntos extraterrestres” en películas space opera, series detectivescas o mega producciones de invasión bélica alienígena. Acá la espina dorsal de toda la narración la vertebran lingüistas, físicos y matemáticos abocados a decodificar el lenguaje de aquella especie desprovista de boca visible y con la apariencia de un molusco heptápodo perfectamente simétrico, con ojos dispuestos como una corona circular y tentáculos que les acercan a los calamares gigantes (toda una delicia lovecraftiana). Los hallazgos que hacen tienen, literalmente, consecuencias que desde su divulgación cambiarán la percepción del espacio y del tiempo como hasta entonces los seres humanos lo conocían. Hay un escarceo político entre potencias, que, aunque sinofóbico, aporta a la escalada de tensión que seguramente Villeneuve buscaba “sumarle”, y luego, una buena mañana, así como vinieron, los moluscos acaban por evaporarse en el aire. Pero estoy divagando… Bueno, decía que me propuse a saber si la premisa original del guion era propia del filme o era parte de una adaptación. Y si era esto último, quién había sido el osado escritor echado a Saussure o Chomsky. De modo que luego de unos segundos de búsqueda en Google, me enteré que el núcleo de Arrival era tributario de un cuento llamado «La historia de tu vida», del ingeniero informático y escritor sinoamericano de ficción científica Ted Chiang. Entonces busqué y me descargué el libro de cuentos en el que viene incluido, lo leí y luego, satisfecho de ver que supera a la ya de por sí bien lograda adaptación que acababa de ver, me quedé dormido.

La última vez que vi el reloj serían cerca de las tres de la tarde. Desperté ya entrada la noche, a las ocho. Me levanté de la cama sobresaltado porque creí que me había dormido hasta la madrugada del día siguiente. Ha pasado alguna vez y es verdaderamente molesto. En mi cabeza latía todavía la resaca de un sueño intranquilo. Uno de los que se guarda poco recuerdo al principio, pero que, conforme los ojos se abren y se tensan los músculos y te pones de pie y vas por agua a la cocina, poco a poco recuperas hasta que sus imágenes dejan de ser murmullos y te asaltan, una tras otra. En fin, después de darle varias vueltas, volvía a un momento en particular: Estaba en un cohete. De hecho, estaba hundido en el enorme asiento de control de un cohete mientras este iba perforando la atmósfera y el cielo en la ventana abovedada pasaba del celeste al negro manchado de estrellas. Los botones del tablero de control titilaban a destiempo. Tenía una escafandra, un casco, botas magnéticas y una radio en la que solo podía recuperar la estática y la certeza de que alguien allá abajo quería comunicarse conmigo y no conseguía hacerlo. Y de pronto ahí estaba el planeta Tierra haciéndose cada vez más pequeño y lejano a medida que la nave aceleraba y me sumergía en un océano de polvo fosforescente y soles como bombillas de árbol de navidad. No recuerdo nada más allá de esa sensación de vértigo. La experiencia se sintió como si, en lugar del capitán David Bowman de la película 2001: A space odissey, yo hubiera cruzado el umbral abierto en las entrañas del monolito que orbitaba cerca de Júpiter. Esta vez era yo el que había iniciado un viaje a velocidades superlumínicas. O cuando menos creí que lo hacía refundido entre las colchas.
Una vez que ya me encontraba repuesto, frente a mi computadora, hice lo que cualquiera hubiera hecho en mi lugar: ir al Youtube y entre clic y clic llegar a una edición resumen de la película de Kubrick. Pero en esta había algo especial: llevaba de fondo musical la canción Space Oddity de David Bowie. Y entonces la sinapsis. Ahí estaba el mecanismo extraño del destino puesto en marcha. Verán, en la letra del tema, Bowie crea un diálogo entre un cosmonauta, el mayor Tom, y el control en tierra que supervisa la misión espacial. El cohete asciende y en tanto las estrellas reciben al hombre y este abraza su insignificancia desde su asiento al interior de esa «lata» que es su nave, de la nada y sin aviso, pide que lo despidan de su esposa y sus seres queridos, pues, más allá de la Luna, con una vista del planeta azul alejándose, el espacio lo llama, ese es su hogar verdadero «and there’s nothing I can do». La radio se apaga. En la Tierra, control supone que el circuito ha colapsado por alguna avería imprevista. Pero es el mayor el que la ha desconectado. Y antes del coro final, nos queda la certeza de que la canción ya ha terminado con el llamado desesperado de los hombres del control terrestre, uno que nunca habría de recibir una respuesta:
Can you hear me, Major Tom?
Can you hear me, Major Tom?
Can you…

Al terminar, yo seguía intentando explicar(me) lo curioso de la coincidencia. El yo inconsciente está acostumbrado a la asociación y a rememorar, en ocasiones, detalles sobre asuntos aparentemente fútiles con una urgencia insistente. Hace tiempo había leído que Bowie compuso Space Oddity bajo el influjo del acontecimiento estético (y hasta espiritual) que para él supuso la película de Kubrick. «The song was written because of going to see the film 2001: A Space Odyssey, which I found amazing», declaró en varias oportunidades el alter ego de Ziggy Stardust. La canción llegó a lanzarse una semana antes del alunizaje del Apolo 11, en 1969, y la BBC de Londres la puso de cortina musical para todo el evento. Sin duda, un feliz acontecimiento. De tanto en tanto, atrapado en la red, seguía con la lista de reproducción, y noté (casi por casualidad) que el mayor Tom del que Bowie nos hablaba también en Ashes to Ashes y Blackstar (en esta última más como una referencia visual), ese mismo mayor Tom era el protagonista de otras canciones que le precedieron y que gozaron de mucha popularidad en su momento. En Rocketman, de Elton John, por ejemplo, podemos ver como la historia narrada por Bowie, de ser un diálogo entre un astronauta y sus operadores en tierra, alternado por las deslumbradas cavilaciones y deseos del protagonista, se transforma en una épica personal e íntima donde incluso asistimos a la noche previa en la que su esposa empaca las cosas del mayor Tom y este nos muestra cómo arde incandescente en su cohete, integrándose al espacio y revelándonos que marte es un lugar frío y horrible como para que críes a tus hijos. El coro seguirá para hacer una declaración, una cuestión de estado: permanecer vagando en el confín del universo hasta probar que, por fin, ha trascendido su antiguo yo (quizá el yonqui que está “strung out in heaven’s high/ hitting an all-time low”):
And I think it’s gonna be a long, long time
‘Til touchdown brings me ‘round again to find
I’m not the man they think I am at home
Oh no, no, no
I’m a rocket man
Rocket man, burning out his fuse up here alone
Años más tarde, Major Tom (coming home) del alemán Peter Schilling entraría en escena con su familiar tonada. Una tan conocida y pegadiza que luego de masificarse en casetes y discos piratas a lo largo y ancho del mundo, terminara incorporándose a nuestro imaginario pop, superando incluso en su nivel de masificación tanto a Bowie como a Elton. ¡Hasta se tomó su pista para samplearla en formato de cumbia! (Ahí tienen el tema Colegiala de los muchachos de SKANDALO). Volviendo al Mayor Tom de Schilling, vemos como el intérprete conjuga tanto la faceta del diálogo con una dimensión íntima del personaje protagónico. El añadido acá es que entramos a ratos en su cabeza y percibimos su voz desde el despegue hasta la experiencia única de la ingravidez del espacio exterior donde, por primera vez, Tom llama a casa, SU CASA, el polvo estelar. El desenlace es previsible cuando escuchamos al control de misión recibir en un mensaje final la despedida que su hombre quiere hacer llegar a la mujer que ha dejado y que, sin embargo, espera su retorno.
Across the stratosphere
A final message
Give my wife my love
Then nothing more
Far beneath the ship
The world is mourning
They don’t realize
He’s alive
No one understands
But major Tom sees
Now the light commands
This is my home
I’m coming home

En todos los casos, Tom, el astronauta errante, sería esa especie de héroe trágico que se marcha en busca de una redención trascendental: el hombre que debe desprenderse de su propia identidad para ser parte de algo que ignora, pero que, al mismo tiempo, intuye, lo desborda, lo supera. ¿Por qué cuento todo esto? ¿Por qué lo hago justo en este momento donde todo lo que no sea la plaga o la muerte es irrelevante? Porque sigo entumecido por la experiencia que dejan los sueños vívidos, sueños capaces de unificar aquello que hemos visto y de empujar a quienes los tienen a conocer otras cosas, aunque solo fuera por asociación y listas de vídeos en internet, aunque en apariencia no sea otra cosa que una maniobra de evasión, solo en apariencia… Y porque ahora sospecho fuertemente que, a la luz del lenguaje de lo inconsciente y las voces que acumula en secreto por años, al final puede que la humanidad no haga nada más que contar (y sentir) una única historia, como la de Tom, como la de Arrival, como la que nos cuenta Ted Chiang. Una historia sin principio ni final, perfectamente cíclica, acaso como la figura del ouroboros, condenado a perseguir y devorar su cola para seguir voluntariamente las pautas de un destino que debe cumplirse. Una historia que puede relatarse desde diferentes lugares, voces y miradas y seguiría siendo esencialmente la misma, con sus altibajos, sus tragedias y la certeza de que, eventualmente, estas serán superadas (la imagen es pequeña, pero es, a la vez, una forma de esperanza poderosa). Una historia que puede nunca ser oída cuando llegue por fin el momento de partir, como mariposas ardiendo en la llama de una vela, o un sol lejano. Una historia que escribimos para dar cuenta de que nosotros hemos sido y somos, que existimos alguna vez. La historia del adiós, pero también la del primer encuentro. Y eso es algo que, justo como a Tom, nos disloca y rebaza. Nos une y nos supera, en medio de la enfermedad, de su incertidumbre. Todo pasa, todo. Aun las estrellas.
Lean el cuento. Miren las películas. Escuchen las canciones. Resistan.