«La llorona», una historia de terror de Cristina Luna Del Pozo

Una niña visita a su abuelo en el norte del Perú y, antes de dormir, este le cuenta una historia que no olvidará... jamás. Un cuento de terror de la escritora peruana Cristina Luna Del Pozo.

“No deben salir nunca solas de la casa en la noche, menos aún si escuchan un llanto y alguien les pide ayuda —nos decía mi abuelo—. El norte es muy viejo y tiene manías que un trío de limeñitas no entendería”. Ante ello yo replicaba que siempre decía eso y que no era cierto: “En Lima hay gente que también llora”. Pero él respondía —con justa razón— que los capitalinos habían perdido contacto con la naturaleza y sus misterios, y que por eso me contaría lo que a él le habían contado cuando tenía mi edad.

“Todos los ríos vienen de la sierra, de los nevados. Cerca de uno de ellos, una mujer tuvo tres hijos, revoltosos como todos los niños, pero buenos muchachos. Una noche, ella tuvo una fuerte discusión con el padre de sus niños. Palabras van, palabras vienen, aún ahora nadie realmente sabe qué cosas terribles se dijeron. Lo cierto es que lo que pasó le dolió tanto a la mujer, que decidió no aguantar más desplantes y decidió vengarse dónde más le dolía.

Esperó entonces a que él se durmiera y, silenciosamente, fue recolectando ropa de viaje de sus hijos. Hecho esto, despertó a sus pequeños y les pidió que guardaran silencio pues corrían un gran peligro. Los niños, sin replicar —porque en ese tiempo así se hacían las cosas, sin chistar— se cambiaron, abrigaron y salieron con su madre.

Aquella noche era muy parecida a esta, la luna estaba clara y en toda su plenitud, por lo que no necesitaban prender fuego para ver el camino. Los niños estaban agotados, no entendían a dónde iban, solo que tenían frío y que estaban cansados. Caminaron durante horas. El más pequeño se caía de sueño, se raspó la rodilla, pero aguantó el llanto. No debían gritar ni hacer ruido, su madre les había advertido que había un terrible peligro acechando.

A las tres y treinta de la madrugada —la hora del diablo—, la madre les dijo que era momento de descansar, que se fueran acomodando para dormir junto a un árbol que estaba cerca al río. Los pequeños se echaron a dormir mientras que el mayor quedaba despierto para ayudar a su madre.

Cuando amaneció, los pequeños no vieron al hermano mayor pero sí a su madre con los ojos rojos y una mirada que nunca antes había visto. Le preguntaron por su hermano y la madre les dijo que tuvo que mandarlo a pedir ayuda porque aún corrían peligro. ¿Qué nos persigue?, preguntaron los pequeños, muy asustados. La madre les respondió que un monstruo terrible, que se comía al fruto de sus entrañas, los estaba siguiendo por lo que debían continuar escapando.

Los pequeños no entendían bien a qué se refería, las palabras eran complicadas, pero sintieron el apremio y sabían que su madre estaba muy asustada. Se levantaron, comieron un par de frutos secos y llenaron las cantimploras con agua. Los tres siguieron caminando, se acercaban a la costa, y cada vez que los niños pensaban que habían llegado, el camino se extendía porque la madre les repetía que no podían entrar en los pueblos que hallaban a su paso, pues el monstruo podía aparecer repentinamente allí.

Volvió a llegar la noche, muy parecida a la anterior, y los niños se alistaban para dormir cerca del río. Al parecer el monstruo le temía al agua, pensaban los pequeños. El más chico se quedó dormido casi de inmediato y el mayor se mantuvo despierto para ayudar a su madre. El viento corría entre las ramas, cada vez más cálido, más pesado. El niño más pequeño no podía dormir, daba vueltas en su sitio hasta que despertó totalmente. Al abrir los ojos no vio a nadie cerca de él. No había madre, no había hermano. Se asustó, pero el miedo le impedía moverse, escuchó ruidos de animales, y, de pronto, un silencio aterrador. Los animales habían callado. Mala señal.

Las ramas se movieron entonces y apareció su madre. Despeinada, con la ropa jaloneada y manchada de sangre. “Levántate, rápido, deja todo… ¡El monstruo nos ha alcanzado!”— gritó desesperada. El niño se levantó de un salto, no alcanzó a ponerse los zapatos porque su madre ya lo jalaba del brazo. En medio de la noche no podía caminar, se tropezaba con todo, le dolían los pies. ¿A dónde vamos, mamá?, preguntaba con su vocecita. Camina, anda, ya nos alcanza este demonio, le respondía ella.

Llegaron a la orilla del río, sus pies sentían el movimiento del agua. La madre paró en seco. Lo miró y le dijo: “Sabes que te quiero, ¿no?”. Al niño le recorrió un frío por el cuerpo, algo instintivo le decía: sal de allí, corre. Y cuando lo pensaba, sin más, la madre lo agarró del cuello y lo ahogó.

Mientras lo hundía en el río y el agua entraban sin permiso por la garganta y los pulmones del pequeño niño, la madre lloraba desconsolada, le pedía perdón y le echaba la culpa al padre diciéndole que ella debía vengarse con ellos. En medio de aquella oscuridad y luego de una lucha de pequeños bracitos agitándose en el agua, el río nuevamente volvió a la calma.

Las horas avanzaron. El pueblo más cercano amaneció con el canto del gallo, pero su alegre aviso madrugador era de pronto silenciado por un llanto desgarrador que obligó a levantarse a los vecinos que buscaban asustados su procedencia. El sol iluminaba poco a poco la tierra, alejando la oscuridad y descubriendo a una mujer que lloraba, desconsolada, junto al cadáver del último de sus hijos.

Nadie se acercó a ella. Era evidente que la mujer estaba loca, pero, además, que era un ser maligno. Lo sentían. De pueblo en pueblo se corrió la voz de que, por el amor de un hombre, aquella mujer había matado a sus hijos. Ella era efectivamente un monstruo que comía el fruto de sus entrañas. Meditó cada asesinato, mató uno a uno a sus hijos, los engañó y los hizo sufrir hasta el último momento. El rumor creció y se hizo tan grande que llegó hasta el mismo infierno. Por su horrible acto ni el mismo diablo la quiso, y por eso mismo la maldijo: no entraría al cielo ni al infierno. Su misión, desde ese momento, sería recorrer el mundo recolectando almas de niños. Para lograrlo, llora en las puertas de las casas donde ellos viven. Si ellos salen, se los lleva y los ahoga.

Así que ya lo sabes: no abras la puerta en la noche. No salgas”.

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Del libro «Cuentos del abuelo para no dormir». Editorial Casatomada, 2021

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