«La cripta», una historia de Daniel Salvo

El escritor peruano Daniel Salvo nos entrega una historia terrorífica donde una familia que visita la cripta de la abuela se encuentra con que esta ha sido abierta.

Publicado

25 Oct, 2021

La voz estentórea de papá nos despertó, pese a que era domingo y aún no había salido el sol. Hoy tocaba visita familiar a la cripta de la abuela, una aburrida reunión en la que debíamos participar todos, tanto la familia como las mucamas, los criados y los choferes. Para darle más empaque, solíamos llevar incluso a un grupo de chiquillos que traíamos de nuestras haciendas, que llegaban con o sin zapatos, presurosamente aseados y a veces rapados como medida de despiojamiento. Todos debíamos vestirnos y hasta perfumarnos de la mejor manera posible para el que se suponía era un gran acontecimiento, pero la verdad era que todos odiábamos perder el domingo en algo tan aburrido. Sin embargo, la visita a la cripta de la abuela era una tradición familiar, que seguramente yo continuaría en el futuro.

Me puse las mismas ropas de domingo que también utilizaba para asistir a los servicios religiosos. Nuestra familia era una de las más conocidas y tradicionales de la ciudad, y a pesar de mi corta edad, ya estaba al tanto de cómo comportarme en los templos, museos y similares. El desayuno transcurrió en medio de un silencio sepulcral.

La cripta que íbamos a visitar pertenecía a nuestra abuela por parte de madre, quien en vida siempre le había increpado a su hija el haberse casado con alguien como mi padre. No era cuestión de dinero, puesto que mi padre era uno de los hombres más ricos de la ciudad, pero no descendía de las familias patricias cuyos apellidos adornaban la mayoría de calles y monumentos. La visita a la cripta de la abuela era fuente de constantes discusiones y rumores, tanto entre los miembros de la familia como entre la servidumbre.

Los vehículos que nos transportaron – sólo los de carrocería negra, esta vez – llegaron al cementerio más rápido de lo previsto. Los criados tardaron lo suyo en apearse y montar los arreglos florales y demás paramentos para la inmensa cripta de la abuela, la cual ocupaba un lugar central en el cementerio. Paradójicamente, hacía un hermoso día soleado.

La cripta, cuyo exterior era de alguna clase de piedra gris, consistía en un edificio de forma circular, cuya entrada estaba situada a varios metros por debajo del nivel del suelo. Una larga rampa descendente la rodeaba, la cual conducía a una puerta de acceso de oscura madera labrada. Como siempre, fue mi madre quien usó la pesada llave que abría su cerradura. Tras su apertura, mis padres se situaron uno a cada lado de la puerta, para controlar así que todos entrasemos a la cripta, lo cual hicimos con aire de circunstancias.

El interior de la cripat nunca dejaba de asombrarme. Paredes circulares de mármol blanquecino y brillante, placas metálicas y trofeos colocados en sendos pedestales, flores resecas de la última visita… Y en medio de todo, el obelisco con la lápida de bronce que constituía propiamente la tumba de la abuela, enclavado en lo más profundo de un foso circular. 

Los criados encendieron los cirios que habíamos traído al efecto, cuya función era más de adorno que otra cosa, dado que la cripta contaba con un eficiente sistema de iluminación eléctrica. Poco a poco, mientras ocupábamos nuestras respectivas ubicaciones, el silencio se iba apoderando del recinto. Alguien corrió unos cortinajes. Con mis padres y hermanos ya listos, nos aprestamos a la ceremonia.

Llegó el momento: mi padre, ahogando un suspiro, se situó junto al obelisco, para luego inclinarse sobre la lápida de la abuela, a la que dio tres golpes con el puño cerrado, los cuales resonaron gravemente en el silencio helado que se había hecho dentro de la cripta.

En medio de aquel pesado silencio, oímos una tos seca que provenía del interior del obelisco, y luego, un ruido similar al que harían unos dados rodando sobre piedra. Luego, se oyó como si alguien dijera algo ininteligible repetidas veces, una especie de gorgoteo que lenta pero constantemente se iba elevando en volumen e intensidad.  Nuevamente, se hizo un silencio total, el cual fue roto por tres furibundos golpes propinados desde el interior de la tumba. Mi padre, muy serio, volvió a inclinarse para empujar la lápida, la que giró sobre unos ocultos goznes, al tiempo que emitía un incómodo chirrido que sentí hasta mis huesos. La tumba estaba abierta.

Un hedor indescriptible, una especie de mezcla de alcanfor con carne podrida, se dispersó por el lugar. También notamos una breve humareda verdosa que salía de la oscura oquedad de la cual ahora emergía arrastrándose nuestra abuela.

¡Cuánto había cambiado! Su cabeza era ya una calavera totalmente limpia, y había perdido manos y pies, por lo que a duras penas podía sostenerse sobre los muñones de sus extremidades. Sin quererlo, el verla moverse de esa manera producía un efecto más bien ridículo que contrastaba con la solemnidad de la ceremonia, lo que motivó la risita nerviosa de uno de los criados, que fue acallada con una mirada furibunda de mis padres. La abuela, indiferente a nuestra presencia, emergió por fin del todo, sentándose con la espalda apoyada en el mármol del obelisco dentro del cual había estado hacía apenas unos instantes. Durante un buen rato, movió espasmódicamente la mandíbula, como queriendo decir algo. Mientras tanto, todos guardábamos un respetuoso y temeroso silencio.

La visita se acercaba a su fin, como pude notar en los rostros nerviosos de mis familiares y de nuestros criados. Todos miraban en silencio y con ansiedad hacia mis padres o hacia la abuela, cuya mandíbula no cesaba de moverse. 

Repentinamente, sentí que alguien me tomaba de las axilas y me levantaba en peso, llevándome directamente hacia la abuela, cuyas mandíbulas se movían cada vez más rápida y descoordinadamente, y que, a la sazón, había conseguido elevar hacia mí sus esqueléticos brazos, hacia los cuales me empujaba mi propio padre, que hacía caso omiso de mi llanto y de mis pataleos:

– ¡Esta vez te toca a ti! – exclamó jubiloso, en medio de los suspiros de alivio de todos los demás, incluida mi madre. Lo último que oí, antes de perder el sentido, fue que alguien descorchaba una botella de champagne

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Daniel Salvo (Ica, 1967). Difusor e impulsor del género de ciencia ficción en el Perú, ha escrito cuentos de ciencia ficción, fantasía y terror que han sido traducidos a varios idiomas, y publicados por la editorial Altazor en 2014 bajo el título “El primer peruano en el espacio”. Editor del blog “Ciencia Ficción Perú” (2002-2015) y “Crónicas de Futuria”, dedicados a la ciencia ficción, fantasía y terror. Publicó la columna “Mundos imaginarios” en el Diario El Peruano, sobre literatura fantástica. Sus cuentos suelen extrapolar tendencias actuales en la sociedad peruana y su eventual impacto en el futuro, además de incorporar temáticas del Perú prehispánico. Influenciado por Isaac Asimov, H.P. Lovecraft y el escritor peruano José B. Adolph, asume sin complejos la “etiqueta” de escritor de ciencia ficción.

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