Escribe Luis Eduardo García
Las novelas se gestan en una región profunda y enigmática que está más allá de las palabras y la racionalidad. Los novelistas son, en este sentido, seres disociados, esquizofrénicos, capaces de desdoblarse y crear criaturas imaginarias con vida propia. Seres conscientes de que no son una unidad, sino muchos seres. Un “drama en gente”, según Fernando Pessoa. En La loca de la casa, Rosa Montero cita a Vila Matas: “A veces tengo la impresión de que surjo de lo que he escrito como una serpiente surge de su piel”; y a William Faulkner: “Un novelista es un hombre que oye voces, lo cual lo asemeja con un demente”.
Mucho antes de que Mario Vargas Llosa desarrollara en su libro García Márquez: historia de un deicidio su teoría de los demonios, escritores como Rudyard Kipling y Robert Louis Stevenson hablaron de algo semejante para explicar de dónde provenía su fuerza creativa.
De la inspiración y otros demonios
Rudyard Kipling llamaba daimon , demonio, a una criatura tutelar, a un espíritu intermediario que lo conectaba con el más allá y le dictaba las historias que escribía. “ Cuando vuestro daimon lleve el timón, no tratéis de pensar conscientemente. Id a la deriva, esperad y obedeced”, aconsejaba este escritor a los jóvenes que le consultaban.
Robert Louis Stevenson hablaba de los brownies o duendecillos. Según él, estos seres soñaban las novelas por él y se las contaban al oído. Por cierto, eran tan independientes que no lo mantenían al tanto de lo que imaginaban, como si el escritor solo fuera su marioneta. Rosa Montero sostiene que todos los narradores, al margen de su mayor o menor talento, tienen en algún momento la sensación y la certeza de que la novela la ha inventado otro, un ser distinto al autor. Un médium, en otras palabras; alguien que opera en la mente del narrador acarreando de un lado para otro información reveladora.
En los años setenta, Mario Vargas Llosa desarrolló su teoría de los demonios y la idea del escritor como un deicida. Con la primera, se refería a que las novelas se escribían porque de este modo los escritores exorcizaban los demonios que los atormentaban y obsesionaban hasta la saciedad. Los demonios eran en buena cuenta las experiencias personales que los narradores cargaban como una culpa que debían expiar a través de la escritura. De este modo, el escritor no solo liberaba a sus criaturas, sino que asesinaba a Dios (era un deicida) para suplantarlo y crear así una especie de universo paralelo.
El crítico Ángel Rama criticó abiertamente estos postulados de Vargas Llosa y los calificó como anacrónicos, románticos, negativos e irracionales, propios de una estética antigua, que, además, no se correspondían con el momento histórico y la creación artística en Latinoamérica. Si bien, las tesis de Vargas Llosa no eran propiamente teorías ni menos podían aplicarse a todo fenómeno literario, no dejaban de ser ilustrativas, en tanto explicaban de manera simbólica la gestación de las novelas como consecuencia de esos ‘demonios’ que se imponían como una fuerza irracional, como un mandato contra el que nada se podía. Más que un vacío epistemológico, se trataba más bien de metáforas de la creatividad literaria. Y así debieron ser consideradas, creo.
En realidad, la gestación de una novela es el resultado de la tensión entre el pensamiento racional y la conciencia del yo, por un lado, y la creatividad, por otro. Los dos primeros tiran de una cuerda que representa el equilibrio y el orden; y la tercera, de una cuerda que simboliza a una fuerza ciega e inexplicable. “Escribir, en fin, es estar habitado por un revoltijo de fantasías, a veces perezosas como las lentas ensoñaciones de una siesta estival, a veces agitadas y enfebrecidas como el delirio de un loco. La cabeza del novelista marcha por sí sola: está poseída por una especie de compulsión fabuladora, y eso a veces es un don y en otras ocasiones un castigo”, afirma Rosa Montero.