Día del Padre: Hacer el ridículo con afecto

Ser padre es un asunto complejo, máxime si lo eres a los cuarenta y tantos. Y, sin embargo, se aprende. En este día del padre una reflexión interesante sobre la paternidad y el amor.

Publicado

16 Jun, 2024

Escribe Luis Eduardo García

UNO

Desde hace algún tiempo me había resignado a no ser padre y a sobrellevar con cierta dignidad una extraña vocación de solitario. En la preservación de este camino personal —que la mayoría de amigos y conocidos juzgaba mal y hasta con cierta sorna— renuncié a una serie de costumbres y hábitos sociales que a mí siempre me parecieron forzados y contrarios a mis intereses.

Lo normal es tener una familia, una casa, un porvenir. Yo había decidido solo tener un porvenir y hacer a un lado los roles sociales que todo ciudadano debe seguir para ser respetado y respetable. Y mi futuro —júzguenlo si quieren, egoísta— pasaba por convertirme en alguien dedicado a tiempo completo a actividades «superiores»: escribir, leer y enseñar. La crítica más ácida de mi modo de pensar era mi madre. Ella decía que mis libros —no importa si de escaso tiraje y lectoría―la llenaban de orgullo porque eran como sus nietos, pero que ese orgullo podía ser el doble si yo algún día lograba procrear hijos de verdad.

Paralelamente me había trazado un plan: darle la espalda al amor (mejor dicho: no volver a enamorarme) y alcanzar eso que algunos artistas llaman el «absoluto poético»: un estado de gracia que algunos iluminados han alcanzado y que bien podría consistir en la creación de una metáfora poderosa o en la escritura de un mensaje que todos anhelan compartir, pero no saben expresar de manera original.

Dicen que los ideales se acaban cuando se vuelven realidad o cuando no pueden volverse realidad. Por un lado, yo estaba convencido que después de haber demostrado ser un completo fracaso en las relaciones sentimentales lo más lógico era llevar una vida independiente. Y por otro, que tener un hijo o hija significaba abandonar mi propósito de alcanzar la revelación que el arte le tiene prometido a sus seguidores. En ambos casos, mis anhelos no alcanzaron a convertirse en realidad.

La verdad es que mi «plan» fracasó el día que conocí a Natalie y a la hija que ambos hemos engendrado con mucho amor: Luciana. Las dos derrumbaron —a su estilo— mi seguridad, mi soltería empedernida, mi negativa a descubrir que los niños representan un mundo que se vive y no se racionaliza. Su madre lo sabía hace mucho, y yo recién lo alcanzo a comprender. Aceptarlo ―aún cuando lo deseara en lo más profundo— me ha costado un extraño desdoblamiento: la mañana en que me dijeron que acababa de nacer Luciana mi pensamiento ardía de supuestos (la teoría es así de tramposa), mientras que mi cuerpo era atacado por vómitos y diarreas. Cuando fui a Emergencia para que me atendieran, me dijeron todo era obra de mis nervios, de un espejismo de mis miedos más recónditos. La paternidad es somática, por si no lo saben.

Así es que cuando yo creía al amor más alejado de mí, este aparece como un tren a toda máquina y me pasa por encima. Y cuando estaba más seguro que nunca de que la paternidad no era una de mis cualidades, Luciana surge como un punto de luz en el horizonte y tuerce el destino ―mi destino— que yo imaginaba apartado de toda obligación social y marital. Esto es como quitarme de encima el chip de una vida pasada, como empezar de cero, como volver a nacer.

Ahora que veo a Luciana junto a su madre en la cama del hospital donde ha nacido, ahora que la escucho llorar de hambre, entreabrir los ojos y ganarse con sus pocas fuerzas un lugar en este mundo huraño y patas arriba, me asalta otra vez la energía con la que antes solía perseguir el «absoluto poético», solo que esta vez siento que he fracasado mucho antes de haber empezado. En realidad, por ahora no hay nada que perseguir o buscar. Luciana es, en este mismo instante, la única y verdadera poesía, la que tanto tiempo me resultó imposible escribir.

El destacado poeta y periodista piurano, con su pequeña hija.

DOS

Ser padre es un asunto complejo, máxime si lo eres a los cuarenta y tantos. La paternidad supone no solo engendrar, sino también asumir una cualidad en la que se conjugan amor, responsabilidad y respeto. Se concibe en absoluta libertad, pero se cría bajo parámetros sociales bien establecidos.

Lo más arduo de ser padre consiste en no saber nunca si es que estás ejerciendo bien tus deberes y derechos. Como en el poema de Antonio Cisneros sobre el amor, se podría decir que la paternidad es difícil, pero se aprende (haciendo). No hay decálogos, guías, recetas ni psicólogos que te señalen el camino correcto. No los hay, aunque los demás ―sean padres o no― siempre se inmiscuyen en tus asuntos paternos.

Cuando no tenía hijos, las voces “experimentadas” me aconsejaban que me apurara porque de lo contrario lo que iba a engendrar no eran hijos sino nietos. ¿Y qué?, me decía siempre. Y otra vez los metiches aparecían con sus exhortaciones sobre la mejor edad para tener hijos. Yo tuve después una hija, no por ellos sino por mí mismo.

Me había resignado hace tiempo a no ser padre y sobrellevar con dignidad mi soltería. En la preservación de este camino personal renuncié a una serie de costumbres y hábitos sociales que a mí me parecían forzados y contrarios a mis intereses; por ejemplo: hacer las cosas únicamente porque los demás lo creían o querían.

Ser padre a los cuarenta

Es verdad que a los cuarenta y tantos ya no tenemos la misma agilidad y los mismos reflejos para criar, aunque sí mucho entusiasmo y amor. Por Luciana, mi hija, me monto en carros chocones, me coloco vinchas multicolores en la cabeza, me enfundo en trajes de superhéroes, bailo con mis dos pies izquierdos, me subo a un columpio, escribo cuentos de aventuras y terror y, más de las veces, hago el ridículo con afecto. Hacer el ridículo con afecto significa realizar, por exceso de amor, rarezas o extravagancias que causan risa.

Por los hijos, además del ridículo, un padre hace lo que sea para estar mejor de salud, prolongar nuestras vidas e imaginar escenarios futuros a su lado. No todo se puede, sin embargo todo se intenta. Gracias a Luciana ahora leo más que antes (subrayo y anoto los libros para que ella los descubra cuando sepa leer), subo escaleras con cierta agilidad y lidio con el escepticismo que llevo desde siempre. No basta con ser padre, también hay que parecerlo.

Desde hace cuatro años soy padre y todavía los metiches siguen con sus exhortaciones y consejos. Y también con sus comentarios inoportunos: «Apúrate, ten otro hijo para que Lucianita no se sienta sola»«Cuando tú tengas 60, ella va a tener diez» y así por el estilo. Hay otros que, por irónicos, son más crueles de lo debido: «A ver, a ver. No se parece mucho a ti». Ni lo peliagudo de la paternidad ni menos las exhortaciones y consejos ajenos me quitan el sueño. Siento que valió la pena esperar lo suficiente. En realidad, mi único temor es que no esté a la altura del aprendizaje de mi hija. La velocidad a la que corren sus pensamientos es pasmosa; sin embargo, así andamos, a trancas y barrancas en pos de su estela de luz. Podría faltarme el tiempo, pero estoy seguro de que el amor nunca.

Ser padre es siempre una exuberancia sentimental.

Luis Eduardo García
Luis Eduardo García (Chulucanas, Piura, Perú, 1963) Poeta, narrador y periodista. Es docente de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Privada del Norte de Trujillo. En 1985 ganó el VI concurso “El poeta joven del Perú” y en el 2009 el Tercer Premio del Concurso Internacional Copé de Poesía. Ha publicado cuatro libros de poesía: Dialogando el extravío (1986), El exilio y los comunes (1987), Confesiones de la tribu (1992) y Teorema del navegante (2008); dos de cuentos: Historia del enemigo (1996) y El suicida del frío (2009); y uno de crónicas, ensayos y entrevistas: Tan frágil manjar (2005). El lugar de la memoria (2023) premio de novela breve del BCR. Mantiene desde 1986 una página de reseñas y comentarios literarios en el suplemento dominical del diario La industria de Trujillo.

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