«El castigo», de Eduardo Sacheri

Con humor, emoción y gran conocimiento de los sentimientos y las relaciones humanas, Eduardo Sacheri plasma en sus cuentos conflictos vitales de hombres y mujeres de nuestro tiempo enfrentados a situaciones que transcurren en el barrio, en la calle o en la cancha, hablándonos de la amistad y el amor, la gratitud y la venganza, la lealtad y la traición, las pérdidas y la esperanza.

Publicado

23 Sep, 2021

«Ya vas a ver cuando venga tu padre.» Las palabras de la mujer habían barrido como un viento helado el alma del chico. Ahora, sentado en la bañera blanca de patas gruesas y destartaladas, el chico destilaba las gotas ácidas de la angustia. Ya se había bañado. Breve, velozmente, para ahorrar el gas del tubo, como siempre le señalaba su madre. Había cerrado las canillas, pero la de agua fría estaba mal reparada y dejaba escapar gruesos gotones parsimoniosos. El estallido de las píldoras de agua le salpicaba de mil gotitas heladas las puntas de los dedos de los pies. Tenía la cabeza gacha, rendida en el hueco que, como una jarra, formaban sus brazos en torno de las piernas flexionadas. No tenía ánimo de levantarse.

El temor de los que se le venía encima se mezclaba con la rabia impotente de los acababa de sucederle. Cerraba los ojos con fuerza imaginando una vez y otra que en lugar de doblar por Gorriti hacia el campito del Arroyo seguía hasta Honduras para buscar algunos buenos cantos rodados para la gomera, en la obra nueva. Porque a esa hora de la siesta, de ese miércoles de enero tórrido, por Honduras no pasaban ni los perros, y él no se habría cruzado con los García; como sí se los cruzó apenas doblando la esquina por Gorriti.

Después del incidente había caminado hasta su casa pensando en la cara de su madre, en las palabras de ella, y en las explicaciones que iba a intentar darle. La última cuadra la había caminado a paso de oruga, recitando varias veces la versión de los hechos que, a fuerza de repetirla, había terminado por parecerle suficientemente sólida y exculpatoria. Pero cuando pisó el zaguán, y la penumbra fresca lo arrebató al sol inclemente de las cinco, e intuyó a su madre cosiendo en la salita lo ganó una tristeza súbita ante la inminencia de mentir. Se acordó de la única paliza que le había propinado su padre, cuando él había mentido sobre la rotura el macetero de malvones. Y le surgió en las tripas una necesidad urgente de decir la verdad.

Cuando entró a la salita y su madre levantó la vista y enarcó las cejas en un gesto que primero fue interrogativo y después fue incrédulo y por último fue colérico, se le cruzaron las ideas y se le trastocaron las palabras y se largó a tartamudear. Hacía meses que no le pasaba, eso de tropezarse con su propia lengua. Y ese día, la pucha, dos veces al hilo. Odiaba ese defecto. Y presentía oscuramente que su madre también lo odiaba. Por eso resopló y se quedó callado. La mujer se incorporó de un brinco y dio una vuelta en torno de la figura maltrecha de su hijo. El chico esperó con los ojos bajos que terminara la avalancha inevitable de «¿Qué pasó? Mirate cómo estás. No lo puedo creer. ¿Adónde te metiste? ¿No te he dicho mil veces? ¡Dios mío, y ahora qué hacemos! ¡Explicate, por Dios! ¡Contestame, me cacho! ¿Qué pasó?». El chico inició algún que otro ensayo de respuesta. Pero la lengua se le hacía un nudo doliente contra el paladar, y terminaba callando.

Cuando por fin la mujer terminó de inspeccionarlo, y se quedó mirándolo de frente con las manos en la cintura y el gesto furioso, él decidió que no quería tartamudear nunca más delante de nadie más. Empleó la única técnica que conocía para ocultar su defecto: contestar la verdad en frases cortas, telegráficas, y sin apresurarse, clavando los ojos en un punto situado apenas por encima del hombro de su interlocutor y tratando de evitar las sacudidas de cabeza hacia los lados y los resoplidos.

—Me peleé.

—¿Cómo que te peleaste?

—Con unos chicos.

—¿Cómo que con unos chicos? ¡Mirá en qué estado estás! ¡La única, Dios mío, la única ropa presentable que tenés y mirá cómo la has dejado! ¿Con quién? ¿Cómo te peleaste? ¿Por qué?

—Con los García.

—¡¿QUÉ?!—. La pregunta vociferada por la madre, su rostro incrédulo, el rojo súbito de sus mejillas, le indicaron al chico que acababa de internarse en la tempestad.

—¡¿Cómo?! ¡¿Cómo?! —la mujer repetía la pregunta como si no hubiese respuesta posible a semejante interrogante.— ¿Cómo se te ocurre? ¿Estás loco? ¿No sabés…? —la mujer se ahogaba en una mezcla de rabia y de incredulidad.— ¡¿No sabés lo que puede pasarnos?! ¡¿Estás loco, mocosos del demonio?! —la mujer iba alzando la voz, y la desesperación la envolvía más y más como en gasas pegajosas.— No… No… —había empezado a caminar por la sala con pasos de autómata. Cuando se topaba con un mueble giraba en ángulo recto y seguía andando hasta el próximo obstáculo. El chico al verla se acordó de un soldadito de cuerda que había visto en la vidriera de la Juguetería Colón, y que hubiese querido comprar aunque costaba una fortuna, pero estaba demasiado turbado como para sonreírse ante el parecido. Por fin se detuvo y lo encaró:— ¿Entendés? ¡¿Pero vos entendés lo que hiciste?!

Entendía. Seguro que entendía. Por eso sentía que ahora, en frío, la angustia iba reemplazando a la rabia que había experimentado un rato antes, durante la siesta. Él no había tenido mejor idea que trompearse con los hijos de García, el almacenero de Bonpland y Niceto Vega, donde ellos compraban fiado con la libreta. El padre del chico cobraba por quincena, y la primera del mes se le iba casi enterita en el alquiler de la casa. Por eso la madre tenía que hacer malabares para parar la olla. El chico lo sabía bien porque lo habían educado en la severa austeridad de una pobreza digna. Y porque a fin de mes la mujer lo mandaba a él a comprar para que García no se pusiese estricto con la deuda acumulada en el cuaderno grasiento que guardaba bajo la registradora. Pobre su madre. No sabía que el viejo lo miraba como si fuese una cucaracha y le decía: «Mirá, mocoso, mejor que venga tu viejo y se ponga a más tardar el sábado porque ya se recontrapasaron con la libreta. ¡Que se ponga!, ¿está clarito?». Él decía sí, está bien, pero en la casa no contaba nada. Porque sabía que igual su padre cancelaba la deuda de pasada de vuelta del trabajo, el mismo día de cobro. Y el chico no quería que sus padres intuyeran la vergüenza y el asco de sí mismo que le provocaba la mirada réproba del almacenero. Por eso decirle a su madre que acababa de pelearse con los hijos de García era más o menos como informarle que un meteorito gigante iba a impactar en el planeta Tierra, justito en la zona de Palermo.

La madre volvió a mirarlo, mientras hacía el inventario mental de las consecuencias del suceso. Las consecuencias visibles eran de por sí funestas. Su única camisa decente desgarrada en la espalda en un siete gigantesco. Los pantalones rasgados en la entrepierna y manchados de pasto y barro en las rodillas. El mocasín derecho con la media suela bailando despegada del cuero. No habría manera de reponer el vestuario en menos de cinco meses (y eso contando con que la madre siguiera recibiendo changas de costura). Pero las consecuencias más terribles serían las otras. Una posibilidad sería buscar otro almacén en las cercanías, pero no sería fácil lograr nuevamente crédito hasta el cobro de la segunda quincena. Otra posibilidad era pasar hambre y pagar al contado cuando hubiese con qué, pero era demasiado terrible para siquiera considerarla. La última opción, la más razonable, la más acertada, la más odiosa para el chico, sería concurrir al almacén junto con su madre, a pedir disculpas y a tolerar la cólera del propietario por el vil ataque perpetrado contra su descendencia. Pero ni siquiera esta posibilidad aseguraba que las cosas volviesen a ser como antes. ¿Y si García se hacía el ofendido? ¿Y si disfrutaba esa miserable venganza de dejarlos en banda?

Cuando la mujer terminó de recorrer su propio laberinto mental lo miró con una expresión que abandonaba la cólera pero que se internaba en la mucho más dolorosa del rencor, el despecho y el desengaño. Hizo un movimiento con la cabeza en dirección al baño para indicarle al chico que fuese a sacarse la mugre. Y como sentencia final pronunció aquello de «vas a ver cuando venga tu padre» que siguió martillando en la piel del chico mientras se frotaba las magulladuras y se raspaba con la uña las costras de barro.

¡Ay!, ¡si hubiese tomado por Honduras! ¡Si solamente hubiese doblado por Honduras en lugar de doblar por Gorriti! Esos dos imbéciles no lo hubieran visto venir desde el tapialcito de su casa. Y no le hubiesen dado charla. Y no lo habrían desafiado a patear esos penales. Ahora él estaría sentado en la salita tomando la leche y escuchando la radio. Y el padre le daría después de cenar el libro con los grabados de los animales de la selva. Todo en colores. De tapas duras. Una maravilla. Pero ahora nada. Porque no había seguido hasta la calle Honduras. Tarado, retarado, recontratarado. ¡Si le faltaban piedras para la gomera! ¡Si en la obra de la vuelta había un montón de canto rodado que se le escapaba a la vereda, y no te decían nada si te agarrabas un puñado! Pero no. ¡Fue tan boludo de doblar por Gorriti para ver si en la canchita del Arroyo había algún picado! ¡Para ver nomás, porque, con esa ropa, jugar ni mamado! Pero ahí estaban estos dos estúpidos, en el tapialcito. Diciéndole vení, jugá, y él que no y los otros maricón, maricón. Y el chico ahora se mordía los labios de la bronca mientras desde el fondo de su desolación se miraba los pies salpicados de las gotas que caían desde esa canilla necesitada de un cambio de cuerito. Él sabía que eran dos estúpidos, dos muleros. Pero le dijeron maricón, nenita, y se tuvo que quedar. Y sabía, cuando el García grande, que tiene como quince, le dijo que él era el árbitro, que lo iban a trampear. Pero ¿qué iba a hacer?, si ya estaba ahí. Y sabía que cuando él ganara en los penales al García chico, el otro lo iba a bombear, y que él se iba a calentar. Pero supuso que la cosa iba a terminar con un par de puteadas y listo, como siempre. Pero fue un idiota.

El sonido de la puerta de calle lo sacó de sus angustiadas cavilaciones. Sintió la voz de su padre. Escuchó de inmediato los grititos contenidos de su madre. El chico pensó que estaba sonado. Si su madre hubiese esperado un poco. O si él hubiese estado presente como para mechar alguna excusa. Pero no. Ahí escuchaba con claridad el sonido de una silla de la sala en la que su padre ese estaba sentando, entendiendo que el asunto venía espeso. Ahí volvían en oleadas los chillidos agitados de su madre, que iba acalorándose a medida que contaba.

El chico se incorporó. No sintió miedo, pero sintió tristeza. Se prometió no llorar, porque ya tenía doce. Se secó con rapidez. Dejó la toalla bien extendida como le habían enseñado. Fue a su pieza. Su madre había dispuesto una muda de emergencia. El chico se vistió con desgano. La camisa le sobraba por todos lados porque era de su padre. El pantalón corto era de sarga y le picaba, pero supo que debería usarlo todo el resto del verano. La madre le había dejado a manos las chancletas. Él sabía que existía otro par de zapatos que a su madre le habían dado en la parroquia. Pero evidentemente ella estaba dispuesta a mortificarlo con ese atuendo de croto. No se animaba a salir de la pieza a preguntar nada. Tal vez otro día. Terminó de vestirse y se peinó sin chistar.

Salió de la pieza. Escuchó el trajinar de su madre en la cocina. Caminó hacia la salita. Se detuvo en la puerta. Su padre estaba de pie, vuelto hacia la ventana que daba a la calle. Vestía el riguroso traje negro que su esposa planchaba todos los domingos, invierno y verano. El chico tosió y el padre se volvió a mirarlo. Su expresión era dura. Se sentó en el sillón, en la parte más alejada y oscura de la sala.

—Pase —ordenó. El chico notó con pesar la frialdad de su trato. Usualmente su padre lo tuteaba, salvo esas ocasiones tenebrosas.

Obedeció, acercándose al centro de la habitación, pero se detuvo a prudente distancia del hombre que lo miraba desde la penumbra.

—Su madre me contó lo sucedido. —El chico sintió de nuevo deseos de llorar pero volvió a jurarse que no iba a hacerlo. Le dijeran lo que le dijeran. Aunque su padre le pegara unos chirlos, como aquella vez del macetero de malvones. Llorar iba a ser como darles el gusto a los García, y no estaba dispuesto a concederles semejante regalo.

—¿Quiere decir algo más? —El tono de voz era el mismo.

—No, padre.

—¿Está seguro?

—Sí, papá.

Se hizo un prolongado silencio. El chico notó que en la cocina los sonidos también habían cesado. El padre, evidentemente, quería escuchar las cosas de sus propios labios, porque insistió en preguntarle.

—¿Por qué no me cuenta cómo sucedieron las cosas?

El chico suspiró y decidió obedecer. Habló con frases cortas, repitiendo la receta para no tartamudear que había empleado más temprano con su madre. Contó de su salida a la hora de la siesta. La recomendación de su madre de no jugar a la pelota con esa ropa. El encuentro con los García y el desafío que le habían tirado en la cara. El padre lo escuchaba sin interrumpirlo. El chico terminó contando la mula que metieron los hermanos cuando él le ganó al más chico en los penales.

—La pelota entró clarita pero esos dos dijeron que había salido, que había pasado por afuera del palo. Y es mentira porque picó justito en la línea, tres adoquines adentro del cascote que pusimos para el arco.

—¿Y entonces?

—Y entonces yo me empecé a ir porque me di cuenta que me estaban metiendo la mula.

—¿Y nada más?

El chico dudó. Se mordió el labio y decidió seguir.

—Y yo les dije de todo y ellos también me insultaron. Pero igual me iba, se lo juro.

—¿Y por qué volvió?

—Porque insultaron a mamá, a los gritos.

—¿Y luego?

—Y como vieron que yo me calentaba siguieron con eso, dale que dale.

El padre no habló. Pero el chico, que a medida que hablaba recuperaba sus sensaciones una por una con una nitidez absoluta, siguió hablando.

—Y ahí, cuando me calenté, empecé a tartamudear. Y ellos se reían. Y cuanto más los oía más nervioso me ponía y más me trabucaba y más se reían…

El chico dejó el comentario inconcluso. Sus mejillas estaban encendidas. Confesar su debilidad era, tal vez, la peor parte de todo aquello. Pero no quería que su padre pensara que era un compadrito que se andaba trompeando por ahí como si nada, arruinando la ropa y dejando a la familia mal parada en el almacén donde a uno le fían.

—¿Y ahí fue cuando usted los trompeó?

—No, yo no quería. Aparte ellos eran dos. Y el más grande tiene como quince años.

—¿Y cuándo cambió de idea?

El chico pensó en no contestar. Tal vez su padre terminara de enojarse del todo. O saliera la madre de su escondite en la cocina a exigir una severidad extrema en el castigo.

—Le hice una pregunta.

—Porque empezaron a decir cosas feas…

—¿Más feas que insultar a su madre?

El chico se frenó en seco. Había metido la pata hasta el cuadril. Ahora sí que estaba sonado. Pero no había salida. Callar ahora no iba a ahorrarle ningún tormento.

—No, pero… distintas.

—¿Qué le dijeron, entonces?

El chico se tomó un largo minuto para contestar. No le gustaba insultar en su casa pero finalmente lo dijo todo de un tirón para no correr el riesgo de trabarse.

—¡Que todos los de San Lorenzo son unos tartamudos y unos pelotudos!

Cuando terminó la frase volvió a sentir el calor en las mejillas y la rabia en los puños cerrados y volvieron a asaltarlo los mismos deseos salvajes de llorar como loco, pero nuevamente se contuvo. No iba a llorar delante de su padre.

—¿Y ellos de qué cuadro son?

—Son de Boca, como usted, papá. Pero usted es distinto.

El chico no explicó más. Lo único que quería era que lo mandaran de una buena vez a la cama, con la cola caliente o sin ella pero que de una vez lo mandaran. Pero el padre, evidentemente, aún no había terminado.

—Así que usted se peleó con dos muchachotes como los hijos de García porque le dijeron eso…

—Sí, papá.

—¿Y qué edad tienen esos dos?

—El grande quince y el chico trece, papá.

El chico miraba hacia la puerta de tanto en tanto, como queriendo acercarlo con los ojos.

—Comprendo… comprendo.

El padre calló. Su tono de voz seguía llevando adherida esa severidad oscura que había tenido durante toda la charla. El chico intuyó que ahora se le armaba la podrida. Acababa de crear un incidente de terribles consecuencias porque no había tolerado la calentura de que lo insultaran como lo habían hecho. Encima, pensó, la cosa iba a ponerse peor cuando fueran por el almacén. Porque el García grande le había pegado unas cuantas piñas, es cierto, pero también unas cuantas le había devuelto. Y al García chico él le había metido un directo al ojo que lo había sentado en la vereda, y el muy maricón se había ido llorando a su casa. Así que el almacenero se iba a poner bravo, la pucha.

Pasaron varios minutos que al chico le parecieron hechos de piedra. Por fin entrevió la figura de su padre incorporándose de su asiento. En el silencio escuchó el roce del traje negro sobre la pana del tapizado. El rostro permanecía en las sombras. El chico entrecerró los ojos, temeroso.

El padre caminó despacio hasta la cómoda ubicada a un lado de la ventana, y abrió el primer cajón. El chico temblaba mientras su padre hurgaba entre los trastos. Por fin halló lo que buscaba. Se escuchó el sonido inconfundible de un cofrecito de porcelana al que se le levanta la tapa.

—Venga para acá.

La voz del padre era serena. El chico obedeció.

—Tenga. —El padre extendía algo hacia las manos del chico. Cuando lo asió, comprendió que se trataba de un billete.

—Esos pesos son para que se compre una camisa nueva.

La voz del padre sonaba levemente extraña. El chico no levantó los ojos, pero supo que su padre no le sacaba los suyos de encima.

—Y ahora déjeme felicitarlo por su valor en la pelea.

El chico se sintió aferrado por dos manos fuertes que lo condujeron en vilo hacia el pecho del hombre. Sintió el perfume inconfundible de su padre, una mezcla del sudor y del jabón blanco que usaba para bañarse en las mañanas. También sintió el contacto de un beso sobre su pelo recién peinado. Y después se olvidó de todo eso porque los ojos se le nublaron mientras empezaba a descubrir que uno no sólo llora de dolor o de rabia, sino que a veces uno llora de contento.

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