Escribe Luis Eduardo García
No basta con leer, hay que saber leer. Hay que aprender a elegir, además, los libros que uno lee y, sobre todo, hay que comprometer la vida en cada línea donde posamos nuestros ojos inquisidores. Hay que hacerlo por una razón elemental: la vida nunca será lo suficientemente larga como para aprender todo lo que haga falta.
Qué libros elegimos y en qué momento de nuestras vidas. “Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer no siempre el que tiene mejor vista lee mejor”, afirma Ricardo Piglia en su libro «El último lector». Por esta razón, para evitar el extravío temprano de los lectores se necesita de los guías, de los libros adecuados y de los momentos precisos para meterles diente.
La lectura, dice Alberto Manguel, nos hace quienes somos. Creo que también nos descubre quiénes no somos y quiénes podríamos ser. Pero la lectura es, ante todo, una antropología del hedonismo, una gnosis del placer y del gusto sin ninguna equivalencia en el reino animal. El hombre es diferente al resto de los miembros de la escala zoológica por esto: porque asocia la capacidad de pensar a la espontaneidad del placer.
«La literatura no debe ser obligatoria. Siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro los aburre, déjenlo, no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo… ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad», dijo Borges, el mayor lector de la historia probablemente. Leer es el placer supremo, el disfrute máximo y, por lo tanto, es contrario a toda imposición venga de donde venga.
Al principio, la costumbre era leer libros en voz alta (ahora, si es un acto privado, esto es considerado un síntoma de atraso). Lo curioso es que la escritura hecha sobre papiros, y más tarde sobre pergaminos y códices, no separaba palabras ni distinguía el uso de mayúsculas y minúsculas, ni menos tomaba en cuenta las reglas de puntuación. Es decir, los lectores tenían que aguzar su oído y su comprensión para distinguir las palabras en medio de una sucesión interminable de letras escritas. Para un lector de hoy esto sería imposible; para los del pasado, era cuestión de rutina. Una de las funciones del cerebro es justamente su elasticidad, es decir, su capacidad para adaptarse a diversas circunstancias.
La lectura silenciosa se popularizó recién a partir del siglo X d.C., lo cual no significa que no existieran casos de este tipo de lecturas. San Agustín refiere en sus famosas Confesiones que en el año 383 visitó al célebre obispo San Ambrosio y se sorprendió de que este nunca leyera en voz alta, que era lo ordinario. ¿Cuál sería el ambiente que reinaba en las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo? Seguramente muy ruidoso. Pasar de la lectura oral a la silenciosa fue un paso cualitativo y hedonista fundamentalmente. El objetivo de todo lector es obtener placer y, si no puede directamente, debe crear las condiciones materiales y ambientales para hacerlo. Leer mientras se desayuna, mientras se viaja o mientras se descansa son placeres asociados que hay que cultivar. Lo digo por experiencia.
La lectura, además de un placer, es un vicio, un vicio perfectamente compatible con la pereza y con la audacia que otros vicios requieren, dice Antonio Muñoz Molina. ¿Y cómo se lee mejor físicamente un libro? La respuesta depende, creo, de si somos lectores verticales u horizontales. Los primeros suelen leer de pie o sentados; los segundos, buscan el reposo del cuerpo en una cama, un sillón y hasta en el suelo. En ambos casos hay placer.
Leer y desayunar al mismo tiempo producen un resultado sumamente placentero: lesayunar. Es decir, leer un libro mientras se bebé el café o se engulle un bocado ligero por las mañanas. No hay placer más creativo y hedonista que este.
Creo que fue en un ensayo de Rodrigo Fresán donde vi el neologismo lesayunar. Desde entonces está incorporado en mi diccionario privado. De modo que cada vez que alguien me pregunta en la Universidad donde trabajo a dónde voy, muy suelto de huesos digo: “A lesayunar”. Claro que luego tengo que explicar a los curiosos que se trata del resultado de la suma leer + desayunar.
En realidad, lesayunar designa dos actos muy importantes en mi vida, y supongo que en la vida de muchos. Leer, que es para un poeta lo que el agua para el ser humano; y desayunar, que es entre las tres comidas la más sutil y la forma más elegante de disfrutar los placeres de la vida, quizás porque se trata de lo que ingerimos apenas comienza el día o porque es la menos rígida de todas formas de alimentarnos, el desayuno está asociado a la lectura. Digamos que quien desayuna es relativamente más libre.
No se necesita, como en el almuerzo o la cena, manejar cubiertos, platos, vasos o copas, y además seguir rígidos protocolos y formalismos. Por esta razón, mientras se lesayuna manos, ojos y mente se concentran, a la vez, en el croissant y en la página, en el café y en el pensamiento más penetrante.