El descubrimiento, sobre cómo Liliana Heker escribió su primer cuento

Liliana Heker tenía 16 cuando ya se sentaba a la mesa con Abelardo Castillo en las legendarias reuniones de El Grillo de Papel, en Los Angelitos. Parte de una generación de autores argentinos de los que quedan pocos, la autora sigue dictando sus míticos talleres de escritura por donde pasaron autores como Samanta Schweblin, Pablo Ramos y Guillermo Martínez.

Escribe Liliana Heker

Escribí mi primer cuento por amor propio. Tenía diecisiete años, asistía religiosamente cada viernes a la noche a las reuniones de la revista El Grillo de Papel en el Café de los Angelitos (que no era el engendro turístico que es hoy sino un enorme y viejo café de barrio), atendía, fascinada y muda, a ardientes discusiones sobre socialismo, ortodoxia, existencialismo y literatura y, sobre todo, tuve el privilegio de escuchar, leídos en primera lectura por sus autores, cuentos de Abelardo Castillo y de Humberto Costantini, lo que me provocó una revolución estética y emocional. Pero yo cuentos no había escrito en mi vida, solo textos a los que no habría podido acomodar dentro de ningún género, con excepción de uno —«¿Te gustan las aceitunas?»—, perteneciente a una especie no catalogada que había inventado y a la que denominé «túnguele».

El viernes al que me voy a referir había llevado a la reunión varios de esos textos; Castillo y Liberman me los habían pedido porque pensaban elegir uno para publicarlo en el número cuatro de la revista. Lo cierto es que, entre los muchos desconocidos — al menos por mí— que solían asistir a las reuniones, cayó un poeta al que le decían el Gorrión. Tenía la actitud exacta de varón que se las sabe todas; sin pedirme autorización, agarró mis papeles, que estaban sobre la mesa, y se puso a leer. Al rato, me dijo torciendo un poco la boca: «Sí, está bien, pero eso no es un cuento: en los cuentos la gente fuma, tiene tos, usa sombrero». Quedé fulminada por el odio: yo no le había pedido su opinión, y tampoco había pretendido escribir un cuento. Sin contar con que, de una sola frase, ese gorrión había desbaratado el aura de invulnerabilidad que mi condición de adolescente mujer me venía otorgando en las reuniones. Como no podía hacer lo que realmente quería —darle una buena patada—, el único camino que se me ocurrió para no quedar maltrecha fue demostrarme a mí misma que, si quería, podía escribir un cuento. De lo que se desprendería que el gorrión ese era un perfecto idiota.

Fue así que al día siguiente, sin otro recurso que mi determinación, me senté ante la Royal prestada por el novio de mi hermana y, sin preocuparme por lo que vendría después, anoté «A veces me da una risa». Siempre me intrigó la razón por la cual, ante el aun inexplorado acto de narrar, fue esa la primera frase que acudió a mí; me gusta creer que, en cierto modo, pudo haber sido una anticipación. ¿O no es una especie de risa —no exenta de horror ni de piedad ni de maravilla— lo que a veces me provocan ciertos actos de la gente (incluida yo misma) y me mueve a narrarlos?

La escritora argentina en su casa de San Telmo.

Aun ignoraba que no hay tos ni sombrero que valgan si se desconoce la cualidad de ciertos sucesos de hablar por sí mismos, y que el secreto de un buen cuento reside menos en encontrar esos sucesos que en dar con el modo de volverlos elocuentes. Tampoco sabía que la ficción no es una continuidad en el camino de la escritura: es un salto. Salto que, gracias a aquel poeta-gorrión, yo estaba dando. Arrastrada por el misterio de la frase inicial, iba descubriendo la libertad de hablar con una voz y desde una situación que no eran las mías, el poder de instalar en el mundo una historia que antes no existía. Como si aquellas historias que inventaba dando vueltas en el patio de mis abuelos, o las aventuras que urdía de noche cuando no podía dormirme de tanto imaginar, hubiesen, por fin, encontrado su cauce.

Por supuesto, mientras tecleaba como había soñado que teclean los escritores, no pensaba en esto último que acabo de conjeturar (a diferencia de lo que me pasa con mis otros cuentos, en los que puedo indagar en el proceso de construcción, en este caso solo puedo hacer conjeturas). Simplemente escribía. En algún momento me detuve, un poco sobresaltada. ¿Y ahora cómo sigo?, me acuerdo que pensé. Leí lo último que había escrito. Y ahí ocurrió algo en lo que hoy puedo vislumbrar cierta disposición para la narrativa: me di cuenta de que ese era el final. Un buen final, por otra parte, ya que la protagonista, que ha empezado aludiendo a la risa, termina llorando en la cama.

El cuento se publicó en el número cuatro de El Grillo de Papel y —supongo que porque figuraba mi edad— tuvo una recepción bastante afortunada.

A propósito de esto, voy a contar un episodio que, por varias razones, fue imborrable para mí. Había una fiesta en la casa de Ernesto Sabato. Los dos directores de El Grillo de Papel con sus novias habían sido invitados, y me llevaron también a mí. Cuando Sabato me conoció, dijo: «Leí su cuento; me pareció muy bueno». Lo que no le impidió un rato después, luego que Castillo le preguntara por su hijo Marito, contestarle, mientras me miraba con fijeza: «No me gusta que los chicos vengan a las reuniones de grandes».

Una joven Liliana Heker jugando a boxear con otro grande: Abelardo Castillo.

En esa fiesta estaban Rafael Alberti, María Teresa León, Astor Piazzolla, y otras celebridades. Yo me enteré después; in situ no reconocí a nadie. Pero de pronto se me acercó un hombre y me dijo que él era editor y que, si yo tenía diez cuentos como el que acababa de publicar en la revista, él me editaba un libro. Me dio vergüenza confesarle que ese era el primer y único cuento que había escrito en mi vida. Le dije: «Diez no; tengo cuatro o cinco». Y, puesto que había rendido Química General como voluntaria —apenas terminó el cuatrimestre—, Análisis Matemático I en primera fecha, y tenía por delante un mes completo de vacaciones de invierno, pensé: «En diez días escribo diez cuentos; en los diez siguientes, los corrijo; y me quedan diez días para disfrutar de las vacaciones».

En todo ese mes no pude ir más allá de la primera página de un borrador que, con el tiempo, fue mi cuento «Las amigas». Empezaba a entender que la cosa no iba a ser tan fácil y que, si quería seguir con la escritura, no me quedaría más opción que trabajar. En efecto, no volví a escribir una ficción con ese grado de inocencia o de ignorancia, ni a toparme, de manera impremeditada, con un final, Y no sé si le puse la tapa al Gorrión. Tal vez, laboriosamente, todavía lo sigo intentando.

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