Escribe José Carlos Picón
“Cada mañana, cuando me planto frente/ al espejo, a falta de hierba que recortar o flores que puedan simular/ una sonrisa, rastrillo la grava que me da/ cuerpo, reacomodo las piedras de mis/ ojos y las elevo hacia el cielo raso”. Así inicia Miguel Ángel Sanz su “Jardín zen”.
Con ello damos cuenta que, a pesar de la artificialidad de la vida diaria, hay un ejercicio y un trabajo arduo que inspira al poeta para seguir una senda de sentido. “La clave es detenerse, dejar/ que el camino ondule como una/ sábana de tierra, observar cómo/ se alimenta con los tropiezos ajenos”. Arte poética de la vida estoica, pasear por el jardín zen, resguardar la tranquilidad de quien debe llevar consigo la responsabilidad de ser y brindarse a otros seres.
El trajinar en este camino de restauración le da pie al poeta para apuntar, mediante imágenes, su proceso existencial, más que con emoción, con conciencia despierta. La contención de los versos en los poemas del libro son pequeñas estampas o cuadros con arraigo en una ética personal. Como un maestro frugal comparte la sabiduría de su observación y su pensamiento. Un pensamiento luminoso y ambiguo.
“Como todo ídolo de barro/procuro recoger mis miembros rotos/para pegarlos con saliva”. El ego humano recibe golpes certeros en el cuerpo y espíritu de Sanz. Esta tenacidad y su lucha por una auténtica encarnación de la paz, de la luz, en lo posible, en el marco de una devenir humano imperfecto y transido de emociones y sentimientos ineludibles: “De este cuerpo que incuba enfermedades,/ de este cuerpo que atrae moscas impacientes,/ de este cuerpo retorcido cual pescuezo de/ gallina(…)”.
La vida es un todo que no se fragmenta para ser asimilada, no cabe el énfasis en sectores concretos con daño o emocionalmente sacudidos: “Todo el mundo sabe que la frustración/es parte de una dieta equilibrada”. La mirada en lo efímero, pasajero e insignificante es parte de ese enfoque espiritual, por ejemplo, cuando se refiere a unos niños que están “llevando para casa nada más que/ un puñado de hojas que no les servirán/ de alimento, ni de abrigo, ni tan siquiera/ como escudo el día que vuelva la tristeza”.
Podría interpretarse que Sanz alude a lo invisible y la obviedad como estratagema para identificarse con lo natural y con los ciclos de la existencia. “El mar solo es ingente cantidad de agua/ tapando roca y arena. Los seres que en él/ se esconden no son más fabulosos/ que las cucarachas y las hormigas”. Esta espiritualidad con miras hacia la Unidad está manifiesta en la palabra como seña de la pertenencia a un esquema superior, más allá de lo tangible: “Si Dios recoge los vientos para/ marcharse a otra playa y el sol hace/ hervir el mar a fuego lento, los cuerpos/ inertes se acumularán sobre la arena”.
La conciencia de la finitud también desfila en los textos de “Jardín zen”. “Un cuerpo mortal no puede albergar/ un pozo infinito. Las palabras beben/ del mismo manantial que su dueño”. Existe un espacio para pensar la muerte: “Cuando los ríos subterráneos dejan/ de discurrir en el pecho, la muerte/ llega como una página en blanco/que ya no puede ser escrita”. Sin embargo, la postura del poeta frente a la acción y vitalidad fáctica, a veces colisiona con la meditación y la conciencia: “Hago planes como si navegase por/ un río interminable. Cada mañana me/ convenzo de que su cauce es mi único camino”.
Asimismo, la contemplación es un ejercicio de iniciados que, como Miguel Ángel, recurren a la poesía para dar en ofrenda su comprensión de las cosas y su entendimiento: “Contemplar el comportamiento del fuego,/ ver cómo se alimenta hasta dejar sobre la/ piedra unas migajas de ceniza”.
Este libro luminoso, con arrebatos de lírica, silencio y quietud, nos lleva de la mano por la experiencia del observador, de quien a través de la frugalidad y la entrega absoluta a la Unidad y a los suyos, decanta finas composiciones, reflejo de la limpieza y la aceptación, como en este poema en arte menor: “Con este aspecto/ de árbol desnudo que/ tirita de frío/ la melancolía llega/ por inercia,/ como un cuervo/ que al fin encuentra/ el hogar entre mis ramas”.