Escribe J. Miguel Vargas Rosas
En abril de 1997, Gabriel García Márquez narró que conoció el “poder de la palabra” a los doce años de edad, gracias a un sacerdote que evitó que fuera atropellado por un ciclista. No obstante, ¿cuántos, hoy en día, son conscientes de dicho poder? ¿Cuántos, de manera consciente, se dan cuenta que son persuadidos por la verdad o por la mentira, forjadas con la palabra? ¿Tiene poder la palabra o solo es un mito creado por los literatos para justificar su labor?
El Inca Garcilaso de la Vega, en Los comentarios reales, le da bastante importancia y se ahonda en un trabajo meticuloso por salvar las palabras o la lengua de los incas, en el transcurso del cual rebate la “tergiversación” que realizan los españoles en contra de muchos términos del quechua. «Para atajar esta corrupción me sea lícito, pues soy indio, que en esta historia yo escriba como indio con las mismas letras que aquellas tales dicciones se deben escribir» (Garcilaso, Inca de la Vega, 1943). Especifica lo anterior, no sin antes señalar la inexorable necesidad de rescatar la palabra incaica con el fin de narrar la historia del imperio incaico, ceñida más a la objetividad y la realidad. De ahí se desprende el primer punto para considerar a la palabra como una herramienta de poder, pues deduciendo lo dicho por el Inca Garcilaso, las palabras escriben la historia y la “tergiversación» de las mismas se prestan para reescribir una historia en gran medida fuera de la verdad.
Por su lado, los invasores españoles buscaron destruir hasta el mínimo rastro de la lengua del incanato, empezando por las “tergiversaciones” para después continuar con la más despiadada violencia, aduciendo múltiples motivos entre los que sobresale el paganismo en la conducta incaica y en su lengua. ¿Por qué este afán de destruir la lengua originaria de los incas? Es que eliminar la lengua implica también eliminar toda la cultura —o mejor aún, someterla al poderío de otra cultura— y la perennidad de esta en el transcurso de los años; implica crear el caos y el derrumbamiento de las convenciones sociales en un conjunto de hombres. Al morir una lengua, muere también una cultura entera, y, con ella, todo lo aportado por dicha cultura a la humanidad, creándose así el llamado “olvido” del cual derivan otros serios problemas, como la alienación.
Entonces, la palabra asciende más allá de ser un simple recurso literario —aunque el lenguaje literario está cargado de mucha filosofía y política consciente y sistematizada, tal como señala Mateo Millones: «De Poe deriva la idea de la literatura como un hecho intelectual, una operación de la mente, no del espíritu» (2000, p. 14) y que por ende no está exenta de las praxis y objetivos sociales, políticos, filosóficos y hasta económicos— o de ser un cúmulo de meras expresiones simples, sino que llega a la cúspide al asumir un rol de suma importancia en el estado de cosas; traspasa las barreras de la literatura simplona para convertirse en un factor que educa de manera indirecta; una herramienta de dictadores y de libertarios; deja de ser solamente la belleza fuera de la tierra que vagabundea entre las estrellas y se vuelve más terrenal. Es por eso que una vez colonizado el imperio incaico, y relegada su lengua oficial, el colonizador o invasor pudo reescribir la historia para de esta manera superponerse a los indígenas, arguyendo supremacía. «(…) el colonizador encuentra al otro y, para tener un mayor dominio sobre él, necesita “inventarlo” mediante la producción de imágenes que provoquen una distancia jerárquica» (Vich, V. 2017) y este “invento” se va convirtiendo con el paso del tiempo en un discurso social predominante porque lo divulga la clase o cultura más “poderosa” —en el caso de los incas—españoles, la clase vencedora—, mas en este discurso y en el proceso de “producción de imágenes que provoquen una distancia jerárquica” la palabra es el elemento principal y básico.
De esta manera, mucho de la historia que hemos conocido se ha “tergiversado” en favor de los imperios o las clases pudientes, lo cual ha permitido y permite establecer regímenes político-económicos determinados, en los cuales el elemento sustancial fue y es la palabra. Con justa razón, César Vallejo se preocupaba en uno de sus artículos ensayísticos sobre la complejidad de las lenguas, porque cuando las obras son traducidas pierden tanto su valor estético como de contenido. En un discurso suyo pronunciado en 1937 en Valencia, España, señala lo siguiente: «Los responsables de lo que sucede en el mundo somos los escritores, porque tenemos el arma más formidable, que es el verbo», esta afirmación es irrebatible, pues el “texto” —literario incluso— está insoslayablemente ligado al contexto “extra-textual” o “extralingüístico” que es el mundo donde el escritor se desarrolla y es ese mundo el que va a influenciar en su consciente o subconsciente y que finalmente se expresará a través del verbo o la palabra y volverá a afectar o influenciar al mismo mundo extra-textual o extralingüístico.
Esto no fue comprendido solo por Vallejo, sino también por quienes tienen, en la actualidad, una idea o pensamiento divergente a la de Vallejo y que cuentan con los medios masivos de comunicación, los cuales buscan persuadirnos a través del verbo y, dicho sea de paso, durante años lo han estado consiguiendo. Parafraseando a Víctor Vich habrá que analizar los condicionamientos sociales en las que se emplea el verbo, porque son los que contribuyen a revelar las tensiones producidas entre el modo de representar y el mundo representado. Así, por ejemplo, el poder de la palabra lo utilizan los medios de comunicación, algunos de forma sutil, y otros de manera poco artística y brutal, estampando nomenclaturas inadecuadas para hechos determinados (claro está, siguiendo lo que ellos creen o quieren creer que es lo correcto) y nombrándolos de tal manera que convenzan a los demás de que su pensamiento es el “idóneo”, sin importar si dicho pensamiento sea verdad o no, sea o no justo, sea o no correcto. Aquellas palabras van a influenciar en la psiquis de los que las escuchan, aunque estos en muchas ocasiones no se den ni cuenta. Este poder no escapa para nada de la poesía, pues tal como dijera Antonio Mazzotti (2002): «Aunque suene a lugar común, la poesía es, ante todo, un hecho del lenguaje» (Poéticas del flujo, migración y violencia verbales en el Perú de los 80, p. 13)
No es el objetivo de este artículo hacer una exposición compleja sobre la palabra —al estilo Foucault—, pero queda expuesto el poder de la misma ya sea para crear el caos y el dolor o el equilibrio y la felicidad. Aunque muchos no vean ni sientan el poder de la palabra y sean arrastrados, sin darse cuenta, por el influjo o torrente poderoso de la misma, el verbo es tan poderoso que puede mentir de manera tan creíble y decir la verdad de manera tan increíble; que puede crear mundos armoniosos como mundos caóticos; que puede tergiversar siglos de historia y permitirnos regresar a la verdad; que puede encumbrarnos a un amor de ensueño o sumergirnos a la oscuridad de un amor terrible; de embaucarnos como de enamorarnos. Y lo más importante y delicado: puede persuadir las mentes de tal manera que estas no se percaten al inicio de que están siendo influenciados. De ahí que Gabriel García Márquez en aquel hermoso discurso de 1997 enfatizara: «…me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos».