Había comprado el juguete para su primo segundo Randolph, un muchacho de piernas nudosas y tan rico que a los trece años andaba todavía en pantalones cortos. Benedict había sido siempre pobre, y no tenía ninguna esperanza de heredar al tío James, pero de todas maneras había pagado demasiado por el juguete. En sus dos últimas visitas se había sentido disminuido bajo las miradas diamantinas y acuosas de su tío, intimidado por aquellas opresivas habitaciones de paredes oscuras, y no quería volver desarmado a Syosset. Aquel costoso regalo para Randolph, nieto del anciano, se aseguraría al menos un poco de respeto. Pero había algo más. Desde que había descubierto la caja solitaria y hermosa, en el sombrío escaparate de una juguetería no lejos del río, una curiosa sensación, casi de fiesta, crecía y crecía en él.
Era una caja de tamaño común con un dibujo anaranjado y negro; y las palabras “Tigre real de Bengala”, en caracteres anaranjados, cruzaban la tapa. De acuerdo con las instrucciones, el niño hablaba en un micrófono y el tigre obedecía. Benedict había visto ese año, por televisión, robots y monstruos parecidos. Poséalo con orgullo, ordenaba la caja. Edward Benedict, alejado de los juguetes más por razones de dinero que por inclinación, ni sospechaba que aquel tigre valía diez veces más que cualquiera de sus similares mecánicos. Aunque si lo hubiese sabido, no le habría importado quizás. Tenía que impresionar al muchacho, y los ojos amenazantes pintados en la caja lo decidieron al fin. Gastó en el juguete un mes de sueldo, pero aún a ese precio le pareció barato. Al fin y al cabo, se dijo, la piel es auténtica.
Hubiera querido abrir la caja en seguida y tocar la piel, pero el empleado lo estaba observando glacialmente. Así que desistió y dejó que el hombre acometiese la caja armado de cordeles y papel madera. El empleado le puso el paquete en las manos, antes de que él pudiese pedir que se lo mandaran, y lo aceptó sin protestar pues detestaba que le hiciesen escenas. En el ómnibus, mientras volví a su casa, no hizo más que pensar en el tigre. Como cualquier otro hombre con un juguete estaba seguro de no poder resistir a la tentación de abrir la caja y probarlo.
Cuando llegó y se sentó por fin en un rincón de la sala, le temblaban las manos.
—Sólo un momento para ver si funciona —murmuró—. Después lo envolveré de nuevo para Randolph.
Quitó el papel de madera y dio vuelta la caja para que la figura del tigre quedase arriba. No quería apresurarse, de modo que preparó la cena y comió, de frente al tigre. Después de levantar la mesa se sentó a cierta distancia, estudiando la figura. Las sombras se fueron acumulando en la habitación, y había algo en el dibujo que parecía impulsarlo, arrastrarlo hacia el límite de algo importante, y mantenerlo allí, suspendido. Benedict no pudo dejar de sentir que él y ese animal eran algo más que un hombre y un juguete, el hombre que regala y el regalo; y como la imagen del tigre lo miraba, y esa mirada era cada vez más imperiosa, al fin se puso de pie, fue hasta la caja, y cortó la cinta.
Los lados de la caja se abrieron y Benedict dejó caer los brazos, decepcionado. La piel floja y arrugada, parecía bastante tosca, y durante un instante Benedict se preguntó si los empaquetadores de la fábrica no se habrían equivocado. En seguida, al tocarla levemente con la punta del pie, escuchó un clic y el armazón metálico interior empezó a desplegarse. Benedict se echó hacia atrás, bruscamente, conteniendo el aliento, mientras la criatura tomaba forma.
Era un tigre de tamaño natural, de piel auténtica, hábilmente ajustada a una estructura interna de metal liviano, de modo que la bestia no parecía menos real que esos animales de miembros de acero que Benedict había visto en el zoológico. Los ojos eran de ámbar, ingeniosamente iluminados desde dentro por dos pequeñas lámparas eléctricas, y Benedict observó histéricamente que los bigotes eran unos rígidos filamentos de nylon. El animal no se movió, envuelto en una atmósfera de ley de la selva y de poder, esperando que Benedict encontrara el micrófono e impartiera una orden. Un mecanismo independiente, interior, le hacía menear la larga cola, de franjas negras y doradas, que barría la mitad del cuarto.
Benedict retrocedió temerosamente hasta la cama y se sentó con la mirada fija en el tigre. Las sombras crecieron y pronto no hubo más luz en la habitación que la de los soberbios ojos ambarinos de la bestia. Allí estaba, como clavada en el rincón, agitando la cola, con esos ojos amarillos fijos en él. Benedict lo observaba abriendo y cerrando nerviosamente las manos, y mientras, pensaba en él mismo, allí, sentado en la cama, en el micrófono que transmitiría sus órdenes, en el tigre que esperaba, en la electricidad que flotaba en el cuarto. Se movió muy suavemente y tropezó con algo en el suelo. Lo levantó y examinó. Era el micrófono. Se quedó sentado, inmóvil, mirando a la bestia magnífica, a la luz de aquellos ojos dorados. Por último, en la muerta quietud de las últimas horas de la noche o las primeras de la mañana, curiosamente feliz, Benedict se llevó el micrófono a los labios y sopló apenas, estremeciéndose.
El tigre se sacudió.
Lentamente, Edward Benedict se puso de pie, y consiguió que la voz le subiera a la garganta.
—Aquí —dijo.
Y soberanamente, ampliamente, el tigre se movió.
—Sentado —dijo Benedict, y se apoyó en la puerta, temblando, incrédulo aún.
El tigre se sentó. Aun así, sentado, era tan alto como Benedict; y aun ahora, inmóvil, con la piel reluciente, suave y floja alrededor del cuerpo, todas sus líneas insinuaban el tenso acero interior.
Benedict susurró otra vez en el micrófono. El tigre levantó una zarpa, la apoyó en el pecho de Benedict; y lo miró. El animal parecía tan inmenso, tan fuerte, tan sumiso, que Benedict, en un acceso de confianza, dijo: —Vamos a dar un paseo —y abrió la puerta.
Evitando el ascensor, fue hacia la puerta de emergencia, al final del pasillo, bajó las escaleras y notó complacido que el tigre lo seguía silenciosamente, resbalando como el agua por los manchados peldaños.
—Shhhh.
Benedict hizo una pausa en la puerta de calle y el animal se detuvo detrás. Benedict espió la calle. Estaba tan tranquila, parecía tan irreal. Eran seguramente las tres o cuatro de la mañana.
—Sígueme —susurró a la bestia, y se internó en la oscuridad. Caminaron por las aceras oscuras, el tigre siempre detrás de Benedict, escondiéndose en las sombras cuando parecía que un auto se acercaba demasiado. Al fin llegaron al parque, y cuando habían caminado unos metros por uno de los senderos, el tigre empezó a estirar las patas como un caballo en movimiento retardado, infatigablemente, pisándole los talones a Benedict. Benedict lo miró y comprendió de pronto, tristemente, que una parte del tigre pertenecía todavía a la jungla, que el animal había estado demasiado tiempo en aquella caja, y que le gustaría correr.
—Adelante —ordenó indeciso, casi seguro de que nunca volvería a verlo.
De un salto, el felino salió a la carrera, alejándose a tanta velocidad que en un abrir y cerrar de ojos llegó hasta el pequeño lago artificial, lo traspuso dando un tremendo salto, y desapareció entre los matorrales de la otra orilla.
Benedictse desplomó en un banco, acariciando el chato micrófono de metal. Ahora el aparato era inútil, estaba seguro. Pensó en el fin de semana, cuando se presentase en casa de su tío con las manos vacías (“tenía un regalo para Randolph, tío James, pero se me escapó…”), y en el dinero que había despilfarrado (luego, recordando al animal, los momentos que habían pasado juntos en la casa, la vida que había inundado su habitación por lo menos un instante, comprendió que el dinero no había sido gastado en vano). El tigre… Quería verlo otra vez. Se llevó el micrófono a los labios. ¿Por qué habría de volver, ahora que era otra vez libre, que era dueño de todo el parque, del mundo entero? No obstante, sin ninguna esperanza, murmuró la orden.
—Vuelve —rogó con fervor—. Regresa. —Y luego—: Por favor.
Durante unos segundos no ocurrió nada. Benedict escudriñaba la espesura, tratando de sorprender algún crujido, algún leve susurro, cuando una inmensa sombra cayó casi sobre él, salvando el banco que se atravesaba en su camino con un salto limpio y bajo. La sombra se echó, gigantesca y silenciosa, a los pies de Benedict.
La voz de Benedict tembló.
—Volviste —dijo, conmovido.
Y el Tigre Real de Bengala, de ojos de ámbar, relucientes como joyas, que relampagueaban a la pálida luz, apoyó una zarpa en la rodilla de Benedict.
—Volviste —repitió él, y al cabo de una larga pausa puso una mano dubitativa en la cabeza del felino.
—Creo que es mejor irse a casa —anunció, advirtiendo que ya había empezado a amanecer—. Vamos —y la familiaridad le ahogó la voz—, Ben.
Y Benedict volvió a sus habitaciones, casi corriendo, feliz, y el tigre galopó detrás con largos y sedosos saltos.
—Ahora hay que dormir —le dijo cuando llegaron a la casa. Y Ben, que se acurrucó en un rincón, la cola contra el hocico, llamó por teléfono a la oficina y dijo que estaba enfermo. Sin aliento, exhausto, se tiró después sobre la cama, sin preocuparle esta vez que los zapatos mancharan la colcha, y se durmió.
Cuando despertó, era ya casi la hora de salir para Syosset. El tigre estaba en su sitio como lo había dejado, inerte ahora, pero aun misteriosamente vivo, con ojos resplandecientes y una cola que se agitaba de cuando en cuando.
—Eh —dijo Benedict con suavidad—. ¡Eh, Ben! —exclamó.
El tigre levantó la cabeza y lo miró. Benedict sonrió mostrando los dientes. Había estado pensando en cómo meter de nuevo el animal en la caja, pero cuando la inmensa cabeza se alzó, y los ojos de ámbar relampaguearon, decidió que le compraría otra cosa a Randolph. Este tigre era suyo. Moviéndose con arrogancia en la luz ambarina, empezó a prepararse para el viaje: puso ropa limpia en la valija, envolvió el cepillo de dientes y la navaja en papelhigiénico, y los metió en el bolso de los zapatos.
—Tengo que irme, Ben —dijo luego—. Volveré el domingo por la noche. Espérame.
El tigre lo observaba atentamente, y una luz plateada le enmarcaba la cara. Benedict pensó un instante que había herido los sentimientos de Ben.
—Escúchame, Ben —le murmuró consolándolo—. Me llevaré el micrófono y si te necesito te llamaré. En ese caso, primero vas a Manhattan y sales por el Tribore Bridge…
El micrófono le cabía perfectamente en el bolsillo interior de la chaqueta y por motivos que Benedict no alcanzaba a entender, le daba otro aspecto.
—¿Qué necesidad hay de un juguete para Randolph? —Y ensayó varios parlamentos que le endilgaría a su tío James. — Tengo un tigre en casa.
En el tren, empujó a varias personas para conseguir asiento junto a a ventanilla, y luego, en vez de tomar un ómnibus o un taxi se sorpendió llamando por teléfono y pidiendo que fuesen a buscarlo a la estación.
Más tarde, entre las paredes oscuras de la biblioteca de su tío, le estrechó la mano con tanta energía que el viejo se sobresaltó. Randolph,, de rodillas percudidas y rojas, lo miraba con hostilidad, apoyando un codo en la pared.
—No me trajiste nada—dijo, y adelantó la barbilla.
Benedict, por un instante, se sintió vencido. Luego del peso del micrófono en el bolsillo lo animó otra vez.
—Tengo un tigre en casa —musitó.
—¿Eh? ¿Qué dices? —Randolph le clavó un dedo en las costillas. — Vamos, quiero verlo.
Con un gruñido ronco, Benedict le dio una cachetada.
Desde ese momento, Randolph fue la imagen misma del respeto. Había sido bastante simple… sólo que a Benedict nunca se le había ocurrido antes.
Cuando ya se despedía, el domingo por la noche, el tío James le puso un fajo de órdenes de pago en las manos.
—Eres un excelente muchacho, Edward —le dijo el viejo, sacudiendo la cabeza como si aún le costara aceptarlo—. Un excelente muchacho.
Benedict sonrió ufanamente.
—Adiós, tío James —. Tengo un tigre en casa.
Entró en sus habitaciones, y casi antes de que la puerta se cerrara detrás de él, había sacado ya el micrófono. Llamó al tigre, que se echó a sus pies, y le palmeó la abultada cabeza. Luego retrocedió. El tigre parecía más grande, y hasta más resplandeciente. Era como si todos los pelos le vibrasen con una vida propia. El cuello era ahora de nieve. Benedict había empezado a cambiar también, y permaneció un largo, reflexivo momento frente al espejo, examinándose el pelo que parecía crepitar, y la mandíbula, que se le adelantaba un poco ahora.
Más tarde, cuando ya no era peligroso salir, se fueron al parque. Benedict se sentó en un banco y observó los retozos del tigre, deleitándose con la gracia ágil del animal. Las incursiones de Ben fueron más cortas esta vez, y volvía a cada momento a apoyar el hocico en las rodillas de Benedict. Con el primer resplandor de la mañana, Ben salió corriendo una vez más, alejándose con saltos bajos y rápidos. De pronto dio media vuelta y fue directamente hacia el lago, que era una sombría franja, y saltó. Benedict se puso de pie, con un grito de alegría.
—¡Ben!
El tigre dio otro espléndido salto y regresó junto a él. Y cuando Ben le tocó de nuevo las rodillas, Benedict se quitó la chaqueta, gritando, y rodó y corrió con la bestia. Saltaban juntos, precipitándose por los senderos estrechos, bebiendo la noche. Bajaban por el último sendero, que llevaba directamente a la salida, cuando una delicada figura de mujer apareció de pronto en un recodo. La mujer alzó los brazos aterrorizada, y cuando ellos ya se detenían, dio media vuelta arrojando algo al mismo tiempo, y corrió con la boca abierta, en un grito que no encontraba voz. Algo blando golpeó a Ben en la nariz, y el animal sacudió la cabeza y se detuvo. Benedict recogió el objeto. Era una cartera de mujer.
—Eh, olvidó la…
Benedictcorrió tras ella, pero recordó que tendría que explicar la presencia del tigre y se detuvo, agobiado, impotente, hasta que Ben se acercó y lo hociqueó.
—Oh, Ben —dijo Benedict asombrado—. La asustamos. —Se enderezó, sonriendo. — ¿Qué te parece? —Luego, envalentonado, abrió la cartera y sacó el dinero. — Haremos que parezca un robo, así los policías no le creerán cuando ella les hable de un tigre. —Dejó la cartera a la vista y se metió distraídamente los billetes en el bolsillo, diciéndose mentalmente que un día devolvería el dinero. — Vamos, Ben —dijo con suavidad—. Volvamos a casa.
Agotado, durmió toda la mañana con la cabeza apoyada en el sedoso lomo del tigre. Ben se quedó vigilando, con ojos ambarinos y fijos, y sacudiendo la cola: el único movimiento en la silenciosa habitación.
Benedict despertó ya pasadas las doce, asustado al principio porque llegaría tarde a la oficina. Luego se encontró con la mirada del tigre y rió. Tengo un tigre. Se desperezó complacidamente, bostezando, y desayunó y se vistió sin prisa. Encontró sobre la cómoda las órdenes de pago que le había dado el tío, las sumó y descubrió que la cantidad era considerable.
Durante algunos días disfrutó del ocio, pasándose las tardes en el cine y las noches en bares y restaurantes, y hasta fue dos veces al hipódromo. El resto del tiempo lo dedicaba al tigre: se sentaba junto a él y lo miraba. Pasaron los días y empezó a frecuentar restaurantes cada vez mejores, sorprendiéndose al comprobar que los camareros lo saludaban con una reverencia y que las damas elegantes lo miraban con interés. Todo, estaba seguro, porque tenía un tigre en casa. Un día al fin se cansó de dar órdenes solitarias a los camareros, su propia confianza lo inquietó, y se propuso averiguar hasta dónde era capaz de ir. Había gastado ya todo el dinero de las órdenes de pago y también (con una pizca de remordimiento) el dinero de la mujer del parque. Empezó a leer atentamente la sección financiera del Times, y un día anotó una dirección, y luego tomó el micrófono.
—Deséame suerte, Ben —dijo en voz baja, y salió.
Regresó una hora más tarde, sacudiendo la cabeza, incrédulo.
—Ben, tendrías que haberme visto. Nunca había oído hablar de mí pero me suplicó que aceptara el trabajo… yo lo tenía acorralado… yo era un tigre. —Benedict se ruborizó modestamente. —Te presento al vicepresidente segundo de la Pettigrew Works.
Los ojos del tigre centellearon y brillaron todavía más.
El viernes Benedict trajo su primer sueldo, y a la mañana siguiente fue él quien corrió adelante hacia el parque. Corrió con el tigre hasta que el viento le llenó los ojos de lágrimas y corrió con el tigre a la mañana siguiente y todas las mañanas, y mientras más corría más confianza tenía en sí mismo.
—Tengo un tigre en casa —se decía en los momentos de crisis, y avanzaba entonces sin temor. Llevaba siempre el micrófono consigo, como un talismán, sabiendo que en cualquier momento podía llamar al tigre a su lado. Pasaron unos pocos días y lo nombraron vicepresidente primero. Benedict progresó y fue un hombre importante y ocupado, pero nunca olvidaba las carreras matinales. A veces se excusaba en una reunión o en un concurrido club nocturno, y sacaba a pasear al tigre, corriendo con él, vestido de etiqueta, y con una pechera almidonada que brillaba en la oscuridad. Se hizo más audaz, más poderoso, y continuó siendo fiel. Hasta el día en que hizo su mejor negocio. El jefe le pidió que almorzara con Quincy, el cliente más importante, y que tratara de venderle dieciséis gruesas.
—Quincy —dijo Benedict —, usted necesita veinte gruesas.
Estaban sentados en un amplio sofá, tapizado con una jaspeada piel de tigre, en un lujoso restaurante. Quincy, un hombre corpulento, colérico, hubiese aterrorizado a Benedict un mes atrás.
—Un momento —estalló Quincy—, ¿por qué se le ocurre que yo quiero veinte gruesas?
Durante un segundo, Benedict se sintió perdido. En seguida la piel jaspeada del sofá lo animó otra vez y atacó impetuosamente.
—Por supuesto que usted no quiere veinte gruesas —rugió—. Usted las necesita.
Quincy compró treinta gruesas. Benedict fue ascendido a director general. Decidió no trabajar ese día. Iba hacia la puerta con saltos felinos cuando un sonido inesperado y suave lo alcanzó en el aire.
—Bueno, Madeline —dijo Benedict.
La secretaria, morena, de piel sedosa, inalcanzable hasta entonces, estaba allí, a su lado. Parecía querer decirle algo… algo alentador. Benedict dijo impulsivamente:
—Tú cenas conmigo esta noche, Madeline.
—Tengo una cita, Eddy—explicó Madeline con voz aterciopelada—. Mi tío millonario de Cambridge está en la ciudad.
—¿Qué tío dices? —Resopló Benedict—. ¿Ese que te regaló el abrigo de visón? Ah, sí, lo conozco, es demasiado gordo. —Y añadió con un gruñido que desarmó a Madeline —: pasaré a buscarte a las ocho.
—Pero, Eddy… muy bien. —Madeline alzó los ojos mirándolo a través de unas espesas pestañas—. Bueno, quisiera advertirte algo… no soy una muchacha barata.
—Tú prepararás la cena, por supuesto. Luego daremos una vuelta. —Benedict se golpeó suavemente la billetera, y luego dio un pequeño tirón de orejas a Madeline. — Prepara unos bistecs.
Esa noche, mientras revolvía con la mano el cajón de las medias, Benedict tropezó con algo duro y se sintió de pronto culpable y débil. El micrófono… de algún modo lo había olvidado esa mañana. Se le había caído sin duda entre los calcetines, mientras se vestía, y había andado todo el día sin él. Todo el día. Lo sacó del cajón, con un estremecimiento de alivio, e iba a metérselo ya en el bolsillo de la chaqueta, cuando se detuvo, pensando. Lo puso otra vez cuidadosamente en el sitio de antes, y cerró el cajón.
Ya no lo necesitaba. Ahora el tigre era él.
Esa misma noche —sintiendo aún el calor de la bebida, de la música impetuosa y del aliento intermitente de Madeline en la oreja— se echó en la cama, sin desvestirse, y durmió hasta que el sol entró en el cuarto. Cuando se despertó y arrastró en calcetines hasta la sala vio a Ben en el rincón, disminuido de algún modo, que lo miraba. Benedict había olvidado el paseo.
—Lo lamento, viejo —le dijo al tigre al salir para la oficina, y le dio una palmada presurosa.
—Tengo prisa—se excusó al día siguiente, con una caricia precipitada—. Hoy llevo a Madeline de compras.
Pasaron los días, Benedict se veía con la muchacha cada vez más, y al fin dejó de disculparse. El tigre no se movía de su rincón, reprochando a Benedict, que llegaba y se iba. Benedict le compró a Madeline un Oleg Classini. En el rincón de la sala, el polvo empezó a posarse sobre la piel de Ben. Benedict le compró a Madeline un brazalete de diamantes. En el rincón, una colonia de polillas se instaló en la pelambre del pecho de Ben. Benedict y Madeline fueron a Nassau a pasar una semana. De regreso, Benedict le compró un Jaguar a Madeline. Las raíces de los tiesos bigotes de nylon de Ben se aflojaron un poco. Los bigotes se doblaron, y uno o dos se cayeron.
Benedict vovía un día de casa de Madeline en taxi, cuando se le ocurrió examinar detenidamente su libreta de cheques. El viaje y el adelanto por el coche habían reducido su cuenta a cero. Y al día siguiente había que pagar la cuota del brazalete. ¿Pero qué importaba? Se encogió de hombros. Era poderoso. Cuando llegaron a casa, le dio un cheque al chofer y añadió generosamente una propina de cinco dólares. Luego subió, se detuvo un momento a mirarse la cara bronceada en el espejo, y se acostó.
Se despertó a las tres de la mañana, cercado por las sombras y la hora, inquieto por primera vez, y a la luz fría del velador revisó de nuevo sus cuentas. Le quedaba muy poco dinero. Tenía que ir al banco y depositar el dinero para el taxi, pues si no, devolverían el cheque del Jaguar. Pero había entregado otro cheque para la última cuota del brazalete, que sería presentado en cualquier momento, y estaba atrasado en el pago del alquiler. Necesitaba dinero enseguida. Se sentó en la cama, recogiendo las piernas, y pensó y se acordó de la mujer que él y Ben habían asustado aquel primer día, y de los billetes de la cartera, y se le ocurrió que conseguiría dinero en el parque. Recordó cómo había corrido hacia él la mujer, los gritos de ella y aquella primera travesura accidental con el tigre le pareció ahora un robo audaz a la luz del día. ¿Acaso no se había gastado el dinero? Olvidando que el tigre había estado con él, y olvidando mientras se ponía un sweater rayado y se ataba un pañuelo al cuello que él no era el tigre, fue hacia la puerta, ni siquiera vio a Ben en el rincón, y con dos largos y arrastrados pasos corrió hacia el parque.
El parque estaba oscuro aún, y Benedict recorrió los senderos con furtivos pasos felinos, acechando, con una creciente impresión de poder. Una figura sombría cruzó la entrada —su presa— y Benedict emitió un débil gruñido, riendo entre dientes —era aquella misma apesadumbrada mujer, la que se había asustado de un tigre— y gruñó de nuevo, pensando mientras arremetía: la asustaré otra vez.
—¡Eh! —gritó la mujer cuando Benedict se precipitó sobre ella.
Benedict se detuvo bruscamente, pues la mujer no había retrocedido, y lo esperaba con las piernas un poco separadas, esgrimiendo la cartera. Benedict corrió alrededor de la mujer, los ojos fijos en la cartera, y arremetió de nuevo.
—Démela —rugió.
—¿Cómo dice? —preguntó la mujer con frialdad, y cuando Benedict se precipitó hacia ella con otro gruñido, añadió—: ¿Qué le pasa?
—La cartera —dijo Benedict, con el cabello erizado.
—Ah, la cartera.
La mujer alzó de pronto la cartera y golpeó la cabeza de Benedict. Atónito, Benedict retrocedió, tambaleándose, y antes de que pudiera reponerse y preparar otra embestida, la mujer le dio la espalda con un indignado resoplido, y salió del parque.
Había demasiada luz ahora para buscar otra víctima. Benedict se quitó el sweater y dejó el parque en mangas de camisa, caminando lentamente, meditando en aquel robo fracasado. Entró así en una cafetería cercana y pidió un bistec con huevos. El rugido no le había salido bien, decidió al fin, y enderezándose la corbata, aunque era muy temprano fue hacia la oficina.
Madeline llegó una hora más tarde.
—La compañía del Jaguar me llamó por teléfono —le dijo a Benedict—. Les devolvieron el cheque.
—¿Sí? —dijo Benedict. Algo en los ojos de Madeline le impidió rebelarse. —Oh —murmuró—, me ocuparé de eso.
—Sería conveniente —dijo ella. Tenía la mirada helada.
Comúnmente, Benedict hubiera mordido a Madeline en el cuello, aprovechando que los otros no habían llegado aún, pero aquella mañana la muchacha parecía muy distante —tal vez porque él no se había afeitado, decidió— de modo que regresó a su oficina y se quedó mirando unas columnas de números en el ordenador.
—Esto tiene mal aspecto —murmuró—. Necesito un aumento.
El dueño de la compañía se llamaba John Gilfoyle… el señor Gilfoyle, o señor, para la mayoría de los empleados. Benedict había notado en seguida que el uso de iniciales confundía a Gilfoyle, y las empleaba en su provecho, como un arma. Acaso porque Benedict había olvidado la chaqueta, Gilfoyle ni siquiera parpadeó.
—Hoy no tengo tiempo para esto—dijo rápidamente.
—Creo que usted no entiende…
Benedict alzó la cabeza, y se paseó silenciosamente por la alfombra, frente al escritorio, descubriendo con inquietud que el fiasco del parque había ensuciado los zapatos de barro…
—Necesito más dinero —dijo.
—No hoy, Benedict.
—Puedo ganar dos veces más en cualquier otra parte —dijo Benedict.
Le hablaba a Gilfoyle en el tono de siempre, pero algo no marchaba bien —quizá se había quedado un poco ronco luego de correr en el aire frío del alba—, pues Gilfoyle comentó en vez de ofrecerle un aumento:
—No se lo ve muy desenvuelto esta mañana, Benedict. No parece un hombre de esta casa.
—La Welchel Works me ha ofrecido… —dijo Benedict.
Gilfoyle golpeó el escritorio con la palma de lamano, fastiiado.
—¿Por qué no va entonces a la Welchel Works?
—Usted me necesita —dijo Benedict.
Adelantó la mandíbula como siempre, pero el fracaso del parque parecía haberlo afectado demasiado, y quizá no lo dijo como debía.
—No lo necesito —ladró Gilfoyle—. Salga de aquí antes de que decida también que no lo aguanto.
—Usted… —dijo Benedict.
—¡Fuera!
—Síseñorsí.
Totalmente acobardado, Benedict salió retrocediendo de la oficina. En el pasillo tropezó con Madeline.
—Acerca de ese adelanto… —dijo ella.
—Ya, ya. Si me desocupo temprano…
—Esta noche no —replicó Madeline. Parecía advertir un cambio en Benedict—. Estaré bastante ocupada.
Benedict se sentía demasiado desanimado y no contestó. De vuelta en su oficina, revisó una y otra vez sus cuentas. Llegó la hora del almuerzo y no se movió del sillón. Acariciaba distraídamente el pisapapeles, una piedra atigrada que había comprado en días prósperos, cuando se acordó de Ben. Por primera vez en muchas semanas pensó en el tigre, y sintió una nostalgia abrumadora e inesperada. Pasó miserablemente el resto de la tarde, sin atreverse a dejar la oficina antes que el reloj dijese que era la hora. Tan pronto como pudo irse tomó un taxi —con cinco dólares que había encontrado en un cajón inferior del escritorio— pensando continuamente que por lo menos el tigre no lo abandonaría, que sería bueno sacarlo a pasear otra vez, que se consolaría corriendo con su viejo amigo por el parque. Olvidando el ascensor, se lanzó escaleras arriba y entró en la sala, deteniéndose sólo a encender una pequeña lámpara junto a la puerta.
—Ben —dijo, y se abrazó al cuello del tigre.
En seguida entró en el dormitorio y buscó el micrófono. Lo encontró en el ropero, bajo una pila de ropa sucia.
—Ben —susurró en el micrófono.
Pasó un tiempo antes de que el tigre pudiera incorporarse. El ojo derecho le brillaba tan débilmente que Benedict apenas podía verlo. La luz del izquierdo se le había apagado. Cuando Benedict lo llamó desde la puerta, el tigre se adelantó lentamente. Al fin llegó junto a la lámpara, y Benedict vio que Ben movía apenas la cola, y que tenía los ojos cubiertos de polvo. La soberbia piel plateada del cuello era ahora amarillenta, y aquí y allá había sido devorada por la polilla. El tigre se acercó con un ruido de metal oxidado y apretó la cabeza contra las piernas de Benedict.
—Hola, compañero —le dijo Benedict con un nudo en la gargante, y acariciándole el pelo, ralo ahora—. Eh, escucha. Apenas oscurezca daremos una vuelta por el parque. Un poco de aire fresco —dijo, y se le quebró la voz— y te sentirás como nuevo. —Benedict se sentó a esperar, con un desaliento que no estaba de acuerdo con sus palabras. El tigre se acercó y Benedict tomó un cepillo de mando de plata y le repasó la inanimada pelambre. El pelo se desprendió en mechones, adhiriéndose a las cerdas suaves, y Benedict dejó el cepillo, entristecido. — Todo se arreglará, amigo —dijo palmeando la cabeza del tigre y dándose ánimo. En cierto momento los ojos de Ben reflejaron la luz de la lámpara y Benedict se dijo que ahora brillaban más.
—Es hora —dijo al fin—. Vamos, Ben.
Fue hacia la puerta, lentamente. El tigre lo siguió rechinando, y así iniciaron un doloroso viaje hacia el parque.
Poco después la tranquilizadora entrada de los jardines se alzó a lo lejos, y Benedict apuró el paso, convencido, de algún modo, de que el tigre recobraría las fuerzas tan pronto como entraran en el refugio del parque. Y así pareció al principio, pues la oscuridad sostenía delicadamente a Ben. Benedict se volvió hacia él, dijo: —Vamos —y el tigre se puso a trotar.
Benedict se alejó rápidamente algunos metros, diciéndose que el tigre le pisaba los talones, y al fin se detuvo, comprendiendo que el tigre no lo alcanzaría nunca. Corrió entonces más lentamente, y el animal consiguió mantenerse a su lado; pero luego Benedict aminoró el pasó todavía más pues descubrió que el tigre movía las suaves patas en una parodia de carrera. Al fin se sentó en un banco y llamó al tigre, agachando la cabeza para que él no viese que estaba a punto de echarse a llorar.
—Ben —dijo—, perdóname.
La cabezota de Ben lo embistió suavemente, y cuando Benedict se volvió, la débil luz del ojo sano le iluminó la cara. Ben comprendió aparentemente qué ocurría, pues le tocó una rodilla con la zarpa, y lo miró enternecido con el indomable ojo ciego. Luego arqueó el cuerpo, se estiró, imitando su vieja y poderosa gracia, y echó a correr hacia el lago artificial. Miró hacia atrás una vez, dando un saltito extra, como para mostrarle a Benedict que era el mismo de siempre, que no había nada que perdonar, y saltó. El impulso fue espléndido, pero era demasiado tarde, el mecanismo había estado demasiado tiempo sin uso, y falló ahora, cuando Ben estaba ya en el aire, y el cuerpo orgulloso se endureció allá arriba, y cayó rígidamente en las aguas del lago.
Cuando se aclaró la vista, Benedict fue hacia el lago secándose las lágrimas con los nudillos. En el agua flotaban unos pocos pelos, y polvo. Nada más. Ben había desaparecido. Pensativamente, Benedict sacó el micrófono del bolsillo y lo tiró al lago. Se quedó allí un rato, mirando, hasta que la luz desgarrada del alba atravesó el follaje, en busca de agua. Benedict no tenía prisa. Sabía que había perdido el empleo, aunque nadie se lo había dicho. Tendría que vender probablemente los trajes nuevos y los cepillos de plata para pagar las deudas, pero no se preocupaba mucho. Parecía apropiado, ahora, que lo dejasen sin nada.