Escribe Enmanuel Grau
<< Pero yo su esplendor te he mostrado a cambio de una ciudad de rojas sombras cristalinas>>
Juan Ramírez Ruíz
Hubo un momento en mi adolescencia en el que mi hermano y yo solíamos atravesar nuestro distrito en bicicleta, a toda velocidad, con la firme convicción de que, con cada pedaleada, nos acercábamos a una especie de liberación. Era el año dos mil y a mis doce años y medio la ciudad — sacudida por los temblores políticos — se iba a rebelar ante mis ojos con la fuerza de los grandes acontecimientos.
Una de las primeras imágenes que tengo de Lima, la ciudad que excedía en sus contornos a la avenida Francisco Pizarro, en el Rímac, donde crecí y a la que se llegaba bajando por el puente Santa Rosa, es precisamente la de un lugar incierto e impredecible y al mismo tiempo deseado: un espacio que nosotros intuíamos necesario conquistar y al que nos dirigíamos con ansias, huyendo de nuestro barrio como quien abandona un lugar en llamas, cercado por un repentino fuego abrasador.
Estas exploraciones en bicicleta, primero por el Centro y después (una vez ganado el valor), por la avenida Arequipa, Lince y Miraflores, coincidieron por esos días ya lejanos con una insólita caravana: un río macizo de rostros que se movilizaba frenéticamente tomando las aceras y los parques, decidido y compacto, proclamando arengas y llamando al “Orden Constitucional”; una masa variopinta y estridente a la que mi hermano y yo, maravillados, escoltábamos a prudente distancia.
Esa fue la primera vez que vi tanquetas y barricadas, también hombres y mujeres empuñando letreros que decían CGTP y SUTEP, camarógrafos caminando de espaldas con unas máquinas tremendas sobre los hombros que debían pesar horrores.
Todos en algún momento descubrimos quienes somos o por lo menos quienes queremos ser. En mi caso, el descubrimiento de la ciudad durante la irrupción de “la Marcha de los cuatro suyos” me reveló también mi lugar en el mundo: yo era un muchacho crecido en los márgenes, en el corazón de un distrito colonial, donde los monumentos se marchitaban como los pocos parques por donde mi hermano y yo, montados en nuestras bicicletas, empezábamos a pasear nuestra angustia y anhelo por crecer y donde nos sentimos por primera vez parte de esa Lima inmensa, llena de contrastes que habíamos visto pasar frente a nuestros ojos y a la que veríamos después desbordarse por la televisión, en unas imágenes que, de inmediato, me transportaron a la bélica escenografía de Metal Slug, videojuego de guerra en donde proliferan los gases lacrimógenos y los autos en llamas y donde los heridos parecían zombis desesperados: nuestra ciudad se había convertido en eso, horas antes, y nosotros habíamos tenido la impertinencia de recorrerla.
Con los días o semanas una calma relativa volvió a instalarse en casa y en los alrededores y nosotros pudimos retomar al fin nuestros paseos que ya entonces se habían hecho más largos y fecundos. Habíamos logrado, por ejemplo, llegar hasta Chorrillos tomando el circuito de playas, donde hacíamos paradas frente a los edificios altísimos de vidrios brillantes, explorando el terreno a pie, memorizando nombres como Larcomar, Balta, Dunkin donuts (esas galletas gigantes salpicadas con chispas de colores) espacios que, más tarde, recrearíamos con anécdotas inventadas frente a nuestros amigos de la cuadra que nos oían con expectación y envidia.
De modo que, a fines del año dos mil, Andrés y yo teníamos una idea general de Lima, no profunda, sí por lo menos genuina, susceptible de ser abordada con nuestras propias palabras. Esas noches de primera juventud las recuerdo conversando con mi hermano en nuestro cuarto a oscuras, intentando reconstruir esa ciudad que íbamos persiguiendo a la par, intercambiando pedazos de un cuadro todavía disperso al que creíamos a punto de completar.
Conocer la ciudad implicaba también conquistar un lenguaje propio, una manera de decir las cosas y afirmarse en el mundo. El lenguaje servil, cariñoso y bien intencionado que mis padres y abuelos me entregaron gratuitamente (consideraban el “buen hablar” como su única riqueza y garantía o palanca para una vida mejor) poco o nada tenía que ver con el que se hablaba en la calle, en el colegio y en el barrio, es por eso que, en algún momento, este me resultó insuficiente, disociado de esa sociedad en la que me iba infiltrando poco a poco y entonces la ruptura se hizo inminente.
El colegio donde estudiábamos, frente al Jirón Trujillo, a espadas de la iglesia San Lázaro fue crucial en mi formación verbal (extra curricular, desde luego) pues allí mis compañeros de clase comerciaban con la palabra de una manera libre, espontánea, jamás circunspecta: un abanico de imágenes que rebotaban de boca en boca, una cadena sonora donde cada término no se reducía a su habitual significado, sino que se expandía más bien en cada jerga o giro lingüístico y que de pronto descubrí en mi como una extensión de mi propia personalidad.
Mis nuevos amigos vivían en su mayoría cerca del cerro San Cristóbal, en casas precarias detrás de la Alameda de los Descalzos o en la Huerta Guinea, donde había una cancha de tierra con arcos corroídos por la lluvia a la que llamaban “La pampa”, donde jugué partidos memorables.
¿Por qué no había canchas decentes en mi barrio, por qué teníamos, por ejemplo, que resignarnos a jugar cerca de los basurales y envueltos en nebulosas alucinógenas que los “fumones” esparcían sin empacho por el aire? Yo no tenía respuestas para estas preguntas fugaces que de vez en cuando me asaltaban en medio de un partido decisivo, no pocas veces interrumpido por un policía que —arma en mano — iba detrás de un arrebatador de celulares.
De esta parte del Rímac guardo el contraste entre los monumentos de piedra, las bancas de mármol, las herrumbrosas rejas de las iglesias (siempre recién pintadas) con esas calles más bien polvorientas y deslucidas por donde pandillas de muchachos iban y venían sin rumbo fijo, deambulando por una escenografía detenida en el tiempo que poco tenía que ver con sus aspiraciones o necesidades; Patrimonio de la Humanidad no pocas veces profanado con pintas y grafitis —un vandalismo que me cuesta justificar—, pero que, si se presta genuina atención, puede entenderse en ocasiones como un llamado de auxilio.
Y es que ¿qué es una ciudad sino resulta amigable, una esperanza geográfica en donde las personas puedan cifrar sus sueños o deseos?
Entonces los nuestros tenían que ver con el fútbol, actividad excluyente y lenitiva, pues, de alguna forma, compensaba en su simpleza, otras carencias más hondas. Poco pasó para que en un momento nuestro equipo de fútbol se fuera consolidando. En el colegio todos los temas de conversación desembocaban en eso: definir el equipo e inscribirnos como tal en la liga distrital.
Yo entonces me paseaba por mis recientes dominios con léxico renovado y señalaba las cosas desde un ángulo distinto. Las calles eran ahora llecas, la plaza de Acho, el toromata, los viejos Malambos, esos árboles africanos que daban nombre a la calle, origen del criollismo, uñas de gato o cañones, estar bien vestido, ir al pirri, la hora del almuerzo, la jama; en fin, toda una batería de códigos cifrados que mi hermano y yo repetíamos hasta el hartazgo causándole a mi abuelo una profunda desazón: esa que sienten los señores a los que les ha costado mucho construir un imperio para verlo de golpe caer, devaluado por un vulgo ramplón.
El equipo de fútbol no llegó a buen puerto, tal vez porque la mayoría de sus miembros estaban negados de plano para el juego asociado y los pases precisos y todo aquello relacionado a la táctica, pero nadie se desaminó por eso y seguimos caminando por el distrito, ampliando a cada paso nuestro vasto léxico, intercambiando palabras, tejiendo una amplia red lingüística subterránea. En cuanto al fútbol, tuve que buscar por otro lado.
Mi papá que había visto mi entusiasmo por la pelota, mientras hacía taxi, iba buscando una oportunidad en algún equipo ya formado y así un día me comunicó que había encontrado un club ya inscrito en la liga distrital donde probarme.
Fuimos entonces a la cancha comunal de “El Barraza”, un establo y a su vez estacionamiento donde había un rectángulo despintado en amarillo que olía —no sé por qué — a gasolina, muy cerca de la Unidad vecinal del Rímac.
Allí conocí a Cautita, el entrenador técnico que me probó como centro campista y después de volante de contención. Luego de una faena reñida en la que papá miraba ansioso desde el alambrado, fumando un cigarrillo tras otro, y en la que yo, lanzado en carretillas, pude arrebatar unos buenos balones, me aceptaron en el equipo que esa misma semana empezó a prepararse para la competición.
Cautita, joven de ojos intensos y hablar libidinoso al que la palabra- saludo, causita, no le salía como Dios manda, me arrojó una camiseta con el número 15 donde, borroneado por el uso podía leerse: “Unión Rímac”. Ya estaba, ya tenía equipo y ahora, para debutar como era debido, solo debía procurarme la indumentaria básica.
Esta sería mi ocasión para ver Lima de noche por primera vez, una experiencia de lujo que recuerdo con detalles. Mi padre estacionó el carro a unas cuadras de la entrada de las Naciones Unidas de Grau y juntos empezamos a recorrer esas calles de la Victoria que yo no recordaba, iluminadas por las luces vacilantes de los semáforos que parecían ahogarse y renacer entre los charcos o sobre los parachoques tiznados de los micros que cruzaban esas avenidas. Papá Roberto, cual Virgilio, abriéndose paso a codazos, me señalaba el camino.
El caos y desorden frente a mis ojos; una ciudad danzante en movimiento, estimulada por el comercio informal: una comunidad de hombres y mujeres empujando carritos, vociferando productos lácteos, ropa, cortinas, todo lo que usted necesita casera al por mayor y menor y que puede probar, sin compromiso.
Yo nunca había visto tanta gente junta caminando sobre el mismo espacio, apretándose sin incomodarse, alzando en hombros paquetes, bolsas de rafia y cajas inverosímiles, mientras al unísono, como en una coreografía, fervorosos comensales se ubicaban haciendo equilibrio en los rudimentarios asientos que, unas pródigas manos, colocaban sabiamente en las veredas.
Allí empezaba el desfile de anticuchos y choclos, papas con huevos humeantes y rocotos aderezados con cebollas cuidadosamente picadas en un festín que, muchos años después, podría comparar con el que acometen los personajes del film “Comer beber y amar” de Ang Lee.
Conseguimos al fin, después de mucho transitar, mis primeros chimpunes y canilleras que cuidé por años con esmero. Esa noche, al volver a casa comprendí, como en mis tiempos de ciclista, que Lima era un lugar todavía más grande, todavía más inhóspito y diverso, del que yo había visto —apenas — la punta del iceberg, pero del que no había probado todavía su rudeza.
Con el Unión Rímac, después de campeonar la liga distrital, recorrimos varios distritos de la periferia. Así aparecerían en mi radar Comas, San Juan de Lurigancho, Puente Piedra (donde viviría mucho después, ya casado) Lima Cercado, Vitarte; distritos por donde paseamos nuestro fútbol, bastante aceptable valgan verdades, motivados por nuestros seguidores que, desde las tribunas, nos alentaban con ritmos espontáneos que aun hoy, en momentos de desaliento, tengo presente para mantener la moral en su sitio y que incluso, a veces, me sorprendo cantando, como memoria de esos años donde todavía en mi recuerdo “el tren se para la gente se alborota por ver al Unión Rímac como mueve la pelota”.
Me gusta pensar que toda ciudad tiene una música, unas secretas notas que acompañan ese movimiento aparentemente absurdo en donde todos confluimos con nuestras propias pulsiones y desvelos; una especie de secreta animación rítmica que nos pone en movimiento y hace llevadero el peso de los días, coarta los sinsabores y magnifica la dicha. ¿Cuál podría ser —forzando este ejercicio sensorial — el sound track de Lima? Porque Lima se mueve a un ritmo, se manifiesta y transpira y evoluciona a un son que la hace única: una música subrepticia cruza el cielo sin cielo de mi ciudad.
Antes de estas elucubraciones banales, mucho antes, cuando empezaba a dejar de lado el fútbol (¿todos terminamos traicionándonos en Lima?) despegaba en mi formación musical, tarareando mis primeras baladas o repitiendo eso hocks veraniegos que mi viejo ponía en la radio mientras limpiaba el carro; canciones de amor imposible en la voz de Cristian Castro que hablaban de colores y los ojos de una mujer y de playas caribeñas, o los tremendos éxitos de la “Charanga habanera” que hacían delirar a los bravos y exorcizaban las estridencias más profundas de los tibios y los cohibidos; esos que, en las fiestas, a la hora de los loros, siempre se quedan cortos.
Yo escuchaba estas canciones mientras me movía con libertad por las calles de mi barrio, donde las puertas de las casas siempre están abiertas y en las que se apostaban hombres en bivirís que bebían cerveza y miraban muy serios a los transeúntes, como lo hacen los personajes de las primeras películas de Scorsese.
Tío Walter era un entendido en la materia y siempre llegaba a casa con alguna novedad.
Aunque predominantemente era <<salsero>> su gusto tenía aperturas interesantes y no se hacía problemas en alternar —digamos— en un mismo disco, una salsa sensual con algún hito del rock argentino o mexicano si le venía en gana.
Había estado en el ejército y allí, para matar el tedio, afinó el oído, encontrando en la música una ventana abierta por donde escapar a la dureza de los ejercicios y rutinas que solo se aligeraban con las rondas o levas de las que, como recluta, formaba parte.
Con él empecé a caminar por Lima de otra manera. Ya no era el chiquillo que ve todo por primera vez, sino un hombrecito de trece años que ha ganado ciertas seguridades, el aplomo necesario para cruzar sin miramientos el puente Santa Rosa y explorar territorio liberado, romper cercos y, a paso marcial, conquistar nuevos territorios.
Tío Walter me prestaba un audífono y caminando como siameses escuchábamos ese repertorio variado de temas sin ninguna conexión aparente, mientras veíamos en la avenida Tacna, tras los mostradores ataviados de cartas y cigarros, santos de yeso de tamaño natural, escapularios morados que conjuraban las calamidades, velas y cirios adornados con sahumerios que purifican el aire y aliviaban el mal de ojo. Lima Lima Lima, tres veces coronada, allí estaba yo, intuyendo tu secreta melodía.
En una de esas caminatas mi tío me pidió que lo acompañara a ver a un amigo. Jean, un viejo compañero de colegio, tenía poco pelo, pero lo mantenía aceitado y en su casaca de cuero gastada colgaban parches de tela que decían ACDC, Nirvana, Korn, nombres que yo no había escuchado nunca y que me parecieron que iban muy bien con esos botines de pasadores gruesos, algo sucios, amarrados con esmero. Tío Walter y Jean trabajaban un proyecto extravagante: vendían jabones artesanales que una vecina preparaba en unas cacerolas tremendas que aderezaba con yerbas aromáticas y frutos secos y que ellos se encargaban de suministrar a tiendas naturistas.
En casa de Jean no se escuchaba salsa, no había por ningún lado una sola nota de Son Habana, la orquesta de moda, nada que hiciera alusión a la “Mayonesa” (ritmo al que hoy llamaríamos “viral” que yo había visto ejecutar en señal abierta a Laura Bozzo; ese programa que venía con el almuerzo, después de clases, en una coreografía siniestra).
Nada de eso, Jean era un rockero por todos sus lados y mientras iba y venía a la mesa de producción donde envolvíamos los jabones, sus manos tamborileaban como si estuviesen empuñando baquetas, sus dedos se sacudían en un rift súbito y sus botas marcaban el ritmo de esas canciones apabullantes que dejaron mis oídos encandilados para siempre.
Una vez, Jean me sorprendió escuchando con atención la radio y me dijo que eso que sonaba era <<Smells like tenn spirit>>, muchacho, de Nirvana, cuyo vocalista era un ícono de la música y que había muerto como toda estrella a los 27 años. Empezó entonces a operar en mí un gusto febril por el rock, dulce descubrimiento que no me había sido impuesto por el ambiente, sino que se revelaba frente a mí con la fuerza de los sentimientos más puros, esos que no se buscan y que tienen carácter hipnótico porque responden a una determinación. Jean ponía en la tele MTV y didáctico, sin descuidar el trabajo aromático, comentaba con erudición los videos más afanados.
Cómo me gustó, por ejemplo, Californication, de los Red, ese video clip que es un juego en donde los integrantes de la banda, convertidos en muñecos nudistas, atraviesan una ciudad alucinada de la que intentan conjurar sus hipocresías más acérrimas y sus miedos contumaces y, también, Foo fighters con All my live. Todo un mundo de posibilidades sonoras era mío y Lima, mi ciudad me empezaba a sonar a otra cosa.
Walter solía quedarse en casa seguido y en las noches me contaba sus anécdotas castrense que tenían que ver con redadas y levas siempre en el Centro, operativos relámpagos en casas de citas mal iluminadas y que olían a conchos de cervezas y cigarrillos Elephans mentolados, a donde él entraba a hacer requisas a parroquianos que le decían jefe, no estoy en nota, jefe, vengo a mirar nomás y mi tío se reía cerrando los ojos como lo hace el que recuerda o busca en el recuerdo un pedazo de la felicidad perdida, mientras yo escuchaba con atención y no podía dejar de poner como telón de fondo una rola de Nirvana o de Sum41 a esas aventuras donde él y la ciudad eran protagonistas y yo apenas un pigmeo espectador invitado por la generosidad de la palabra y mi propia imaginación inquieta, ávida por palpar todo in sito y reconocer en carne propia ese lugar en el que había nacido y del que exigía formar parte sin más preámbulos ajenos. Pronto llegaría mi momento.
El buen Jean me recomendó entonces un programa nocturno: TV Insomnio, que pasaban tarde por la tele y que mi mamá no me dejaba ver, pues tenía que levantarme temprano para el colegio. Mi hermano y yo nos alternábamos la vigilancia y sintonizábamos el programa donde aparecía Galliani con polos negros y shakiras apretadas alentando a las bandas que se presentaban en vivo haciendo rugir sus guitarras y no siempre sus afinadas voces.
Aquí empieza mi verdadero vínculo con Lima, esa necesidad de recorrerla en busca de una satisfacción personal e intransferible que pondría mi primera juventud en un estado de efervescencia solo comparable —años después — con mi encuentro con la poesía.
Una noche se presentó Dalevueta, la banda que me deslumbraría desde el primer momento y que seguí, varios años en conciertos por todo Lima y que nos hizo conocer una movida musical subterránea, donde había varias estrellas ya posicionadas en ese firmamento estridente y otras que despuntaban como promesas de un género que allá en el 2oo2 no tenía cabida en las radios y que el programa de Galliani rescataba del abandono y el desinterés.
El escenario está mal encuadrado por una cámara en mano que intenta seguir el ritmo del vocalista: sus movimientos son inconexos; sus brazos se mueven hacia abajo al tiempo que sus piernas hacen flexiones dispares mientras a una mano sacude el micrófono que lleva a su boca con voracidad.
Los otros músicos parecen ensimismados en sus instrumentos y ajenos a ese bamboleo de luces naranjas ejecutan sus acordes con una concentración casi religiosa. La canción que tocan, dice el cintillo en la pantalla, se llama “Un simple periodo”. Luego viene “Tal vez” y cierran con “Sueña soñador”. A Renzo, el guitarrista y compositor se le rompe una cuerda y sigue tocando. Cuando la presentación termina mi hermano y yo nos miramos. Galliani mira a la cámara y dice “qué bestia” ¡“Dalevuelta, señores, aplausos”! El público vocifera, silva, los muchachos de la banda permanecen serios, Galliani los invita a sentarse (en el suelo, desde luego) y ellos comentan sus canciones: “Representan lo que sentimos” “hablan directo de nuestra realidad” “nos jode la sociedad”. Entonces anuncian un concierto para el próximo sábado en Barranco. Entrada; S/6 soles. Punto de venta Jirón Quilca. Allí estaríamos de todas maneras, aunque permiso no nos iban a dar.
De los conciertos punks recuerdo un puñado de ellos como si fuese ayer, pero no guardo ninguna prueba tangible. He comprobado, revisando las redes, que, algunos muchachos de entonces, conservan todavía entradas, volantes, flayers de esa época que de alguna forma atesoran y comparten con otros pankekes regenerados. Yo solo guardo recuerdos, a veces contradictorios o difusos otras en cambio muy nítidos. El auditorio Rajatablas, en Barranco quedaba en una callecita angosta y pertenecía o había pertenecido a un sindicato y, entonces, estampadas a la puerta corrediza, podían verse todavía las huellas de los afiches que los obreros pegaban para sus reuniones.
Las noches de los viernes, el Rajatablas (para más señas, ex Golem) funcionaba como plataforma de la “movida subterránea” y congregaba en sus ambientes a los personajes más variopintos y honestos que podían verse entonces en la Lima que salía de a pocos de la dictadura Fujimorista y que se daban cita a estas descargas eufóricas, ataviados en una indumentaria que rebelaba su personalidad de seres díscolos, almas que no temían expresar su descontento con atuendos estrafalarios: parches, cadenas, zapatillas chirriantes, crestas acicaladas que eran —por encima de la moda— toda una declaración de principios. Es curioso pensar que por estas mismas calles barranquinas, sacudidas por la movida subterránea, hayan arrastrado su grandeza poetas como Martín Adán y Eguren, la figura afilada de Julio Ramón Ribeyro espiando los acantilados. ¿Qué hubieran dicho todos ellos de nosotros, afanosos adolescentes empujándose en la cola de este viejo auditorio proletario?
Lima tenía ya para mí un sonido particular y este era el de las composiciones de estos grupos no convencionales que yo iba memorizando y agendando en mi cabeza y de los que copiaba sus letras en un cuaderno para gritarlas en el pogo de fin de semana en una descarga considerable de adrenalina.
Mi debut en la escena —como se referían los entendidos (y poseros) — a este ajetreo, tuvo lugar una noche calurosa de febrero en ese Rajatabla y sería el inicio de una seguidilla de conciertos a los que asistí sin falta, siempre puntual según indicara el volante ( debía aprovechar el tiempo pues no me daban permiso para llegar muy tarde) y que disfruté con el mismo entusiasmo con que, allá, a lo lejos, había jugado al fútbol con mis compañeros del Unión Rímac.
Conocí mucha gente en los conciertos, muchas calles, galerías como la mítica de la avenida Brasil o Quilca y esta experiencia musical sería —cómo no— el pretexto perfecto para explorar bajo otra capa de la ciudad y vivir así otra aventura.
Toda ciudad es un destino, dice Salazar Bondy en el célebre ensayo <<Lima la horrible>>, y añade; porque es en principio una utopía. No hay definición más exacta para señalar a aquellos muchachos, casi niños que habíamos crecido martirizados por la televisión más nociva de nuestra historia, zarandeados al extremo por la estridencia de los periódicos chicha que veíamos colgados en los quiscos como una expresión natural del mal gusto y la instrumentalización del cuerpo como gancho mórbido para levantar pasiones falaces e inútiles. Algunos se sacudían de esa violencia insidiosa estirando brazos y piernas, cantando, otros, cayeron en trampas más hondas.
Los conciertos y la movida subterránea en Lima eran una utopía en la medida que representaban, por lo menos unas horas, cierta idea de libertad, cierta notoriedad del descontento que, en el Perú, por tiranías de toda laya, han sido históricamente reprimidos.
Otro foco neurálgico del rock subterráneo estuvo en su momento en Los Olivos. Allí, principalmente en el Huaralino (un local tomado por grupos de cumbia y música folclórica) centenares de personas “bajaban” para gritar las canciones de sus bandas favoritas.
Para entonces se habían consolidado varias, entre las que destacan Ni voz ni voto, Atómica, Héroe inocente, Zevende (por citar algunas de mis debilidades) y la respuesta del público era ya tremenda. En los conciertos hice varios amigos que todavía conservo y otros que extravié en el camino, pero que en ese momento me ayudaron a conocer una Lima estrafalaria, honda en sus abismos y compleja como pocas ciudades que en el mundo han sido.
Mariella era una chibola de mi edad, petiza, de ojos voraces que absorbían todo lo que miraban para comentarlo y discutirlo. Coincidimos en algún pogo y como gritábamos como locos las mismas canciones, cuando la banda dejó de tocar nos pusimos a hablar con toda naturalidad. Nos hicimos amigos, intercambiamos correos en Hotmail. Ninguno tenía celular.
Vivía en Palao, por San Martín de Porres y fui a verla muchas veces, cruzando la vía de evitamiento y atravesando a su vez un parque que los vecinos llamaban “La pera” o “La guitarra” (lo he olvidado) y trepaba hasta su casa que estaba en un cerro por donde ya había escaleras amarillas.
Solíamos quedarnos hasta muy tarde escuchando música, sorprendiendo a los vecinos que nos miraban, con todo derecho, como a dos alienígenas que usaban chores chorreados, medias hasta las rodillas y polos con muñecos eléctricos y que subían y bajaban en silencio, sin hablar con nadie y que respondían solo cuando urgía, con monosílabos espartanos.
Todo era viento en popa durante la semana en la que planificábamos cómo llegaríamos al concierto, qué canciones pediríamos desde el público, cómo nos alternaríamos para lanzarnos del escenario a las fauces del pogo.
El problema, muchas veces fue cómo hacer para conseguir las entradas. Entonces estudiaba ingles en una academia del centro y mis ingresos se reducían a mis pasajes y algunas propinas que le arañaba a mi abuelo. Las entradas eran muy accesibles, pero no todo se reducía a eso: había toda una logística que cubrir como pasajes gaseosas y cigarrillos.
Era junio del 2003 y Dalevuelta daba un concierto en el Huaralino, celebrando un aniversario más de la banda. Los días pasaban y no conseguíamos el dinero para las entradas, pero Mariella tenía una idea.
En los barrios pobres de las periferias, abundan los perros abandonados, animales maltratados que huyen de sus amos violentos o criaturas que han tenido el infortunio de haber sido alumbradas en las calles, bajo la sucia luz de los postes. Alguien había dejado abandonados a unos cachorros y Mariella me dijo que conocía un lugar cerca de la avenida Abancay donde comercializaban todo tipo de mascotas.
—Sí, todos los tipos de animales que te puedas imaginar.
Llevamos a los perritos en cajas de zapatos y estuvimos parados en la puerta del corralón, no mucho tiempo, pues la competencia era feroz y nos desalojaron de inmediato. La idea de venderlos se nos esfumó en el acto. Los perritos miraban ansiosos, estrujaban sus pequeños hocicos en nuestras poleras que decían Converse y terminaron por ablandar todo deseo rockero.
Vimos, eso sí, barbaridades. Un hombre colocaba detrás de las orejas de los canes, nada menos que chicle, para hacerlos parecer – orejas erguidas – gallardos ejemplares sepa Dios de qué raza.
Otros, más salvajes, maltrataban a unos pericos dentro de una jaula con ganzúas filudas que los hacían literalmente enmudecer. Salimos de allí palteados y esa noche llegué a mi casa con un perrito que mis hermanos pequeños recibieron con un entusiasmo que papá no pudo derribar y que adoptamos como mascota, la única que hemos tenido y que todavía ruge, tenuemente, como los discos de punk rock empolvados que se fueron quedando debajo de las mesas, en bolsas donde se guarda lo que no queremos tirar, pero estamos seguros de no necesitar con urgencia, bandas que, como todo treintañero nostálgico escucho ya a veces por inercia mientras comparto con mis hijas o acomodo prolijamente los libros que van llenando mi biblioteca y yo pienso vagamente en Lima y en su música, esas melodías que buscaba en su parques, en sus playas, en el centro de un pogo y que encontré en estas voces cálidas que dicen mi nombre y me piden jugar a toda hora o en ocasiones que cante alguna canción, esas, pues, papá, “subterráneas” y entonces solo queda reírse y recordar.
En el portal oficial del Ministerio de Cultura “Alerta contra el racismo” figuran cifras alarmantes: el 41,2% de usuarios que denuncian discriminación de algún tipo aseguran que esta se dio en lugares públicos, tales como supermercados, restaurantes y parques. Otro 29 % reporta haber sido racializado por su color de piel y un 15% fue violentado debido a su lugar de procedencia. Estos números fríos representan a personas: hombres y mujeres, adultos y jóvenes que se mueven por el territorio cargando esta dolencia moral que galopa y que parece no circunscribirse a un solo lugar, sino que, de manera estructural, va corroyendo todo sistema social.
En Lima, el racismo es todavía nuestro mal mayor y esas grandes diferencias, los “abismos sociales”, representados en la carencia y en los tipos de vivienda, el acceso a la salud y a la educación de calidad, tienen su origen en esta práctica tan absurda como violenta.
El periodista Marco Avilés me dijo hace poco en una conversación virtual, que, en Lima, siempre estamos leyéndonos la piel, sacando conclusiones maliciosas a partir de nombres y apellidos, domicilios y puestos laborales. Es cierto, para quienes hayan vivido en carne propia la discriminación, son estos puntos los que afloran con esa tan sutil manera de dañar que practicamos desde la Colonia; (todos recordamos esas láminas de “combinaciones” étnicas en las que se cifraba la “pirámide social” del Virreinato y en cuya base se encontraban los indios y los negros).
Que esto no haya cambiado en pleno Bicentenario, revela, sin decir mucho, quienes somos y también qué no hemos hecho para acortar las brechas y cancelar la antigua condena de la discriminación, que recae —generación tras generación— sobre los mismos hombros.
Y digo esto pensando en la cantidad de Limas que existen y confluyen o se excluyen, en esa mala costumbre de cercar parques (hay que decir que esto está cambiando para bien) que, hasta hace no mucho, era un signo habitual y hasta sello de “buen gusto” de algunos barrios residenciales y otros no tanto, siempre a la vanguardia de la imitación.
Durante mi etapa universitaria, caminando por la Colmena e influenciado por el sol transgresor de la poética de Hora Zero y de la poesía peruana en general, empecé a observar Lima con detenimiento; ya no buscando la anécdota o el color de su epidermis, sino a sus personajes, esos seres de “cementos, pegados al cemento aletargados y riéndose de todos” que en los versos de Verástegui cruzan la ciudad con angustia, esa que algunos aligeran con “marejadas de Valium” para evitar los “maceteros de la desesperación”. La discriminación, en la medida que cierra puertas, desespera y castra.
Entonces yo quería escribir, dar mi “visión” de Lima, aquella que había ido acumulando mientras crecía y trabajaba, precariamente, en oficios que, ya me daba cuenta, miles de jóvenes realizaban como consecuencia de una mala planificación de la que muy pocos lograrían escapar, estudiando, o sacando adelante con tesón algún emprendimiento.
Otros no lo lograban y otros sucumbían todavía más hondo, o morían extendiendo sus brazos por rendijas en señal de auxilio, en galerías infames donde se evidenciaba todo lo nefasto, toda es podredumbre que, si se aguza la mirada, tiene como punto de lanza el racismo más abyecto de todo el continente.
A veces, cuando salía de noche del local central de Villarreal, volvía caminado hasta mi casa, por la avenida Tacna y miraba la ciudad cambiante en los semáforos, tenues biombos que matizan la metamorfosis de toda metrópolis y entonces veía aparecer una Lima ardiente, punzante y que mordía toda sensibilidad; un dolor que por cotidiano ya no conmueve y que normalizamos con un estúpido romanticismo que nos paraliza. Lima Lima Lima, ¡a fuerza de criticar tus males te amaremos ¡
De esas caminatas solo o con amigos con quienes intercambiaba libros y organizábamos fervorosas tertulias, a luz de las velas, hablando de poesía, nació la idea de sacar una revista. Una publicación que diera cuenta de nuestra formación (llena de huecos) y visión de la ciudad. Acordamos que Lima sería la protagonista del primer número que llenaríamos con poemas al estilo Bukowski, cartas de amor desaforadas y anónimas, reseñas de libros apócrifos. Todo esto sin el permiso de nadie, sin el apoyo de nadie, porque nos daba la gana.
Empecé a pergeñar mis primeros esbozos de poemas y relatos, buscando temas convincentes, pero todo me parecía frívolo. Entonces recordé un reportaje que había visto en la televisión, una “crónica roja” (costal informativo en donde cabe todo; desde el trajinar de los payasos ambulantes, hasta la receta secreta del ceviche en huariques insólitos). Esta tenía que ver con travestis que recorren algunas cuadras definidas del Centro y que son abordados por apurados clientes, solitarios empedernidos en busca de comprensión y afecto. La crónica, que empezaba con el consabido color nocturno, terminaba contando un drama: un muchacho al que llamaban Tamara, trabajador de la calle, estaba postrado en cama víctima de la tuberculosis. El reportero lograba arrancarle algunas palabras y este decía que había llegado a Lima durante el segundo gobierno de Alán García y que, a pesar de buscárselas, no había encontrado nada, nada más que una calle oscura en donde todos sus sueños convergían en un torbellino que los pulverizaba y entonces, empujado por la necesidad había tenido el valor de parapetarse en estas calles que empezaba a conocer y que le daban miedo, pues nada tenían que ver con las suyas, en Jaén, a donde mandaba saludos con voz lánguida a su madre y hermanos; incluso a su padre, quien lo había golpeado de chico por a haberle salido “torcido” y al que él, en esas circunstancias perdonaba.
Furioso, al borde de las lágrimas salí a la calle pretextando ir por una hamburguesa y crucé el puente Santa Rosa y me quedé mirando ese espectáculo desgarrado que era la prostitución de travestis que, simulando una fiesta de gestos y colores, escondían, seguramente como todos, sus propios pesares y desvelos. Esa noche escribí este poema que apreció en Tajo, revista que imprimimos en fotocopia y repartimos a propios y extraños.
Tamara
Tamara es un travesti de 19 años que camina por Lima
Ofreciendo su cuerpo en los alrededores de la plaza
Dos de Mayo.
Acaba de contraer tuberculosis y sabe que morirá pronto.
Llegó desde Chiclayo durante el gobierno
De Alan García
Y Jura que el Estado nunca ha hecho nada por ella.
Su vida son las calles los pasajes ocultos
Donde no llegan los perros policías.
No tiene DNI y este ha sido el motivo
Por el que no han podido abrirle un historial
En la posta médica de su jurisdicción.
Y yo la he visto, sentada en una banca
Mirando el Parque Universitario
Y me ha dicho que tu sueño es conocer el cuzco
Pero con el sol de marzo han llegado los vómitos
La tos insoportable y la fiebre.
Por eso ha resignado su cuerpo a los pasillos
De un nosocomio público
Donde le han tratado mal
Y de mañana y en sordina
le han insultado, le han dicho bajezas.
Pero está bien Tamara no más ese dolor en las piernas
Ni tu cara de madrugada en los semáforos
Ahora que cierras y abres los ojos
Y ya estás de nuevo en Jaén
Bañándote
En unas aguas límpidas, en unas aguas amargas
Soñando con Lima
Mientras yo cruzo el Parque Universitario
Ahora que ha empezado a llover
Y las calles se han vuelto peligrosas,
Bajo la sucia luz de los paneles luminosos
Donde no rutilarán tus ojos.
Tamara
Hoy no ha venido nadie a pararse en esta esquina:
Están en guerra contra la muerte.
Lima, mi ciudad es también una hermosa posibilidad: aquí confluyen todas las voces, todos los gustos, todos los anhelos. El desafío es la integración. Un buen punto de inicio es reconocer nuestras diferencias, abrir miras para aceptarnos como somos, sin nomenclaturas del pasado.
Esta integración no será posible sin la cobertura de las necesidades de aquellos limeños que han sido los excluidos por décadas, ellos que todavía cargan agua de la cisterna para abastecerse y buscan los peñascos como refugio.
Mirar sobre la muralla es entender que la ciudad está más allá de sus monumentos; que estos carecen de valor sin una sensibilidad que los aprecie y preserve y dé testimonio de ellos. Contar Lima es urgente como impostergable es reinventarla a la medida de nuestras pesadillas y deseos.
En definitiva, la ciudad que conocemos y en la que vibramos, es también una emanación de la imaginación colectiva, una posta sin fin que los fabuladores pasan de mano en mano y que en Lima tiene una tradición riquísima. Quienes la recibimos (¿elección o destino?) venimos de todas partes y buscamos insertar en el “Gran libro de la Ciudad” una peculiaridad, un punto de vista necesario para completar este lienzo movible, vivo y voraz que nos interpela ya en los cuadros de Claudia Coca y nos obliga a mirar con candidez e ingenio, con emoción y profundidad, esta ciudad “situada en el desierto costero del Perú, en la falda de la vertiente occidental de los andes centrales”.
Cuando empecé a involucrarme con la lectura, cuando esta llegó a mí como un regalo y me amanecía leyendo, mirando por la ventana el perfil deslucido del Comedor Popular de mi barrio, Lima se convirtió en una obsesión. Los libros que hablaban de ella me parecían indispensables, complementaban siempre aspectos que se me escapaban y me entregaban una visión más amplia y contradictoria, sacudida con la fuerza del ingenio y la forma, que hacían que este caos inaprehensible tuviera, mientras duraba la lectura, un cariz menos ominoso del que podía yo sorber su sabia.
Si pudiéramos citar en estas páginas todos los versos o párrafos en los que Lima aparece como telón de fondo o como protagonista, nos daríamos un suculento banquete, difícil de completar. La ciudad impregna las mejores páginas de nuestra literatura, se escabulle en la dicción de sus personajes, se ramifica en versos de locura y nostalgia, es a veces una flor o una higerilla creciendo en el arenal, un río que remonta el tiempo o un brioso caballo que huye por la ciudad pensando muy dulce en ti, muy triste en ti; en suma, siempre una posibilidad mutable en la que todos podemos reconocernos y mirarnos como se mira al espejo el conductor de un camión o en su ajetreo los oficinistas y también estos transeúntes que caminan libremente por las aceras, ignorando ser lo que somos todos: personajes de esta urbe que no es Ítaca, pero que se le parece.
Empecé recordando en estas líneas la ciudad que nacía ante mis ojos de adolescente como una agitación; un campo de batalla desbordado por gases lacrimógenos, pancartas y barricadas en un momento límite: la Marcha de los cuatro suyos.
Según el psicoanálisis todos somos consecuencia de una “novela familiar” y nuestras vidas, en adelante, tendrán como trama central justamente la que vivimos en casa, a temprana edad y que luego reproduciremos, subrepticiamente en todas nuestras relaciones. Lima irá con nosotros a donde vayamos como una experiencia inexorable; para bien y para mal, será esa “novela familiar” que contaremos siempre, intentando recuperarla o evadirla.
Es esta Lima en guerra la que me sedujo, la que me asustó entonces y a la que intento entender inventándola, acariciando a penas siempre la punta del hilo, pues en la ciudad hay revelaciones constantes, sonidos, texturas y colores que están integrándose, como símbolo de la síntesis cultural que somos y que ha devenido en una dinámica creativa que desbordan todas las esferas del arte.
Pareciera que, cada cierto tiempo, de manera circular como en los cuentos de Borges, Lima tuviera que librar batallas y enfrentarse a sus despojos más recalcitrantes. Cuentan los historiadores de otras épocas que, en la Edad Media, las ciudades se amurallaban para contener el embate enemigo y que caía entonces sobre ellas una especie de silencio reflexivo que hacía de esos días y sus noches, grandes espacios para pensar en uno mismo y en los demás.
Mientras los ejércitos combatían, había quienes tenían la obligación de buscar soluciones prácticas, como evitar el asedio de los enemigos, surtir de alimento a la ciudad, controlar las plagas y las pestes. Estos pensadores, dicen los estudiosos, redactaban un acta oficial en la que se ponían en común los acuerdos y las ideas que el pueblo iba alcanzando a sus autoridades con la finalidad de reparar en la experiencia vital, esa que no está en los libros y tratados y que resulta, en última instancia, siempre la más valiosa.
En esas febriles reuniones se llegaba a una conclusión que parece evidente, pero que solemos olvidar con facilidad: el progreso de toda sociedad está en el diálogo abierto y franco, no subalterno, en la asimilación de toda experiencia en donde ninguna voz sobra y en la participación de todos en compromiso real para salir del atolladero en el que toda sociedad cae.
Pienso en Lima forzando un poco esta situación medieval y en los hacedores de historias que tienen la responsabilidad voluntaria de entregarnos la imagen más convincente de nuestros aciertos, pero sobre todo de nuestros horrores, experiencia verbal que no se reduce a la palabra, sino que se manifiesta en la idea que vamos formándonos de esta ciudad que buscamos construir a partir de estas visiones dramatizadas de lo que somos y que esconden en sus diálogos y tramas una verdad incontestable: hay un sustrato de experiencias, individuales y colectivas, románticas y épicas que no consignan los documentos históricos, ni las actas, ni los anales oficiales de la Patria. Historias que están allí para ser recogidas y aprovechadas, conjuradas con belleza para hacer de nosotros, en ocasiones a punta de afilados dardos, mejores caminantes, más abiertos y menos temerosos.
Todos tenemos una buena historia que contar que empieza muchas veces como anécdota íntima, familiar y que a medida que pasa el tiempo vamos contaminando de detalles, atuendos necesarios con los que arropamos el recuerdo, ya sea para aligerarlo o engrandecerlo. Todos también llevamos una ciudad dentro; un puñado de paisajes y experiencias que se vinculan en una mezcla de sensaciones y deseos que a menudo nos hacen permeables a la nostalgia. En mi caso, Lima es siempre ese centro: en ella ocurren los eventos memorables, los sinsabores y las alegrías que modelan mi personalidad y perfilan mi visión del mundo. Cuando era todavía muy joven subía con mis amigos por el camino ondulante que conduce a la cruz del Cerro San Cristóbal para mirar desde allí la ciudad; lo hacíamos de noche, alumbrados por esa luz hipnótica que la cruz de hierro arrojaba sobre nosotros y entonces veía aparecer en primer plano mi barrio, y más allá, a lo lejos, la ciudad en su totalidad, un abanico de posibilidades en ese entonces intacto, del que no había necesidad de hablar con palabras, pues bastaba la mano de mi hermano en mi hombro para entenderlo todo; hacía allá íbamos, como vamos todos al dar el primer paso: anhelantes, con cierto temor y emocionados.
Juan Ramírez Ruiz