Escribe Christian Reynoso
Siempre he desconfiado y sentido algo de miedo, quizá de manera supersticiosa, de los ciegos. La lectura de las novelas de Sábato me enseñó eso, a temer del poder que ostentan los invidentes, justamente por haber desarrollado otro tipo de sentidos ante su discapacidad, con los que pueden ver más allá de lo que se cree. Las veces que he estado frente a un ciego me he sentido desnudo y vulnerable, como si por alguna razón este intentara atraparme dentro de su claroscuro. Por ejemplo, los ciegos que diariamente caminan por el El Prado en La Paz, vendiendo billetes de lotería o pidiendo limosna, me recuerdan las novelas de Sábato.
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Leí a Sábato. Atravesé los senderos de El túnel (1948) para luego caminar Sobre héroes y tumbas (1961) y finalmente escapar por calles al ver a Abbadón, el exterminador (1974), las tres novelas que forman la trilogía Sábato. Una revelación, en contraposición a un mundo ambiguo de amor, felicidad y pragmatismo.
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En Buenos Aires visité el emblemático parque Lezama, escenario de las novelas de Sábato, donde Martín y Alejandra de Sobre héroes y tumbas se reúnen y por donde él mismo caminaba. Busqué a los tres entre los senderos, árboles y bancas, y solo sentí el frío hálito de sus sombras. Al menos eso creí. En ese mismo viaje, una amiga argentina periodista, me indicó cómo llegar a la casa del escritor en Santos Lugares, pero nunca lo hice. Había temor de que la ilusión se desdibujara. Entonces bastó saberse presente en uno de los lugares a los que Sábato solía ir.
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Sabato cerró los ojos para siempre el 31 de abril de 2011. Tenía 99 años. Los últimos veinte años se dedicó solo a pintar ante la imposibilidad de escribir, pero ya no hacía falta. Con lo hecho era suficiente. Había logrado con sus novelas configurar un mundo de pasiones descarnadas, el cual emerge de lo profundo, cuando el ser humano descubre en su interior, sentimientos oscuros y autodestructivos marcados por el sino de la fatalidad. ¿Tal vez los espejos del mismo Sabato? Por eso, su pintura considerada por él como sobrenaturalista estuvo íntimamente ligada a los tópicos que plasmó en sus novelas. Sus fantasmas lo seguían.
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Escuche la noticia de su muerte en la televisión. Sentí pena y frustración. Sábato fue un escritor al que quise haber conocido alguna vez. Vivo, la esperanza de llegar a él era real. Muerto, no había ningún remedio más que su tumba. Pero no era lo mismo conversar con un muerto que con un anciano admirado. ¿Por qué nunca me atreví a buscarlo? Tal vez iba a importunarlo al estar frente a él y preguntarle por María Iribarne, Juan Pablo Castel, el ciego Allende, Martín, Alejandra, Fernando Vidal Olmos y Bruno. Sabía que Sábato no hablaría de sus personajes.
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En mi novela Febrero lujuria (2007) hice que Martín y Alejandra aparezcan como unos visitantes argentinos de paso por la ciudad de Lago Grande al regreso de Cusco. Sin mencionar a Sábato y que eran sus personajes, ellos estaban presentes en mis páginas. No podía evadirme del efecto que causó en mí. Un lector y periodista arequipeño descubrió el juego. Me sentí reconfortado. Establecimos sin decírnoslos un triángulo cómplice. Sabato formaba el ángulo recto que nos confluía a nosotros, los catetos. Mi ficción literaria era la hipotenusa.
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Cuenta la historia que Borges y Bioy Casares se burlaban de Sábato a sus espaldas. ¡Qué más da! Sábato siempre fue un héroe anónimo, conectado con el corazón de sus lectores, al borde del túnel de la muerte, sobre una tumba, perseguido por un exterminador en las calles bonaerenses, quizá porque las páginas de sus novelas y ensayos borraron los límites de la pasión. Y eso es lo que hay que agradecerle.