Escribe Fernando Ampuero*
Cien mil años atrás, en una oscura caverna, Jono atraía todas las miradas, especialmente durante las noches en que el frío arreciaba. Eran los tiempos en que Dios no había sido inventado y, en esa orfandad, la vida dependía del duro esfuerzo personal.
Jono era un sujeto rudo y fornido, pero bastante menos peludo que sus compañeros de tribu. La carencia de pelo, sin embargo, no lo disminuía. Su fuerza, o su poder, provenían de su voz, muy diferente a la del resto de sus congéneres, ya que a menudo su garganta emitía raros y novedosos sonidos. Cubierto de pieles y sentado frente al resplandor de las fogatas, Jono se volvía misterioso e irresistible cuando entornaba los ojos y movía la lengua, y conseguía que la gente se agrupara a su alrededor.
Tanto agradaban los sonidos de Jono que, si alguien osaba interrumpirlo, recibía un severo castigo; a causa de esto murió Furo, un muchacho de veinte años. Alegre e impulsivo, Furo había sido el primer admirador de Jono, pero el pobre era de esas personas exaltadas a quienes les costaba controlar sus emociones, y por eso metía ruido; hasta que, lamentablemente, le cayó (o lo calló) un garrotazo. La muerte de Furo (a la malhadada hora del búho) fue un accidente. Su agresor no había pretendido silenciarlo para siempre.
Furo murió desnucado y Jono lo lloró varios días.
Conocido también como pintor, Furo había decorado semanas antes los muros de la caverna con líneas de carbón y pigmentos de tierras, consiguiendo dibujar y colorear las más vívidas escenas de cacería que los sonidos de Jono le inspiraban. La pintura mural de Furo, que sería imitada en otras cavernas, estaría desde entonces ligada a Jono.
Nadie, eso sí, llegó nunca a conocer el secreto sobre el origen de aquellos sonidos nuevos y envolventes, ni de cómo sus continuas repeticiones siempre interesaban.
Jono, por cierto, fue un tipo astuto. Como espécimen humano de pelo corto, pertenecía a una débil familia animal carente de garras y fauces, la cual sobrevivía en la tierra gracias a que perfeccionó su astucia y la trasmutó gradualmente en algo que luego se conocería como inteligencia; en uso de tal facultad, talló cuchillos de piedra, convirtió la piel de las bestias en vestidos, trozó y cocinó al fuego la carne que comía, y, sobre todo, instituyó la rutina de organizar a la familia cuando esta requería amparo o resguardo.
En tiempos de guerra, los sonidos fueron más valiosos que la mueca amenazante. Ayudaban a que la tribu pudiera afinar estrategias y construir refugios. Pronto cada acción humana comenzó a ganar una sonoridad peculiar, y cada vez fue menos necesario señalar las cosas con el dedo. El bisonte obtuvo un sonido que le concernía, y lo mismo ocurrió con el arco y la flecha, y, en cuanto a las situaciones cotidianas, se estrenaron sonidos para designar la presencia de la lluvia, el relámpago y el trueno.
Ese fue el gran momento de Jono; barajando significados e hilando recuerdos y fantasías, compuso historias. Cosas sencillas, desde luego; refirió cuentos de ríos que se salían de su cauce, o de rayos que incendiaban árboles, aunque los episodios que más gustaban eran aquellos donde los humanos tenían una activa participación, en particular si esta entrañaba peligro, como lo confirmó la noche en que contó la cacería de un felino, una pantera que Jono decía haber cazado a punta de lanzas y piedras.
La tribu en pleno sabía que Jono jamás había cazado una pantera. Sabía además que era muy mal cazador. Pero cuando Jono modulaba sus tonos de voz, su auditorio no podía contener la emoción y el miedo, y se rendía ante su extraña veracidad.
Jono llegó a ser tan famoso que muchas tribus de otras cavernas lo visitaban para oírlo e incluso le regalaban los sonidos que ellos dominaban. Esas dádivas enriquecieron sus historias. Amplió su repertorio de cacería y muchas cuevas se pintaron en su nombre.
Jono vivió hasta la venerable edad de cuarenta años y disfrutó de las mujeres con las caderas más carnosas de la tribu. Sus vecinos de lecho le prestaban a sus hijas y esposas para ver si les nacían hijos con la efusión y las entretenidas dotes de Jono.
Su muerte ocurrió mientras dormía. Aplastaron su cabeza con una piedra. No se pudo identificar al asesino, pero se sospechaba del joven Valdo, un ser ruin y gordinflón, que también se esforzaba por esos días en componer historias.
Valdo alivió en parte la ausencia de Jono, aunque nunca lo superó. Un día Valdo se arrojó por un abismo y la tribu decidió olvidarlo. A quien no olvidaron nunca fue a Jono, cuyas historias, trasmitidas de padres a hijos, resonaron por siglos en las cavernas.
*(La literatura ha sido siempre un asunto peligroso. Por eso mismo, y como advertencia a los escritores que recién comienzan, les ofrezco estas conjeturas sobre el origen de la narración oral y el cuento de ficción, y también sobre la inevitable envidia literaria).