«Sobre estrellas y capas» un cuento de Fernando Sarmiento

Fue en marzo de 1942, en el adiós del invierno más melancólico que recuerde la Costa Este, cuando el Hombre de Acero, harto de empacharse de bagels y de leer y releer a Dickens, concluyó que era tiempo de hacer sentir orgullosa a mamá Martha, y mostrarle que su destino superaba largamente el descolgar gatos […]

Fue en marzo de 1942, en el adiós del invierno más melancólico que recuerde la Costa Este, cuando el Hombre de Acero, harto de empacharse de bagels y de leer y releer a Dickens, concluyó que era tiempo de hacer sentir orgullosa a mamá Martha, y mostrarle que su destino superaba largamente el descolgar gatos desorientados de los árboles de Metrópolis, para satisfacción de sus ancianas dueñas, que lo recompensaban con caricias en el mentón y estofados caseros.

Henchido de este nuevo compromiso, y sin despedirse siquiera de su inseparable Luisa, un martes por la tarde salió disparado por la ventana del treintavo piso del edificio de envoltura Art Deco que albergaba las oficinas de El Planeta, y a híper velocidad cruzó el Atlántico para encontrarse antes del anochecer frente a frente con ese reclusorio del terror, aquel sitio del que las leyendas y rumores no dejaban de acumularse, el crematorio máximo, la estigia bávara: Auschwitz.

Aquel día, miles y miles de prisioneros judíos y polacos acostumbrados a atardeceres indolentes y resolutos, sin lugar para la poesía inspirada en colores juguetones o plañideros, expulsados de aquellas tierras, levantaron la vista al cielo para contemplar aquella figura que cubría el sol postrero y que derramaba sombra solemne sobre los amplios pabellones con techos a dos aguas que componían el campamento, en una estampa digna de la leyenda que arropaba a ese ya moderno Prometeo.

Para cuando los celadores decidieron descargar sus rifles sobre el hijo único de Kriptón, este cargaba sus ojos de iridiscencia y se aprestaba a descargar los mortíferos rayos sobre toda la estructura y principiar el fin del Holocausto. Y fue justamente a causa del estruendo de las balas y cañones antiaéreos, y de los gritos de júbilo de los prontos liberados, que el Boy Scout de calzoncillos ajustados se embriagó de entusiasmo y no se tomó un minuto para escuchar esa advertencia que buscaba abrirse paso entre las distintas frecuencias que poblaban sus superoidos.

– Cuidado con los ductos de gas, Super…!

Solo fue necesaria una ronda de ese rayo rojísimo para que el campo entero volara por los aires en una explosión que sacudió la Tierra en toda su circunferencia, con un ruido que destapó tímpanos desde la Selva Negra hasta la pradera Georgiana, y que precedió a un sudario de ceniza que hollinó botas, calcetines, chaquetas, paredes y hasta joyería desde los Balcanes hasta Minsk, rebotando luego hacia Alsacia, Lorena, la campiña parisina, volatilizándose finalmente sobre las gélidas aguas de Calais.

Para cuando el Hombre de Acero volvió en sí, el recuento era de 60,000 y contando. Toda la población del campo simplemente “vaporizada” fue el resultado de su entusiasta, aunque temeraria, acción, que, años después, le valió ser considerado, según documentos clasificados del Mossad, un peligro latente para el estado de Israel. Para cuando sus ojos se abrieron paso entre la bruma y el olor a piedra calcinada, pudo observar a una figura excluyente, parada frente a él, que le ofrecía una enguantada mano para ayudarlo a levantarse de ese suelo que lloraba vapor, mientras a su alrededor soldados y vehículos se abrían paso por aquella Krakatoa, no al este de Java sino de Paris.
– Vaya que ha tenido un día pesado, soldado.

Esa voz era inconfundible. No cabía lugar a dudas. Era él, en persona; Steve Rogers, el mismísimo Capitán América, en carne y hueso, con su uniforme rojo y azul dibujándose sobre esos pectorales y brazos macizos. El hombre de los comerciales, el símbolo del país, el tipo frente al cual uno simplemente se cuadra y punto.

– Es un honor, Capitán
– El honor es mío, muchacho. A propósito, bonita capa.
– Disculpe la pregunta Capitán. Pero la existencia de los dos en un mismo universo, ¿no traerá consecuencias, digamos, editoriales, cuanto menos?
– Estamos en guerra, mi amigo. Todas las diferencias y conflictos internos deben ser puestos de lado en aras del objetivo común.
– Hay que ver qué lindo habla usted – De un bolsillo interior de la capa, el Hombre de Acero extrae unas gafas, un cuadernillo de apuntes y un lápiz- ¿Ya que estamos acá, ¿usted cree que pueda hacerle una entrevista para el Planeta?
– Encantado. Pero desde ya te digo que soy hincha de El Clarín, y para ser especifico, solo de las tiras cómicas. Especialmente las de ese bandido latino, aquel malhechor que es una especie de Robin Hood meridional
– Usted está hablando de El Zorro.
– No, nada de eso. El otro ¿Cuál es su nombre? – Rogers tamborilea ansioso su escudo – Ahhh. Ya me acordé: Lucho Pardo. Qué tipo aquel. Lleva el orden y la justicia en algún pueblo al sur de Estados Unidos.

Aquella noche, mientras la Fräulein Eva era taladrada inmisericorde por un miembro de acero, y en pleno bombeo, sus gritos orgásmicos mutaban en un aria wagneriana, el Capitán sacudía el pequeño cuerpo del Führer y lo hacía rebotar por las cuatro paredes de su bunker, en la busca del paradero de su enemigo mortal: el degradado Johann Schmidt, el Cráneo Rojo.

– No necesitaba azotarme tanto, Capitán. Yo también ando detrás de ese traidor.
– ¿Cómo es eso? Explícate
– Me arrebató la solución final, el arma suprema.
– ¿De qué me hablas, enano? ¿Te refieres acaso al proyecto Oppenheimer?
– Bahhh- la risa del Führer se abrió paso entre la sangre y los dientes triturados – ustedes los norteamericanos, como siempre, creen que todo se soluciona con explosiones y balazos.

Un contundente patadón le desconectó al Führer no sólo la risa, sino además la conciencia. Media hora después, sus ojos se abrieron paso en medio de un dolor indescriptible en la entrepierna, mientras que a sus oídos llegaban retazos de El Holandés Errante, envueltos en la voz orgásmica, total de Eva, que inútilmente trataba de clavar las uñas en la espalda de aquel, literalmente, superhombre, y Nietzsche y todos los hablantines a los que seguía Adolf podía irse al diablo, porque ella se ahogaba, moría y volvía a la vida cada quince segundos, y cada vez que sus ojos se abrían, tenían delante esa S en un pecho más fuerte que una locomotora, y que se sacudía sin visos de agotamiento a la vista, y “an Bitte etwas langsamer (más despacio, por favor), muchacho, que aunque no me lo creas, yo recién estoy calentando”.

Cuando Steve hizo un nuevo amago con su rodilla, El Führer decidió que era suficiente de orgullo ario y disciplina nacional socialista, y prefirió cantar como canario en la medida que la hinchazón testicular se lo permitiera: el Cráneo tenía en sus manos el arma ultima. El botón de emergencia para Alemania por si las cosas se ponían color de hormiga. La perilla que le permitía empezar de cero y sin errores.

– No, no era una elucubración de Wells, Capitán, siempre fue verdad: la máquina del tiempo.


Fernando Sarmiento Rissi (Lima, 1974). Escritor e historiador. Autor de la novela “Clash City Loose” y del libro de cuentos “Todos los Días son de Ceniza”. Hincha de Wagner y Chacalón, en Literatura se reconoce eclético y con mentalidad televisiva, como diría el buen Jorge González.

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