«Al principio era el fuego», una historia de Fiorella Moreno

Un padre adicto al cigarrillo y una hija deslumbrada por el fuego tienen en común algo más que aquel apego tóxico: la convicción de que solo los amores imaginarios sobreviven. El fuego se encargará entonces de confirmar esa sentencia en este estupendo cuento de la escritora peruana Fiorella Moreno. Su libro "La vida de las marionetas", aparecido en 2021, fue bien recibido y celebrado por la crítica y los lectores.

Un cuento de Fiorella Moreno

—Solo los amores imaginarios sobreviven, pequeña… Ya lo verás —le escuché decir alguna vez a mi padre. Lo dijo con esa sonrisa aviesa que le conocía muy bien. La misma que se esfumaba de mis ojos en el instante en que se entregaba con una docilidad insólita pero conmovedora a su otro amor, el cigarrillo. La conversación, como sucede siempre, se perdió en los avatares de mi memoria. Salvo esa frase que con el tiempo empezó a retumbar en mi cabeza, a escabullirse de manera implacable, sorteando incluso el desinterés relativo de la niñez por las cuestiones serias. La frase, en definitiva, estaba indemne al influjo de lo fantástico; esperaba en silencio mientras mi destino se iba barajando en aquellos juegos de azar disfrazados de muñecas, soldados, aventureros y castillos encantados. Un año después de aquella charla densa de humo y mi ingreso a la secundaria, yo seguía sin adaptarme a los nuevos principios de mis compañeros de aula. Oscilaba entre una ligera turbación y la más punzante de las decepciones. No podía hacerme a la idea de que mis brincos y mi risa desbocada debían ser aplastados por un gesto enmascarado y aburrido. Y yo que no lograba deshacerme en la voluntad de los demás, armé una defensa irreflexiva que, por otro lado, sería el preámbulo de un camino lleno de compulsividad y adicción. Esta se plasmaba en el mundo lúdico de la representación. Jugaba a montar obras de teatro, las cuales iban dirigidas, en primer orden, a saciar mi apetito apremiante e ingenuo, aunque lo primero no excluyera el gozo moderado que me producía ver a los pequeños espectadores de la familia regodearse en las historias truculentas, fiel al tono shakesperiano que conocí después en mi juventud. En aquellos dramas, casi todos los personajes eran banales verdugos que ejecutaban implacables los dictámenes de una voz atrincherada en el ensañamiento y el poco sentido común, como la mía. Me gustaba que la muerte estuviera bien distribuida entre esos seres de jebe y ojos movibles. Que todos sean como peces tragándose a otros peces. Sin embargo, como el arte difícilmente puede escapar de la herrumbre, y uno acaba siempre repitiéndose, yo, una púber intuitiva, necesitaba apropiarme a tiempo de fórmulas más crédulas. Escuché, no sin poca renuencia, a mi fiel público. Mi audiencia me sugería esta vez la trama. Gioco, mi hermano menor, fue quien propuso que la siguiente obra escenificada se basara en el relato que nos contó papá, la historia interminable del fuego, el incendio del castillo Shuri de Okinawa. Un palacio revestido de grandes acontecimientos libraría esta vez su batalla más implacable. Para ello pusimos en acción muchísimos personajes, entre príncipes, samuráis, reyes, doncellas y caballeros. Incluso se colaron, rompiendo el curso de la historia y la geografía, soldados, vaqueros y piratas. Diferentes protagonistas de la historia del mundo reunidos en torno al fuego y el destino. Lo memorable de aquella puesta en escena, y que la diferenciaba de cualquier otra, se debía a su ejecución: fue representada cuatro veces; en la última escenificación, usamos fuego real para deleite de mi hermano, lo que debí reconocer como el primer signo de su incipiente sed por él. De más está mencionar las consecuencias fatales para mi incontrolable adicción. La ruina, las cenizas del teatro, mi pequeño escenario reducido a solo trasto, una osamenta chamuscada que daba lástima. Aquella caja de madera, en otro tiempo diseñada para ser un anónimo contenedor de objetos, de repente se convertía, por la fatalidad y la ausencia de control, en un despojo imposible de anidar magia. Y mis actores ahora pasaban a ser un desfile de damnificados que ya no tenían que fingir más la desgracia porque ellos mismos lo eran. Sentí ante aquel panorama, una súbita tristeza infantil, tan intensa como corta, pues, de inmediato, prevaleció en mí una visión pragmática del asunto: tenía que reconstruir el teatro y para ello tenía que dejar de condolerme del hollín, el plástico retorcido, el cabello retorcido como ramas secas y todas las marcas del fuego que deslucían a mis buenos actores. Siempre habría otros para reemplazarlos. La función, ante todo, debía continuar, tal como desde un inicio dijo mi padre cuando me sorprendió conmovida. Sin embargo, pasados algunos días del amargo incidente, me lo prohibieron, sin más, en la familia. Con todo, yo seguí mi vocación por el teatro a hurtadillas de la mirada de los adultos. Nada podía frenarlo. Era un vicio tan poderoso como el que mantenía mi padre con su cigarro. Yo sabía que, entre el cigarro y yo, su cerebro lo empujaría a elegir al primero. Y a su vez, él comprendía que el teatro era tan importante como mi familia, por lo que no podía desecharlo en favor de esta.

Aun así, mi vicio cambió de rumbo con la aparición del nuevo edificio contiguo a mi casa. Desde su alzamiento, dejé de ver el sol que iluminaba mi nuevo escenario. Y también perdí la tibia intimidad que emergía de la soledad que rodearon los últimos días de mis representaciones. Fueron jornadas difíciles que terminaron por arrinconar mi compulsividad por el espectáculo. Este se hizo polvo definitivo cuando mis ojos divisaron por primera vez la imagen imprecisa de un hombre. Desde una pequeña ventana de marco blanco asomó una especie de busto, una silueta enigmática, apenas recortada en sus líneas por el contraluz. Su presencia desde el claroscuro me sugirió que aquel hombre, protegido por la semioscuridad, había estado auscultando mis movimientos, lo cual me hizo cerrar violentamente el telón de la que sería la última obra de  mi niñez. Luego sabría que aquella violenta aparición que me sofocó de vergüenza, y derrumbó los puentes imaginarios que me transportaban a otros mundos, era un sortilegio que acabaría por convertirlo en mi nuevo vicio. La escena, con él detrás de esa ventana, amparado por la penumbra, se repetiría muchas veces más, hasta que su sombra, con ese ánimo de jugar conmigo, encontrara una forma perversa de hacerse presente en la calle. Y, entonces, ya no pude más, e indagué hasta dar con que era mi vecino, el hijo del amigo de mi padre, quien a su vez era su compañero de trabajo, un taxista de la noche.

Cuando una tarde regresaba de la escuela a pie y faltaban apenas unos pasos para tocar el timbre de mi casa, escuché mi nombre como un soplido en mi cuello, penetrante e inasible. En realidad, era un petardo remeciendo mi conciencia. Tenía una fuerza intempestiva, comparable al estallido unísono de unos tambores que desgarran las cortinas de la noche y el silencio que protege a los durmientes. Mi pecho se detuvo en el preciso momento en que cacé una idea de todas las que se deslizaban fugaces: una voz masculina. Supe que era él. Solo era cuestión de voltear y conocer el rostro definitivo de mi nueva compulsión. Lo hice lentamente, atenazada por el pánico de no saber qué responder, de no poder ocultarle mi debilidad que ahora me parecía infantil y bochornosa. Pero no fue necesario extraer una mentira de las tantas que llevaba guardadas. Mis ojos, de pronto, se hundieron en el terror oscuro de contemplar la calle vacía, apenas transitada por algunos hombres grandes y distraídos. Solo cuando empezaba a salir de mi error distinguí a unos cuantos metros, en el límite de la otra acera, levantándose con un caprichoso impulso, la materia imposible de una pequeña hoguera que poco a poco devoraba en su crepitar las cosas viejas que alguna vez fueron queridas. Entonces, no solo me sentí desconcertada, sino también humillada. Pese a eso, procuré olvidar la situación, si no fuera porque se repitió unas tres veces más, durante un año de intensa ilusión entre la sombra y yo. Y aun cuando no pudiera conocer sus gestos predecibles, la calidez de su mirada o la sonrisa torcida que, a todos, más temprano que tarde, se nos escapa, yo creí en él con la misma convicción con la que uno digiere una manzana, algo tan natural e instintivo que no exige ni permite su elucidación. Me gustaba además el misterio que encerraba su aspecto fantasmal, el velo nebuloso que lo protegía de las miradas mezquinas que terminaron extinguiendo la luz de mi teatro ambulante. Era él, mi vecino, mi deseo renovado, mi nuevo vicio, quien sostenía el reino de mis fantasías, de modo que, al sentarme en las tardes en el patio descubierto de mi casa, y sentir el peso de su mirada que recorre las distancias, yo acariciaba la recompensa que todo hombre anhela al contacto, ciego o no, con el objeto de su pasión.

Sin embargo, cuando cumplí trece años nuestros encuentros se volvieron menos frecuentes. Bastaba asomarme al umbral de una de las habitaciones que daban al patio para descubrir su ausencia, aún más caliginosa, de figura en grafito. Una falta que dejaba un nido de recuerdos devorados por una espiral de aflicción e inercia. Con todo, llevaba mi banquito. Y me quedaba mirando el suelo de granito y las manchas irregulares que producía el contacto de la lluvia en aquellos días. Semanas más tarde, logré averiguar por mi padre que una de las tres ventanas que daban al patio le pertenecía a su amigo del mostacho, como solía llamar mi madre al taxista. Además, contó que tenía un único hijo que había culminado hace poco la secundaria.

—¿Qué más, papá?

—No hay nada más. Él es reservado. Y tú, pequeña cretina, ¿por qué tanta insistencia?

En definitiva, eso era todo lo que él conocía y podía ofrecerme. Hasta que llegó el insoslayable día. Fue un 30 de diciembre. Mi madre terminaba con los preparativos de fin de año. Por primera vez se me pidió montar para el día siguiente una obra para mi pequeña audiencia. Supe enseguida que lo hacían para mantenernos distraídos, lejos de las escenas patéticas que los adultos protagonizarían debido al alcohol. Aunque lo que realmente me hizo feliz, fue saber que vendría el taxista con su esposa y su hijo, pese a que era una tradición de su amigo pasarlo junto a su familia, como le escuché decir a mi papá. Me sorprendió que dijera esto último, cuando él mismo había dicho que no conocía detalles de la vida de su amigo. Solo me quedó creer en él una vez más.

Yo me había quedado en el patio arreglando mi nuevo escenario que emulaba las formas de un castillo. En esta ocasión contaba con nuevos actores, totalmente acicalados y al corriente de sus guiones. E incluso, por el lado de la iluminación, mi padre, de modo inesperado, me había obsequiado unas cadenitas con pequeños focos que emanaban una luz apacible. Estaba feliz cuando, desde mi banquita, vi las luces centellear como latidos crecientes en la penumbra del crepúsculo más absoluto. Eran estrellas solidarias con mi arte. En ese momento creí que después de todo, él, mi vecino de la ventana, quizás el hijo del taxista, volvería a aparecer. Alcé los ojos y, efectivamente, estaba allí. Vaporoso y altivo como el busto que se hunde en la niebla del ensueño. Entonces, como un acto insospechado y vehemente, extendí mis manos para tocarlo, entre la penumbra y la distancia que emerge entre los amantes, hasta que un grito me devolvió a la realidad o a la fantasía más vívida que pude crear. Era mi madre que tiraba de los brazos a Gioco una vez más por haber prendido fuego a la sábana. Y mientras la calma había regresado a la casa, una llamarada a lo lejos se avivaba aún más. El teléfono sonó en la madrugada despertándonos a todos. Mi madre empezó a dar de gritos nuevamente. Mi padre era algo más que un testigo de un incendio a las afueras.

 Al regresar horas más tarde, nos contó lo que había sucedido. Aquella noche no pudo evitar seguir a su amigo del mostacho, quien, desesperado, se dirigió a la fiesta donde había ocurrido el siniestro. Allí estaba su hijo. Al llegar al lugar, logró violar la seguridad y fue en busca de su hijo. Forcejeó con mi padre, pero fue inútil. Él se entregó a las llamas que aún no podían apagar los bomberos. Horas después, supimos que el taxista estaba vivo, pero con graves quemaduras. Y que su hijo, mi vecino de la ventana, había muerto. Se llamaba Carlos y tenía solo dieciséis años. La noticia salió en los periódicos. Murieron esa misma noche muchos jóvenes como él.  La fiesta de Año Nuevo, a pesar de la tragedia, se llegó a celebrar, eso sí, de manera discreta. Aunque por primera vez percibí lo que era la tristeza en los ojos de mi padre y un ligero temblor al sostener el cuerpo delgado del cigarrillo. El humo difuminaba su rostro con una languidez excepcional. Decidí quedarme a solas en el patio, lejos del ruido insensible. Sentada en mi banquita alcé nuevamente los ojos y contemplé lo que es una presencia tachada, borrada de la historia. El negro de esa ventana parecía la cuenca de un cráneo solitario. Entonces, un frío que no conocía sacudió mi cuerpo. De modo que levanté mi banquita y me dispuse a ingresar al interior de la casa. Ya estaba a unos pasos del umbral de la puerta que daba a la sala, cuando volví a escuchar mi nombre. Era un susurro que causó que todos los personajes de mi teatro, olvidados por el fuego, resucitaran para reclamarme mi imprudencia, mi falta de escrúpulos, como una turba enfurecida que buscara venganza. En ese momento supe que era preciso quemar el escenario que había construido, aquel palacio que estaba condenado al mismo destino de hoguera y olvido que el castillo maldito de mi primer vicio.

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Fiorella Moreno (Lima, 1990) es egresada en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Actualmente sigue estudios de posgrado en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es docente y gestora cultural. Sus investigaciones se encuentran relacionadas a la narrativa peruana e hispanoamericana. La vida de las marionetas es su primer libro de relatos, ganador del Premio Luces 2021.

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