Escribe Pepe Cantellano
En días pasados se celebró un aniversario más del natalicio de Juan Rulfo, el escritor referente de la narrativa hispanoamericana e, indiscutiblemente, a mi parecer, un lujo para el arte y la cultura en México; así que, aprovechando el acontecimiento me dediqué a leer un poco más sobre la vida y obra de este célebre de la literatura universal y hubo algo que llamó mi atención.
Allá por el año 1974, durante una plática con estudiantes de la Universidad Central de Venezuela, alguien le preguntó por qué había dejado de escribir, él respondió que fue por el fallecimiento de su tío Celerino, quien era un hombre que «le platicaba todo«. Sin embargo, en distintas ocasiones Rulfo aseguraba otra cosa, la de sólo ser un aficionado y no un verdadero escritor, así que no tenía mayor aspiración de continuar desarrollándose en este ámbito. Realmente, la obra literaria de Rulfo no es muy extensa, ya que apenas rebasó las 400 páginas repartidas en tres libros, pero fueron suficientes para convertirse en uno de los mejores de la historia.
Las historias de Gabo
Volviendo al tema del tío Celerino, esa declaración me hizo recordar una supuesta verdad (digo supuesta porque no hay evidencia de que sea real) revelada por doña Luisa Santiaga, madre de Gabriel García Márquez, quien dijo que el Gabo no era un gran escritor, «sólo transcribía las historias que otros le contaban«. De lo que sì podemos estar seguros es que la mamá del Nobel de Literatura, fue muy importante en su vida literaria y en el realismo mágico que ya respiraba sin saberlo en aquel momento.
También se me vino a la mente don Modesto León, padre de mi amigo Ignacio, un humilde pescador contador de historias, quien sin proponérselo inspiró a su hijo a escribir un libro con cada uno de esos relatos que décadas atrás y en repetidas ocasiones le contó a la orilla de un estero, bajo la sombra de los mangles.
Y así puedo enlistar a innumerables personajes que de forma indirecta han sido parte de la literatura universal a través de los tiempos, ya el poeta alemán Hans Magnus Enzensberger en su ensayo «Elogio del analfabeto» lo consideró así, «El analfabeto primero, clásico, no sabía leer ni escribir, pero sabía contar. Era el depositario y transmisor de la tradición oral y, por lo tanto, el inventor de los mitos y leyendas«. Pero por el momento, no nos vayamos tan lejos.
Esos contadores de anécdotas en primera o tercera persona que en su cotidianidad viven experiencias que le generan historias, ya sean propias o ajenas y que por medio de una plática informal, pueden transmitir a los demás, es la gente que da vida a la tradición oral.
Personas como mi papá o mis amigos Fabi, Juanito y hasta el mismo Ignacio y muchos otros más, que por naturaleza tienen la necesidad de contar historias, que cuando las cuentan permiten dar vida a la tradición oral, aparte de darnos el gusto de divertirnos por medio de narraciones cargadas de imaginación, realismo, fantasía, terror, nostalgia y mucha creatividad, permiten que ahí, justamente, nazca «en parte», la literatura. Y digo «en parte» porque no precisamente en su totalidad la literatura viene de la narración oral, aunque sí tiene un porcentaje fundamental, pero, para su infortunio, siempre está destinada a desaparecer si no encuentra cobijo en la pluma de alguien que la escriba.
Así que sigamos contando historias y permitamos que otros las cuenten, valoremos ese tesoro intangible y si está en nuestras manos convertirlo en letra escrita, hagámoslo, permitamos que los cuentos y los libros sigan cobrando vida gracias a nuestra tradición oral.