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«Humedad», un cuento de Patricio González Luna

El sonido del celular y el trágico destino de descifrar la humedad que aparece en el techo de un tenebroso hospital. Un cuento de Patricio González.

Publicado

21 May, 2025

Justo entraba a la avenida cuando sonó el celular. Instintivamente lo miré y en ese momento apareció un borracho que ignoró el semáforo. Un ruido fuerte, un relámpago de dolor en el tobillo y golpeé mi frente en el volante. La fiesta se fue al diablo, mi vestido nuevo con manchas de sangre y desgarrado. Mientras me llevaban a la ambulancia miraba mi pie sobresaliendo de un plástico inflado y pensaba en mis zapatos que me habían costado un ojo de la cara. Ojalá alguien los guardara. El ruido de la sirena iba y venía en mi cabeza, se alejaba cada vez más hasta que perdí el sentido. No sé cuánto estuve así. Vi luces, oí voces, volví a dormir.

―Tranquila, vas a estar bien.

Un hombre desconocido me miraba. Era el doctor, me explicó que tenía el tobillo roto y un golpe en la frente, felizmente nada grave. Entonces vi a Ana María y a Tomás.

―Paula, ¿cómo te sientes, amiga? No, mejor no hables ―me acarició un brazo con suavidad―. Has estado inconsciente toda la noche.

―¿La… la noche?, ¿cómo?, ¿qué día es hoy?

―Ya es domingo, son las diez.

Tomás se acercó.

―Nos enteramos en plena fiesta. No sabes, hemos estado preocupadísimos esperando que te hicieran todos los exámenes y te operaran. Este hospital era el más cercano. Ya mañana te trasladarán a la clínica.

―¿Y mis papás? ¿Ya saben?

―Sí, Ana María habló con ellos. Estarán aquí mañana lunes. Ahora los llamo para que te oigan y los tranquilices.

Una vez que se fueron todos me acomodé dispuesta a dormir un rato. Recién me fijé dónde estaba. Una sala común, con varias camas, la mayoría vacías. Podía ver por la ventana el jardín y el muro con rejas que daba a la avenida Goyeneche. Estaba nublado. Las paredes de sillar recubiertas con pintura ya desgastada. El techo muy alto con manchones de humedad de años de lluvias; solo faltaría que hubiera una gotera sobre mi cara. Felizmente el carro estaba asegurado. Mis zapatos no. Solo había uno. Ana María se llevó mi ropa y el zapato en una bolsa. Recuperarme, descansar, por gusto me lamentaba. Lo hecho, hecho está; ni modo, no fue mi culpa. Miré al techo, las sombras de la tarde ya caían. Las manchas de humedad eran amarillas, líneas gruesas que se entrecruzaban, en curvas, como nubes, con formas. Un ojo, otro más grande, una nariz, una boca abierta, una cabellera desgreñada alrededor. ¡Hasta cuello tenía la mujer! Definitivamente era una mujer. Una vieja. Traté de verla de otro modo, pero era inútil. La mujer había afirmado su forma en mi cerebro y no podía deshacerla.

Miré más allá, un animal extraño con alas y un hocico de oso hormiguero. Una multitud huyendo entre las montañas, un ejército que los persigue. Sin darme cuenta me quedé dormida. La mujer estaba al pie de mi cama. Tomó mi tobillo y lo retorció con sus manos ásperas. Sentí un dolor insoportable y yo quería decirle que pare, quería gritar para pedir ayuda y mi garganta estaba bloqueada con trozos grandes de algodón, no podía moverme, intenté tirar lo que había en mi mesa de noche con manotazos desesperados, pero no podía atinarle a nada. La arpía me miraba riendo y torcía más mi pie, una gota de saliva amarillenta cayó sobre mis dedos y desperté violentamente con un grito ahogado. Sentí la carne de gallina, la almohada empapada de sudor. Silencio. No sabía dónde estaba. En eso vi la alta ventana ojival y las nubes negras de lluvia. El hospital. Los pocos pacientes dormían. Apenas distinguía sus formas. Tenía la sensación del algodón seco en mi garganta. El tobillo me dolía como mil diablos. Busqué el botón para llamar a la enfermera y apreté varias veces. Escuché al cabo de un largo rato los pasos en el corredor. Abrió la puerta y se acercó a mi cama encendiendo la luz de la mesita de noche.

―Señorita. ¿Se le ofrece algo?

―Por favor, me duele mucho, no puedo aguantar el dolor. Tengo sed, un poco de agua…

Comprobó la vía e inyectó más analgésico. Me alcanzó un vaso de agua que tomé casi de un sorbo y me derrumbé en la almohada.

―Trate de dormir. Hasta mañana.

Apagó la luz y yo la volví a prender. Una luz amarillenta pero tranquilizadora, pues creaba una isla iluminada en medio de la penumbra. Mi tobillo latía. Lo miré. Las uñas rojas de mi pie contrastaban con lo blanco de mi piel y las vendas enyesadas. Noté que estaban sucias y… ¿arañadas? ¿Cómo? Miré al techo buscando a la vieja de mi pesadilla. Vi el monstruo alado, la multitud entre las montañas. Nubes, caras que me devolvían la mirada. Perfiles. La vieja no estaba. Un espacio vacío en su lugar. Un escalofrío me recorrió el cuerpo hasta la punta de los pies. Sentí que la vieja me observaba desde las sombras. Quizá detrás de mi cama, o debajo de ella. Acechando, esperando que me duerma para retorcerme el tobillo roto. No puede ser. Es otra pesadilla. Las medicinas. El accidente. Estoy traumada. No quise mirar el techo de nuevo. Me tapé la cara con la sábana y al poco rato tenía calor. Me destapé y me volví hacia la ventana. Abrí los ojos lentamente. La vieja estaba parada al lado mío. Me miró y vi que no tenía pupilas. Sus ojos eran como dos huevos duros podridos. Su boca se abrió en una sonrisa de dientes afilados y amarillos.

Cerré los ojos y me aferré a las sábanas. Me encogí en un ovillo. La vieja se reía. Se volvió hacia una mesita y tomó algo brillante. Me lo mostró. Era un bisturí. Traté de saltar de la cama pero no me obedecían las piernas, estaba paralizada de terror. La vieja aferró mi brazo con fuerza y lo estiró. La hoja del bisturí apuntó hacia las venas de mi muñeca y se hundió en ellas. El dolor fue atroz, sentí la hoja fría entrando en la carne, cortando la vena a lo largo y atravesándola hasta raspar el hueso. Volví a despertar con un espasmo y me agarré el brazo. No había sangre ni corte, pero mi muñeca estaba arañada como si los dedos escamosos de la vieja me hubieran raspado. No quería dormir más. Me aterraba la idea de volver a ver a la vieja. Su figura ya no estaba en el techo. De algún modo se había materializado.

Ya no sabía si estaba despierta o soñando. No era como cuando tienes una pesadilla y te despiertas pensando que solo fue eso y sientes alivio. Busqué el botón para llamar a la enfermera. No funcionaba. Grité y mi voz se perdió en las sombras. Miré si alguno de los pacientes se había despertado y no vi a ninguno. Las camas estaban vacías. No puede ser. Había por lo menos tres o cuatro personas más. Me senté en la cama y traté de salir de ella. Mi pie sano se apoyó en el piso helado y traté de ver si había algo en qué apoyarme. Me incorporé y cojeé agarrándome de la cama. Sentí un empujón y caí al suelo. La vía se arrancó de mi mano con un dolor agudo. La vieja estaba riéndose. Me miró y se fue perdiéndose en la oscuridad.

Pero no se había ido. Podía escuchar su respiración rasposa en las sombras, acechando. Me arrastré en dirección a la puerta, tratando de alcanzar el pasillo. Tendría que haber alguien allí. Conseguí llegar a la entrada de la sala, empujé las puertas y salí. Me arrodillé y miré desconcertada cómo en ambos lados la vista se perdía en un corredor interminable, las ventanas ojivales y las gotas de lluvia en los vidrios multiplicadas por mil. Me incorporé y agarrada a la pared grité pidiendo ayuda. Las luces se prendieron súbitamente. Respiré aliviada, pero no venía nadie. Un silencio sepulcral que fue interrumpido por una gota cayendo del techo. Otra más en otro lugar. Sentí el respirar de la vieja, pero era un murmullo cada vez más fuerte. Miré hacia arriba y no pude contener mis gritos. El techo estaba lleno de manchas de humedad de todos los tamaños y cada una de las manchas tenía el rostro de la vieja que me miraba con su horrible sonrisa quebrada de dientes amarillentos. Simplemente todo se volvió oscuro y caí por un abismo. Desperté con el sonido de la sirena de la ambulancia que me llevaba a toda velocidad. Una enfermera me tomó la mano.

―Tranquila, no se preocupe, ha tenido un accidente y la estamos llevando al hospital.

―¿Al hospital? No, por favor, ¿a qué hospital?

―Por suerte chocó usted en la avenida Goyeneche y el hospital está a la vuelta nomás.

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Patricio González Luna, arequipeño (1962). Tiene estudios de composición literaria para adolescentes, Licenciado en Educación, Especialidad Lengua Inglesa. Enseña inglés desde hace casi 40 años en un colegio particular. Es en clase donde nacen sus cuentos que luego escribe Obtuvo reconocimientos en varios concursos literarios locales. Publicó “Sombras” en el 2013 y ha participado en varias antologías de ciencia ficción, misterio y terror como “El Umbral, antología de relatos insólitos”, “El lado oscuro de la luz, relatos de misterio”, “Las Sombras en el sillar” e “Historia Peruana Bifurcada”.

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