Escribe Rafael Dumett
Un aspecto muy interesante, poco conocido y bastante instructivo de la extraordinaria vida del investigador John Murra fue su tensa y conflictiva relación, pero también de colaboración con los Estados Unidos, país que lo acogió académicamente en la década de 1930 y en que realizó la mayor parte de sus grandes contribuciones a la comprensión de cómo las culturas prehispánicas, especialmente la incaica, funcionaban económica, política, social y ecológicamente.
“John Victor Murra” era en realidad un “nom de guerre”. Isak Lipschitz, judío nacido en 1916 en Odessa (entonces Rusia Imperial y actual Ucrania), lo tomó durante su participación en la guerra civil española, país al que llegó en 1936. El joven militante comunista admiraba la cultura de los Estados Unidos y John fue el nombre más norteamericano que pudo encontrar, “Victor” era para él la promesa de la victoria en la guerra y “Murra” el nombre más parecido a la acepción rumana de “mulberry”, sobrenombre que recibía de niño por sus ojos azabache. Su participación en la guerra -que, según él, “no fue exitosa” y en la cual fue herido gravemente en la pierna- sería para él motivo de muchísimo orgullo, al punto que por el resto de su vida diría: “Yo soy graduado de la guerra civil española, no de la Universidad de Chicago”.
Esta participación en la guerra civil española, sin embargo, le generaría muchos problemas a su regreso a los Estados Unidos en 1939, país al que había emigrado en 1934 para realizar estudios de sociología justamente en la Universidad de Chicago, en la que tuvo como profesores a prominentes estudiosos como Radcliffe-Brown, Fred Eggan, Harry Hoijer, R. Redfield y Fay-Cooper Cole. Los funcionarios del gobierno norteamericano veían con muchísima suspicacia a todo aquel que hubiera participado en esa guerra en el bando de los comunistas, y no aprobaron su solicitud de ciudadanía, aunque tampoco la rechazaron. Esto era algo irónico, pues fue en virtud de su experiencia directa de las reuniones secretas, el contraste entre las políticas de la boca para afuera y la agenda real, así como la extrema crueldad de sus líderes, que Murra abandonó para siempre el comunismo.
Cuando le llegó el momento de viajar en 1941 a Ecuador para participar la excavación y examen de los trabajos dirigidos oficialmente por Fay-Cooper Cole y Donald Collier, en calidad de Asistente Director de campo -un viaje que Murra ha calificado de “decisivo” para su carrera-, el gobierno norteamericano aún no había dado vía libre a su solicitud de ciudadanía y por ello no tenía pasaporte. Por ello, se le expidió un permiso que en la práctica era algo así como un salvoconducto prolongado. Una puntada con hilo, pues el permiso de circulación tenía contrapartida. Murra, como todos los investigadores que trabajaban en investigaciones arqueológicas norteamericanas en Ecuador, México, El Salvador, Cuba, Colombia, Venezuela, Perú y Chile, debían informar al gobierno norteamericano sobre la presencia de los nazis en estos países, una amenaza que no tenía nada de irreal. La idea era usarlos como “observadores inteligentes” y fuera de toda sospecha. No por nada las excavaciones habían sido auspiciadas por el Institute of Andean Research (IAR), financiado por el Consejo de Defensa Nacional y la División de Relaciones Culturales y Comerciales de los Estados Unidos, y habían sido promovidas por nada más y nada menos que Nelson Rockefeller.
Cuando Murra llegó a Ecuador, Perú había invadido el país y el área principal de interés de la investigación se hallaba bajo ocupación militar peruana. Pero esa es otra -interesantísima- historia.
Su “trabajo de guerra” en favor de los Estados Unidos no terminaría allí. De regreso en los Estados Unidos, y de manera paralela a su trabajo académico, Murra entrevistó entre 1942 y 1943 a personas que pelearon en la Brigada Lincoln en la guerra civil. Las entrevistas eran parte de una investigación para averiguar cómo los seres humanos se sobreponen al miedo y se vuelven valientes en el combate. El informe de los resultados se cristalizó en un folleto llamado “Temor en la batalla”, que apareció en el Infantry Journal en 1944.
Asimismo, en el verano de 1943 trabajó bajo las órdenes de la legendaria Ruth Benedict, antropóloga que luego publicaría “El Crisantemo y la Espada”, su famoso estudio antropológico sobre los japoneses. Su trabajo consistiría en entrevistar a inmigrantes de Siam a los Estados Unidos, y recopilar sus leyendas. La idea que estaba detrás era entender su sistema de creencias en el caso de que Siam pasara al territorio de los Estados Unidos. Una de las cosas que Murra observó fue que la astucia y la habilidad para engañar a otros era bien valorada entre los siameses. Así que, en el caso de que fueran prisioneros de guerra, llamarlos “traidores” no los ofendería sino todo lo contrario.
Paradójicamente, el carácter “izquierdista” de su “trabajo de guerra” se volvería contra Murra a la hora de las audiencias para obtener la ciudadanía norteamericana. Los norteamericanos le fueron negando una y otra vez autorización para obtener la ciudadanía que le permitiría conseguir un pasaporte y viajar. Murra empezó a trabajar como antropólogo después de terminar sus estudios en la universidad de Chicago, pero para realizar trabajos de envergadura, necesitaba un doctorado. Tenía intención de hacerlo en Ecuador, sobre una comunidad de indígenas de Otavalo que había logrado liberarse de la servidumbre consiguiendo los recursos para comprar las tierras que trabajaban. El problema: no podía viajar al lugar en que vivía su objeto de estudio. Estaba entrampado.
Finalmente, y después de casi 11 años de espera en que se le había negado la ciudadanía norteamericana dos veces, Murra la obtuvo en 1950. Ahora bien, esto no tuvo ningún efecto práctico pues se le negaba el pasaporte.
Fue aquí que Murra, como era su característica, hizo con las tripas que le tocaron en suerte un bien sazonado corazón. Retomó un amor de la infancia por los incas, revisó unos cuantos artículos que había escrito en los estudios de pregrado al respecto y leyó e interpretó las crónicas coloniales con una nueva perspectiva. Gracias a sus estudios de antropología y sociología, reconstruyó la economía inca, esclareciendo el modo de producción y tenencia de la tierra, la manera en que funcionaban las prestaciones laborales, el valor de la ropa. Caracterizó a la economía incaica como una economía “redistributiva”, que distribuía la producción de algunos segmentos de la sociedad en beneficio de otros. Y publicó su tesis de doctorado “La organización económica del estado Inca” en 1955.
Recién le dieron su pasaporte norteamericano en 1957 o 1958, ocho años después de haber obtenido la ciudadanía y diecinueve después de haberla solicitado por primera vez.
Para entonces, ya se había convertido en padre de la etnohistoria andina.