Escribe José Carlos Picón
«Es el libro más honesto que escrito hasta el día de hoy». Esa fue sumariamente la afirmación de José Carlos Yrigoyen, quien acaba de publicar con el sello Personaje Secundario (2024), “El libro de Zoe”.
Por qué nos cuesta recoger, reconocer, palpar y convivir con la crudeza de nuestra visceralidad. Lo feo en el ser, si caben las valoraciones, lo oscuro, a veces encarna en formas extrañas para reconfigurar planteamientos, guías, caminos, emociones. Yrigoyen ha zurcido fragmentos recuperados de un registro de viaje. Una suerte de cuaderno de anotaciones, bitácora, por último, diario. Poético. Espacio donde redunda en resiliencia su yo, yo perverso, yo pasional, erótico, desenfrenado, violento, errático, en suma. Lo que hasta aquí parece un ensamblaje orgánico gótico, sombrío, es algo más acerado y perjudicial.
Sin embargo, la construcción orquestal compuesta experimentalmente, con dolor, con conciencia de la fragilidad, con terrible honestidad, prepara el cuerpo, los sentimientos, la memoria, para la insensatez y la crudeza de la vida en sociedad, del inestable aparejo de las relaciones humanas. Y el padre y la hija. El vínculo, el legado, la verdad y lo imperfecto, tanto como lo perecedero, fulminan las zonas que Yrigoyen intenta apuntalar para proteger o entender un poco más de su existencia, real y confusa.
En una nota final, el autor declara que los versos que forman parte de este libro se iniciaron a escribir en Munich, entre diciembre de 2021 y 2022 y, luego, dejados reposar. El proyecto fue retomado en 2023 con mayor conciencia para culminarlo a inicios del 2024. Efectivamente, los imaginarios geográficos, históricos, políticos, sociales están representados en buena parte por cierta atmósfera referencial, europea, abierta, de gráficas no concretas.
Pero eso no es todo, porque el libro de Yrigoyen se engulle y relame con temblor su ego. Un ego, ciertamente, acomodaticio, que rutila siendo padre, poeta, un profeta indiscreto sobre un tabladillo de vidrio, con la ansiedad en la pera de los cuellos, con el corazón asfixiante de ácido y veneno.
Aquellos, fueron días que José Carlos afronta con distinta apertura, y en ese sentido, elemental en el explosivo inicio de la creación, golpe, luz, preimagen. Y ahí el devenir, caudal que restaura, diseña o reconstruye escenografías en dos dimensiones, naif, de colores cálidos. Y entre la fragmentación y la geometría relumbran verdades, testimonio, la tortura del yo, el desengaño desde la culpa. Y las proyecciones refractadas en la imagen de la hija, Zoe, conviven con las enseñanzas del poeta Yrigoyen, del inseguro, errático, perverso Yrigoyen.
La realidad y su tenaz crudeza es indestructible, no hay forma de moldearla a capricho de plan ninguno. Es indefinible, turbulenta, enfática. El poeta construye oraciones, versos, enseñanzas si se quiere. Constructos no del todo infalibles, más bien débiles, estratégicos en la medida de la ambigüedad, descontrolados, distantes por ratos, no hay nada que podamos hacer ante la vida. El legado consiste en la herida, la flexión del ego ante toda verdad, el amor inane ante los remordimientos de los múltiples planos, la ira contenida, la enfermedad. ¿Cómo reconocerse propio deforme de una identidad que se supo falseada desde el momento de pensada? ¿Por qué somos como somos?
José Carlos Yrigoyen, en el nombre del padre
Yrigoyen le habla a su hija, sí, en el último poema con varias estancias lo hace con más claridad. Las otras facturas que componen “El libro de Zoe” fueron en su momento, piezas inacabadas, coetáneas con el texto final. No obstante, un poeta conoce qué raigambre o red micelio compone sus rutas alternadas, su comunicación y su conciencia motora, conoce atmósferas, colores, climas, correspondencias que vinculan los elementos con otros para confeccionar el documento, las voces que se escuchan durante el lamento por lo finito o imposible.
“El libro de Zoe” nos dilapida, nos tergiversa, puesto que es frente a un espejo que nos vamos tanteando, buscando elementos, símiles, material que nos compone en densidad, una forma compleja. Eriza, atormenta. Alimenta miedos. En tanto, es una melodía subterránea, que embellece nuestra alma para devorarse a sí misma. Quiero pensar que el poeta sigue siendo el mismo luego de publicar este libro. Me quedaré con esa incertidumbre. Lo que no palidece, supura sin purificar. Aquí hay acumulación de psicopatías, juegos de alquimia entre el entendimiento filial y la desfiguración paterna, su eterna reconstrucción y simultánea destrucción. Hay convivencia en la fractura y en el entronque. Las vidas protagonistas recorren sus propios terrores, afianzan el esqueleto de su lenguaje para no reconocerlo, ponerle veladuras ante sus límites.
Es este el atroz lamento y decir de un hombre que se hizo poeta y se hizo padre. Es el poderío del desamparo. Es la sumisión por culpa y rendiciones de cuentas incompletas, sangrientas. Un libro como este aparece cada cierto tiempo, y se queda, con las huellas que pueda dejar en la escena borrosa del tiempo.