Escribe Javier Ágreda
Con un solo poemario publicado, Libro del Sol (2000), apenas tres semanas antes de su muerte, Josemári Recalde (Lima, 1973-2000) reunió todas las condiciones para convertirse en figura emblemática de su generación. A la brevedad de su vida se suma el trágico final de esta (el 20 de diciembre del 2000, en un incendio en su casa de Jesús María), y el que este suceso ya apareciera presagiado –más bien diríamos anunciado– en algunos de sus versos. Libro del Sol resulta por eso una lectura difícil para aquellos que prefieren diferenciar entre la literatura y la vida del autor, especialmente por sus versos finales: “no quiero / pertenecer más a la realidad verdadera ni a la falsa, / por eso incendio mi cuerpo”.
Lo que más llama la atención en estos textos es el recurrente uso de elementos simbólicos y alegóricos (cósmicos, religiosos y naturales), poco comunes en la posmoderna estética de fines del siglo pasado, que parecen remitirse a modelos más antiguos y prestigiosos: Rilke y los simbolistas en general, además de poetas españoles de la generación del 27, como Guillén y Aleixandre. Dentro de estos símbolos, ocupa un lugar central el sol con todos sus atributos: fuego, calor, luz. El sol como generador de vida “natural” es evocado constantemente ya sea en forma directa o a través de alegorías (pájaros, velas, elementos luminosos), pero más que nada tiene una función de guía espiritual, el que nos permite salir de la oscuridad de la noche hacia la plenitud del día.
El libro se inicia con un extenso poema en prosa titulado “Antimediodía” en el que el yo poético se encuentra en la mitad de una noche tan estática y silenciosa como la muerte: “He cerrado las ventanas, los postigos, celosías… Los últimos se han ido. Ya la noche se vuelca”. Pronto los poemas se vuelven diurnos, vitales y hasta optimistas; y aparecen la ciudad de Lima con sus veranos y sus poetas (Eguren, Hernández, Cisneros), los recuerdos de infancia del autor. E incluso temas como el del padre ausente, la poesía y el amor. Pero la mayor parte de los poemas son himnos y cantos al sol: “Baña todos mis sueños, / Sol, / con tu dulce luz inúndales candor (p. 36), “es el Sol / que viaja entre sus rayos / para tocarnos los ojos y la razón” (p. 33).

Un petirrojo visto en la infancia, se convierte para Recalde en un pequeño sol: “Tú eres quien despierta cada mañana a los hombres… saltas en el cielo sobre escaleras inmóviles/ y bajas y subes a la tierra”. Este texto está dedicado a Keats, autor del famoso poema “A un ruiseñor”, que también opone a la fugacidad de la vida humana el carácter intemporal del canto de los pájaros. Pero mientras el poema del inglés es un lamento ante algo irremediable, en el de Recalde hay una firme convicción, muy semejante a la fe religiosa, de que el petirrojo (el sol) es un ejemplo a seguir, y por eso es descrito como un portador de “augurios buenos” para el “paseante esperanzado”.
En esa fe podemos encontrar elementos propios del chamanismo (que el autor dice haber experimentado tanto en el Perú como en España) con otros provenientes de la iconografía cristiana. El sol, la lluvia, las piedras y los pájaros se unen a Cristo, la Santísima Trinidad o la cruz. Se llega incluso a identificar al Sol con Cristo, lo que no resulta tan sorprendente, pues para Jung y sus seguidores, el fundador del cristianismo es en gran medida una actualización del antiguo mito del héroe solar: un personaje luminoso que desciende a las oscuridades del reino de la muerte y regresa triunfante.
Como en todo primer poemario, hay en este ciertas dubitaciones y cambios de registro: mezclados con los solemnes himnos al sol se presentan algunos versos adolescentemente vanguardistas; o textos reflexivos, casi filosóficos. Obra de un autor joven y en proceso de formación, Libro del Sol es sin embargo un poemario valioso y que destaca nítidamente entre los publicados por los poetas de los noventa.