«Binario verso», un cuento de Juan Manuel Chávez

BINARIO VERSO Juan Manuel Chávez El traductor escribió en su lengua materna una versión equivalente a la original y notó que, en cierto modo, la mejoraba. Alcanzaba una cadencia de mayor armonía y su ritmo era superior. Miró las catorce líneas, y quiso ir más allá. En otra página escribió en latín y, en la […]

BINARIO VERSO

Juan Manuel Chávez

El traductor escribió en su lengua materna una versión equivalente a la original y notó que, en cierto modo, la mejoraba. Alcanzaba una cadencia de mayor armonía y su ritmo era superior. Miró las catorce líneas, y quiso ir más allá.

En otra página escribió en latín y, en la siguiente, en italiano. Una pregunta fue el impulso de sus impulsos: ¿hasta qué punto mantendría su espíritu primigenio y se acomodaría a los endecasílabos con traducir desde su traducción? Aquel fue el periodo inaugural de una iniciativa de ermitaño que, a la postre, no lo dejaría solo.

Se imaginó el sonido del poema en francés, y así lo consignó en otro papel. Pasó al portugués, al alemán y al húngaro, siempre desde la versión previa. Revisando un tratado enciclopédico que ganó fama luego de la Gran Guerra, llegó hasta una serie de fuentes que lo ayudaron a dibujarlo en coreano, en japonés y en árabe. Demoró semanas para plasmar las catorce líneas en hindi, en yiddish y en ocho idiomas que resignificaban el alcance cultural de la estrofa de cierre.

Al cabo de un año, amplió exponencialmente su trabajo. Con el paso de un quinquenio, había dado con lenguas muertas de África y Oceanía que otorgaban un hálito onomatopéyico a la rima de las catorce líneas. Una década después, tradujo los versos a los idiomas nativos de la América Meridional. No le faltarían temporadas para ocuparse de los que se habían extinguido en Europa y Asia; tampoco, de las lenguas inventadas por los escritores de ciencia ficción, los de fantasía y algunos cineastas.

Le habían enseñado que traducir es una tarea infinita, incluso cuando se trata de un puñado de vocablos porque nunca se agotan las posibilidades de continuar adecuando, como un tornillo que siempre puede seguir ajustándose. Pero era falso, no es una tarea infinita. Con una verdad de ese calibre comenzó la instrucción de su discípulo.

Ya anciano, frente a la torre de papel con las miles de versiones de ese soneto de juventud, el traductor volvió a pensar en lo equivocado del símil; un tornillo que requiere tanto ajuste es una pieza que se ha estropeado, insana e inútil. Sus resultados eran todo lo contrario: la obra de una vida.

Frente a la torre de Babel que había erigido, el traductor sopesó la monumentalidad de su trabajo y cayó en la cuenta de su sentido: ya no recordaba en qué idioma estaba compuesta la versión original del escrito; podría contrastar, investigarlo, pero tampoco recordaba dónde ni le interesaba hacerlo. El poema, ejecutado suficientes veces de forma similar siendo diferente, era la síntesis de su pasión, sus ilusiones, sus alcances y sus desvelos; en suma, podía considerarlo como la transfiguración de sí mismo.

Entonces, creyó que era momento de traducir el soneto a números, a través de una codificación encriptada que intentaría leer en cientos, miles y millones. Ir, de nuevo, más allá.

Llegada la última noche de todos sus días, el traductor se fue a dormir en la torre de Babel que había erigido, recitando a su modo los catorce versos de cifras y letras; el poema que mudó y trascribió durante medio siglo. Y, ante la rima, consonante y de verso endecasílabo, intuyó que nacía una lengua distinta; anónima y personal. Cuando le sobrevino la muerte, el traductor terminó de sentir en sus labios el gusto de la creación.

Meses después del entierro de su maestro, el discípulo decidió organizar la infinidad de papeles del soneto para convertir las versiones en un solo mensaje, como a fin de cuentas lo eran. Asumió que el mayor homenaje a la labor del traductor consistiría en reducir la boscosa amplitud de su legado a la expresión más sencilla posible, siguiendo la senda numérica que él había iniciado. Tenía sus letras, y las usaría para esconderlas; tenía sus cifras, y se ceñiría a las mínimas.

Puso todo su arte en trasladar los versos más recientes a un código que, por su simplicidad, le permitiera realizar lo mismo con los demás. La operación fue de ensayos y errores, de ensayos y aciertos, hasta que esquematizó toda expresión en una escritura de unos y ceros.

Ejecutó una maniobra matemática que, montada en la lingüística, abría una renovada existencia a los versos; como quien ilumina lo oscuro o trasciende las fronteras de lo convencional. Estaba tan asombrado con el progreso, que rescató de los vocabularios de traductor dos consonantes y una vocal, solo eso, para formar algo menos que una palabra: bit. Con este acrónimo nombró a esos dígitos binarios de un sistema de guarismos, también binario, que en vez de escaleras de endecasílabos eran un río de rectas y curvas. Había comenzado a fluir un lenguaje distinto.

Su arte devino en tecnología, como todo en la vida de la vida de la humanidad; aunque en cada cómputo de corriente alterna y batería de litio palpita, desde su origen, el espíritu primigenio de la poesía.

 


Juan Manuel Chávez (Lima, 1976). Primera mención del Premio Nacional de Novela Federico Villarreal, Premio Copé de Plata en Cuento, ganador de la Bienal de Cuento para Niños del ICPNA y ganador del Premio de Ensayo de Radio UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México).

Es autor de los libros La derrota de Pallardelle (novela); Sonríen los desamparados (cuentos); Lima. Un camaleonte tra due specchi (ensayos); Ahí va el señor G (novela); La guerra del Pacífico y la idea de nación (investigación); Limanerías (ensayos); Latinos y otros peregrinos (crónicas); y Un idioma para la integración social (investigación). Su último libro es El barco de San Martín, novela que forma parte de la Colección del Bicentenario. Este cuento, “Binario Verso”, fue selección final del Premio El Cuento de las 1000 Palabras de la revista Caretas (Perú).

 

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