Juan Ojeda, existir en el ardor confuso

Los buenos poetas siempre nos recuerdan con un verso que la poesía es más que un juego de palabras. Juan Ojeda es un ejemplo de ello.

Publicado

15 Sep, 2024

Escribe James Quiroz

Nuestros mejores poetas se fueron apagando en silencio. Cual estrellas distantes, nos queda su luz inasible: J. E. Eielson, Martín Adán, Rodolfo Hinostroza, Antonio Cisneros, César Vallejo, Juan Ojeda, reposan en alguna constelación secreta. La poesía iluminó sus mentes, su poesía los subleva frente al dominio de la muerte.

Los buenos poetas siempre vuelven a recordarnos con un verso que la poesía es más que un juego combinatorio de palabras. Es ejercicio del intelecto, es necesidad de verdad, es vaticinio y conocimiento, o por lo menos, el intento de desentrañar el lado oscuro de los signos.

No es posible atisbar el abismo y no sufrir las consecuencias. Adán y Ojeda cargaban el peso de estar vivos, la necesidad vital de escribir sobre la experiencia los llevó a territorios inexplorados en la poesía peruana. Y es que no hay experiencia más vertiginosa que adentrarse en los cuadernos de estos dos poetas que racionalizan la experiencia de estar vivo. Y es que la vida no es más que existir en el ardor confuso, como reza un verso del poeta chimbotano:

En el no saber está el saber
En la no vida está la verdad
En el no mundo está el mundo
Y este es el sentido de nuestro explorar:
Existir en un ardor confuso

Juan Ojeda, primero de abajo a la izquierda. Parque cuba, Lima. Archivo: José Reyes

Pero antes de adquirir ese vuelco existencial, ese rigor reflexivo, esa piel de sabiduría, debemos recordar que Ojeda fue un poeta, desde joven, extraordinario, en el sentido de mostrar un trabajo sin concesiones aún siendo un adolescente. Con un vuelo rimbaudiano, Ojeda dejó impávidos a los miembros del jurado del Premio Poeta Joven del Perú de 1965 con su alucinante libro “Elogio de los navegantes”, una arriesgada y apocalíptica mirada del mundo contemplada con los ojos del visionario. Cual chamán hipnotizado por los ángeles, Ojeda escribe como un poseído un poema océano, un canto extenso compuesto por versos libres de largo aliento, imágenes lúcidas y cifradas, fraguadas por su aguda precocidad, una obra victoriosa a pesar de sus excesos (de oscuridad y de cierta repetición), escrito entre los 19 y 21 años. Nada menos.

Juan Ojeda, una época difícil

Fue demasiado para el entendimiento de la época. El libro apenas obtuvo una mención honrosa y, en contraste, el primer premio fue concedido a dos trabajos sin mayor novedad ni profundidad, libros que cumplían con el parámetro lírico del momento, hoy por hoy, condenados a la indiferencia. El segundo premio lo obtuvo otro valioso libro: Las constelaciones de Luis Hernández. Estaba escrito que la poesía ojediana poseería el don de la silenciosa trascendencia.

Para el que ha contemplado la duración
lo real es horrenda fábula. Solo los desesperados,
esos que soportan una implacable soledad
horadando las cosas, podrían
develar nuestra torpe carencia,
la vana sobriedad del espíritu
Cuando nos asalta el temor
de un mundo ajeno a los sentidos

Portada de un clásico de Juan Ojeda. (Foto: César Boyd Brenis)

Juan Ojeda fue un poeta de una profunda devoción filosófica. Si bien sus conflictos internos lo hicieron refugiarse en el alcohol y preferir la soledad, también es cierto que su obra se nutre de esa soledad, del ejercicio intelectual con que emprende la creación, sumado al rigor de sus lecturas (filosofía, historia, política, economía, literatura, etc.). Tal vez sea por eso que los lectores no sepan cómo emprender su obra. Ojeda no es un poeta popular, su poesía exige una predisposición del lector, en su poesía no hay rimas, no hay destrucción del lenguaje, no hay texturas sonoras, no hay ingenio rítmico, no hay versos célebres, no hay ningún poema a la amada o al amor, no hay constancia de su paso por los bares, de sus caminatas con sus amigos, de sus meadas en los basurales, no hay versatilidad ni plasticidad; todo es cavilación, conocimiento, tragedia y metafísica.

Cómo navegar en el
Universo Destruido
estrellas unánimes
galaxias
constelaciones inútiles

Pero Ojeda haría envejecer pronto su propio registro poético. Antes, en 1963, había publicado una plaqueta, Ardiente sombra, un poema sentido y sin mayores propósitos que no fueran las de homenajear al poeta Javier Heraud, caído en Madre de Dios ese año. Tras Elogio de los navegantes su poesía se vuelve seca, pétrea, sus imágenes se diluyen, su pensamiento se vuelve abstracto, sus temas se vuelven inamovibles, su lenguaje, denso. Es sabido que el chimbotano quiso poner todas las disciplinas sociales al servicio de la literatura y crear una obra magna que explicara el mundo.  

Oh el tiempo, el tiempo de morir
Y sobre la tierra una ausencia de dioses

Esa obsesión por escribir una obra orgánica y ambiciosa, recurrente en sus temas y estilo, quizás lo haya motivado a aislarse, a perseverar en su introversión y a frecuentar a sus amigos más selectos, otros poetas que han dado fe del hombre más allá del poeta como Juan Cristóbal, Hildebrando Pérez, Cesáreo Martínez y Danilo Sánchez Lihón quienes lo conocieron y admiraron con afecto.   

¿Cómo los dioses custodian lo eterno? ¿Quiénes
oprimen con gravedad el sentido del mundo?
Dioses. Dioses.

Su obra, como la de Martín Adán, son el mejor ejemplo de que un poema no solo se sostiene en su constructo formal o su ingenio verbal, sino en la agudeza de las ideas, las reflexiones o interpretaciones que se exponen, sea cual sea el lenguaje que lo sostenga. No por nada ambos poetas sintonizaron una noche de “extrabares” que arrancó en el Bar Palermo y terminó al día siguiente en distintos antros limeños, entre lecturas en voz alta de poetas clásicos, según narran Cesáreo Martínez y Gregorio Martínez en sendas crónicas sobre aquella noche bohemia, el “lost weekend” de estos dos enormes poetas.

Y yo huía enloquecido, soportando las revelaciones

El escritor no debe centrarse en “escribir bien”, el creador debe anhelar sabiduría. Aunque no todos estén dispuestos ni dispongan de la capacidad para alcanzarla, bien vale documentar el intento, como lo hizo Juan Ojeda el navegante, quien zarpó muy pronto al encuentro con su destino en 1974 a la edad de treinta años, erigiendo así su leyenda de poeta trágico y alado.

Nada hay en los dominios frescos
del sueño o la vigilia
Así
he considerado con indiferencia mi vida
y debemos marcharnos

James Quiroz
James Quiroz (Trujillo, 1984). Estudió Derecho en la Universidad Nacional de Trujillo y siguió una Maestría en Derecho Penal por dicha casa de estudios. Ha publicado los poemarios La noche que no has de habitar (2010), Rock and roll 2015 y El libro de los fuegos infinitos (2018).

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