Estas últimas dos semanas las he pasado embelesado en la lectura de esta emotiva crónica escrita por José González Balsa, “Bendita locura. La tormentosa epopeya de Brian Wilson y los Beach Boys”, publicada por Editorial Milenio en 2001 (segunda reimpresión en 2006). Quizá se pudo haber trabajado un poco más la foto y los colores de la portada, pero el empaque está muy bien, muy bonito el detalle del surfista en la numeración de cada página y excelentes las cuatro fotos de la contraportada que nos muestran las diversas facetas emocionales de la vida de Brian Wilson.
No conocía la Editorial Milenio (con sede en Lleida), pero, por los interesantes títulos que consigna la solapa, creo que vale la pena echarle un vistazo al catálogo.
González Balsa escribe desde el inmenso cariño y la devoción que siente por la música de los Beach Boys. Así lo deja en claro en la primera parte del libro, el preludio, que lleva el significativo título de “Confesiones de un niño cobarde”. Este es un arranque confesional en el que autor recuerda la primera vez que escuchó “Wendy” en su ya lejana infancia, “con los ojos cerrados, en estado de pasmo, feliz como un idiota”.
Brian Wilson: entre el genio musical y el abismo personal
Después del breve preludio que nos conecta emocionalmente con el relato que viene a continuación, González Balsa hace un alarde de exquisita prosa poética y nos presenta “Cuatro estaciones, cuatro bocetos”, es decir, cuatro pinceladas, cuatro momentos clave de lo que va a narrar. Primero, primavera del 64, en los estudios Western’s Hollywood, Brian Wilson, harto ya de las intromisiones y denuestos de su padre, Murry Wilson, le hace frente, por primera vez en su vida, y lo expulsa de la sala de grabación a gritos. Segundo, verano de 1978, un andrajoso indigente, en medio de la autopista Pacific Coast, pide un aventón a un taxista que circula por allí.
Ese vagabundo es Brian Wilson. Tercero, otoño de 1979, a bordo de su velero Harmony, un feliz y despreocupado Dennis Wilson, se mece en las suaves olas del Pacífico mientras toca la armónica (cuatro años más tarde, en ese mismo lugar, terminaría suicidándose). Y cuarto, invierno de 1991, en la Corte Superior de Santa Mónica, la justicia decide revocar una decisión acerca de la incapacidad mental de Brian Wilson y ordena que el carroñero psicólogo Eugene Landy no tenga ningún tipo de vínculo con su ex-paciente. A partir de ese momento, Brian Wilson está apto para llevar sus negocios y dedicarse a la música.

La redención de Brian Wilson: música, locura y libertad
Después de ese fulgurante inicio que subyuga al lector, González Balsa se toma el asunto con seriedad. Empieza por echar luces sobre ese mito llamado California. Nos habla de su pasado, de la percepción que de esa tierra tuvieron los primeros colonos y los pobladores del otro lado del mar. Nos devela sus símbolos construidos con el ansia del oro y del paraíso, como se describe en “Las Sargas de Esplandián”. California, ese patio trasero de América, esa tierra feliz donde el verano podía ser eterno y la juventud también. González Balsa, premunido de doctos tratados sociológicos, entra al terreno histórico con pie firme y decidido.
Después está el tema del padre. La semblanza que de él hace el autor es terrorífica. No es de extrañar que Brian viviera siempre a su sombra, temeroso y apocado. Murry Wilson fue siempre un lastre para la banda y, antes que Eugene Landy, el hombre que mayor daño le hizo a Brian. El autor no deja de mencionar la socorrida hipótesis según la cual, la sordera parcial de Brian se debe a un golpe que recibió de su padre siendo todavía muy pequeño.
Para biografiar la carrera de la banda, González Balsa ha tomado la acertada decisión de brindarnos una imagen de conjunto, un fresco panorámico de los años sesenta. Como buen ensayista e investigador, comprende que relatar los tópicos más recordados de la larga vida de los Beach Boys sería una empresa técnicamente fría que, en vez de acercarnos al brillo de la banda, más bien nos alejaría. Hace bien, por eso, en empezar por describir California y tratar de entender qué significó para la Norteamérica de entonces esa tierra de promisión.
El brillo crepuscular y la alegría adolescente de las primeras composiciones de Brian para Beach Boys son, precisamente, reflejo de ese sentir californiano. En ese sentido, el surf rock no es un género tan sencillo de explicar. Para comprenderlo y sentirlo, hay que comprender también California, contemplar el brillo del sol sobre el Pacífico como una tentadora posibilidad de redención, hay que penetrar en la mística de los primeros surfistas que veneraban las olas y que se alejaron a playas cada vez más desconocidas conforme el surfing se hacía negocio.
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De ese análisis proviene otro de los temas a los que González Balsa dedica largas páginas: Dennis Wilson. Dennis fue el único Beach Boy que sabía surfear. Su espíritu eternamente adolescente, su sonrisa despreocupada, su belleza y su carisma lo convierten en el prototipo del chico de California. Ni sus hermanos, Brian y Carl, ni su primo Mike Love ni mucho menos Al Jardine o David Marks tenían la apostura y el encanto de Dennis, a pesar de que su trabajo consistió en venderse como tales.

Anejo al tema Dennis Wilson tiene que por fuerza tocarse un asunto luctuoso que lleva el sugerente y elegante subtítulo “Infierno en la Calzada del Cielo”. Se trata del crimen de la familia Manson, el psicópata de perturbadora mirada fija que alguna vez trabó amistad con Dennis Wilson y quien fuera, incluso, víctima de la apropiación de una de sus extrañas canciones. De alguna manera, el fenómeno que causó Manson y muchos santones de la época que predicaban perogrulladas orientalistas con tintes mesiánicos, definió buena parte del sentir de aquellos años que pretendían ser místicos y devinieron en terroríficos.
Finalmente, cómo no, la creación y producción de “Pet Sounds” ocupa buena parte del libro, junto con lo que pudo ser y no fue “Smile”. Los años devastadores de locura y ensimismamiento, en los que el otrora sonriente y sano Brian, anonadado, ahora con sus 150 kilos en la cama, no puede siquiera pulsar una tecla, son las páginas más duras, sobre todo si uno piensa en esa fantástica arquitectura barroca, en esa pieza celestial, en esa sinfonía divina que es “Pet Sounds”.
El libro consigue tender un puente entre el lector y el pulso de una época. Volcarse a sus páginas es instalarse entre el candor de los cincuenta y la efervescencia de los años sesenta. Asistimos, también, con asombro, a la debacle física y mental de un artista prodigioso que compuso el disco definitivo de la historia del pop. Hay un pasaje del libro que nos recuerda que los muchachos que escucharon fascinados los primeros álbumes de los Beach Boys en la comodidad de sus habitaciones, unos pocos meses después eran acribillados a mansalva en una guerra injustificable e incomprensible.
De las delicias de una vida muelle cerca al mar al horror de una cruenta muerte en medio de una selva desconocida. Del apacible sueño edénico en la tierra del verano interminable a la pesadilla en Cielo Drive 10050. El libro logra que esas luces y esas sombras penetren también nuestro espíritu.