Escribe Luis Eduardo García
Mi biblioteca nunca ha sido la misma. Es lógico que así sea, pues los lectores cambiamos a lo largo del tiempo y es lógico que los gustos por los libros no sean los mismos tampoco; estos se renuevan y, en muchos casos, se fortalecen. Los libros que uno acumula en el tiempo son las radiografías de nuestra propia evolución como lectores.
Antes de que yo formara mi propia biblioteca, en casa había una que contenía cerca de 400 ejemplares, en la que abundaban enciclopedias, diccionarios, tratados de política y colecciones clásicas de literatura. Allí hice mis primeras lecturas y de allí salté en busca de autores y libros nuevos, más modernos digamos.
Mi primera biblioteca constaba de unos 40 libros entre los que destacaba una antología de Borges (allí leí por primera vez «El Aleph» y ‘El jardín de los senderos que se bifurcan»), la de tapas verdes publicada por Emecé en los 70, creo, así como otros títulos de la colección Salvat de le década de los ochenta. Tenía entonces catorce años. Cuando vine a Trujillo, en 1983, el número de mis libros se incrementó, siempre con la ayuda de mi padre, a un par de cientos y así fue creciendo de tanto en tanto.
De los ochenta hasta los noventa, mi biblioteca creció lentamente, pero no dejó de crecer. Su lentitud se explica porque entonces era un joven cuya economía dependía de la ayuda de su padre. Cuando alcancé cierta independencia material gracias a diversos trabajos que realizaba como profesor y periodista, los libros empezaron a ocupar con más fluidez las estanterías y a multiplicarse por doquier. Las estrechas habitaciones que ocupaba como inquilino ya no podían contener los libros que seguían llegando y llegando. Con los años, mi departamento ha albergado entre tres o cuatro mil títulos como máximo.
No sé cuál es el número de libros que debe contener una biblioteca para ser controlable. Lo cierto es que hay un momento en que esta escapa de nuestra mente y de nuestros manos y perdemos no solo la cuenta de cuántos libros tenemos, sino también de dónde están ubicados. Cuando esto ocurre, puedes tardarte una noche entera en hallar un título y, a veces, varios días y semanas, hasta que das con él luego de recomponer imaginariamente el orden que has planificado en tus estanterías. Asimismo, puede suceder que, tras una búsqueda infructuosa, te des por vencido y compres el libro que no encuentras porque crees que nunca lo tuviste o lo has perdido para siempre no sabes cómo.
No soy un comprador a las apuradas. Antes de adquirir un libro indago, rastreo, pido opiniones y hago un seguimiento más o menos minucioso, y entonces voy a lo seguro. Otras veces, si se trata de un autor a quien admiro, compro a ciegas cualquiera de sus títulos. Me pasa con Borges, con Pessoa, con Cărtărescu, con Vallejo y con otros más. Ese proceso es la primera selección que hago para quedarme con los libros. La segunda es cuando, luego de varios años, hago un balance y decido que en lugar de entrar en mi biblioteca hay ciertos libros que deben salir de ella.
Esta segunda selección, que yo llamo “antología general de los libros que quieres tener”, es, en primer lugar, dolorosa, pues tienes que desprenderte de objetos que amas y con los cuales has convivido en un estado de gracia; y, en segundo lugar, es necesaria, en tanto obedece a una serie de factores circunstanciales, en la que debes actuar hasta cierto punto como un budista: renunciar al apego, a la noción de propiedad y cortar al cordón umbilical y sentimental que te une a ellos. No es fácil, pero hay que hacerlo.
Esos factores que te obligan a deshacerte de tus libros son banales pero conminatorios: la falta de dinero, la falta de espacio, la convicción de que hay libros que ya nunca leerás, la certeza de que la única de manera de comprar nuevos es renunciar a los que les has perdido el gusto. Lo más doloroso es hacerlo por dinero, porque casi todos los libros a los que dejas por esta razón son a costa de tu propia voluntad.
He realizado tres purgas dolorosas y necesarias a lo largo de mi vida. La primera fue dura, pero soportable. La segunda, menos dura, aunque insoportable y la tercera más dolorosa que todas y, sobre todo, colmada de remordimientos. Ocurre que la selección previa que hice antes de vender los libros que, en mi ilusa y apurada mente eran “renunciables”, dejé pasar algunos que ahora echo de menos por su importancia, por las apostillas que tenían en sus páginas y por valor sentimental que les atribuía. No hice una discriminación rigurosa. La que hice hizo agua por todas partes y la voy a llevar como un cargo de culpa el resto de mis días. Se me fueron, por ejemplo, algunos libros de Auster, de Nabokov, de Murakami y de Borges. ¿En manos de quién estarán ahora?
Querido lector, me atrevo a darte un consejo: cede al llamado de tu mundo budista interior que te pide renunciar a la vida mundana y material, pero ten cuidado, hay renuncias y renuncias. No vaya a ser que, por allí, se filtre un ejemplar de tu autor más querido, un libro al que le has prodigado muchas caricias y atención de lector impenitente. Un consejo, aunque sea de conejo.