Escribe Ybrahim Luna
A ciencia cierta ningún humano sabe cómo se pronuncia fonéticamente Cthulhu, el nombre de un ser gigantesco y cósmico de cabeza pulposa que descansa en R’lyeh, una ciudad sumergida en las profundidades del mar. Nadie que sea sensato con su cordura ensayaría los decibeles e inflexiones necesarios para designarlo o invocarlo. Nadie…, excepto su creador: el escritor estadounidense de terror y ciencia ficción Howard Phillips Lovecraft. En realidad…él tampoco sabría.
Y nadie sabe lo que habita más allá en los supuestos confines del espacio exterior. Pero la literatura nos permite viajar más allá de nuestras posibilidades y divisar formas nebulosas de un millón ojos y tentáculos que juegan con la humanidad como si se tratase de un pequeño hormiguero. A través de los sueños inflamados por la lectura de libros prohibidos podemos conocer a seres primigenios venerados por culturas antiguas y podemos imaginar que en otras dimensiones la muerte no es la muerte, a lo mucho un sueño intranquilo. Y todo gracias a un hombre de media edad que salía poco de casa y vivía rodeado de libros.

Pero vayamos al inicio de todo y busquemos el porqué de los monstruos del pequeño Howard. Y tal vez, rastreando el singular episodio de su infancia, podamos entender mejor su mundo de magia, metafísica y miedos.
Corría el año de 1893 en Estados Unidos, cuando el matrimonio de los Lovecraft se vino abajo. El esposo, Winfield Scott Lovecraft, un comerciante joyero, había sufrido un ataque de locura en un hotel de Chicago, por lo que fue trasladado a un sanatorio mental y luego a un hospital en donde moriría años más tarde debido al deterioro cerebral que le produjo una sífilis. El diagnóstico de la época fue “paresia general” (hoy: neurosífilis). Desde aquel incidente, la esposa, Sarah Susan Phillips, se vio obligada a dejar Boston y a regresar a la casa paterna ubicada Providence. Sara se presentó con su hijo de tres años. Ese niño, a quien se le aseguró que no podía comunicarse con su padre porque se hallaba en estado de coma, sería uno de los autores más trascendentes de la literatura de horror y ciencia ficción.
El pequeño Howard Phillips Lovecraft (siempre llevó primero el apellido materno) no sabía lo que le esperaba en esa enorme residencia que para la época era una mansión con una de las mejores bibliotecas de la ciudad. Howard había nacido en esa misma casa de Providence el 20 de agosto de 1890; pero sus padres emigraron buscando independencia.
Sarah Susan Phillips, nacida en 1857, fue recibida por sus padres y sus hermanas solteras Lillian y Annie, además de algunos criados. En ese pequeño mundo, con permanentes reminiscencias a ilustres ancestros británicos, es que Howard se criaría con la educación doméstica y la sobreprotección femenina.
Lo primero que hizo de Sarah, ya reinstalada en casa, fue acondicionar las salientes de la cama de su hijo para que este no se hiciera daño, y ordenar a quien lo sacara a pasear de la mano que caminara inclinado para evitar el riesgo “de arrancarle un brazo”. Así lo revela el biógrafo Roberto García-Álvarez en su libro “H. P. Lovecraft, El caminante de Providence”.

No se establece desde cuándo los vecinos de los Phillips empezaron a considerar a Sarah como una mujer desequilibrada. Y tampoco se sabe por qué ella decidió vestir a su hijo como mujer. Hay fotos de la época donde el pequeño Howard aparece con falda y el cabello en bucles. Los biógrafos no han determinado un único motivo. Para algunos se trató de un viejo ritual victoriano de paso a la masculinidad, donde el mismo niño tenía que deshacerse de la vestimenta para ir al baño. Pero eso no duraba más de dos o tres años. Para otros, fue un trauma no resuelto de Sarah que siempre soñó tener una hija.
De cualquier modo, el pequeño Howard le solía decir a la gente que era una niña. Pero con el tiempo entendió que algo no andaba bien y a los seis años decidió que no quería llevar más esa condición y le exigió a su madre verse como un varón. Sarah le enseñaba fotos de caballeros antiguos para convencerlo de que los hombres también llevan indumentaria diferente; pero Howard insistió, logrando que su madre, entre dolida y rabiosa, le cortara el cabello y le cambiara las faldas por pantaloncillos. Los bucles fueron guardados en una caja que el escritor conservaría como curiosidad hasta su edad adulta.
La decisión del pequeño fue como una puñalada para su madre, quien resolvió desde entonces tener poco contacto físico con su hijo. El resentimiento fue tan grande que a Sarah no le interesaba consolar a Howard cuando este le contaba, acongojado, que los otros niños lo llamaban feo. Ella le decía que esos niños tenían razón. Sarah incluso le llegó a decir a propios y extraños que su hijo era horrible. Howard tenía los ojos ligeramente saltones y un prognatismo mandibular que hacía ver su mentón más prominente, pero de ninguna manera era un monstruo. En sus reflexiones de adultez, Howard se preguntaba cómo las personas podrían querer a alguien con su aspecto.
En ese ambiente, de asfixiante amor, el pequeño desarrolló su legendaria precocidad. A los dos años declamaba poemas, a los tres ya leía y a los cinco empezó a escribir y declaró su escepticismo por todo lo religioso.

El abuelo materno, Whipple Van Buren Phillips, fue un exitoso negociante con gran gusto por el arte y la política. En su mejor momento hizo un par de viajes por Europa y llegó a ser Gran Maestro de una orden masónica. Su biblioteca poseía más de dos mil de volúmenes de diferentes ramas. A la abuela, Robie Alzada Place, se debe que la biblioteca también contase con varios libros de astronomía, los que fueron fundamentales en la formación creativa de su nieto. Aportes que el abuelo Whipple también hizo, ya que solía contarle a Howard historias de terror como si fuesen cuentos para dormir, además de iniciarlo en la literatura gótica y sobrenatural.
De esa biblioteca, Howard se enamoró en primera instancia de los “Cuentos de los hermanos Grimm” y “Las mil y una noches”, y luego de libros de teoría científica y, por supuesto, de los clásicos de la literatura. A la corta edad de cinco años, y debido a sus lecturas, Howard sintió un pasajero apego por el islam; luego, a los siete, se abocó al estudio de la mitología clásica y empezó a jugar a ser un pagano que levantaba altares a los dioses griegos. El biógrafo Roberto García-Álvarez revela que el pequeño Howard aprendió algo de latín y griego por su cuenta.
Pasada la “etapa mitológica”, el interés del pequeño regresó a la astronomía, la que decretaría su definitiva condición de ateo, al comprender, según su punto de vista, la insignificancia del ser humano ante la inmensidad inabarcable del universo. Todo esto siendo un niño. Se dice que a los diez años ya había leído la mayor parte de la biblioteca familiar.
Mientras tanto, Sarah, cada vez más inestable, se desvivía por proteger a su “rayito de sol” de cualquier molestia que pudiese importunarlo. El abuelo, por su parte, ejercía acciones más prácticas para ayudar a su nieto con sus temores iniciales. Por ejemplo, para que Howard superase su miedo a la oscuridad, el abuelo lo hizo caminar a ciegas por toda la casa hasta que memorizase cada rincón, lo que dio un resultado positivo.
Los hijos de los vecinos veían a Howard como un bicho raro que apenas asomaba por la ventana. Y es que a Howard le aburrían los niños de su edad y prefería jugar solo, escenificando hechos históricos con la mayor exactitud posible. Cuando murió la abuela, el pequeño mostró su aversión por el color negro y quiso cubrir el luto de los demás con recortes de papeles de colores.
En 1898 llegó la noticia de la muerte de Winfield Scott Lovecraft, quien estaba internado en el Hospital Butler. Sarah, con principios de lo que en esa época se conocía como “histeria”, vivía presa de obsesiones sobre la seguridad y el futuro de su “feo” hijo. Obsesiones que se agravaron al verse viuda.

Sarah tenía la idea de que su hijo estaba imposibilitado para ganarse la vida por su propia cuenta y eso la enfermaba. Por ello le procuró la mejor educación que pudo. Por ejemplo, contrató a una profesora de violín para que le diese clases particulares, lo llevó al teatro y a los museos que tanto le gustaban. A los ocho años, Howard ingresó a la primaria, pero Sarah lo retiró un año después aduciendo que el estrés de la vida escolar complicaría la salud mental de su hijo. Por aquel entonces, el pequeño empezó a tener pesadillas con seres terribles y lugares desconocidos. En esa misma época, Howard se topa con la obra Edgar Allan Poe, la que marcaría su vida y sus gustos literarios para siempre.
Cuando Howard retornó a la escuela, Sarah le advirtió sobre la necesidad de reunirse solo con amigos que pertenecieran a la aristocracia blanca y no hacer mayores tratos con gente de clases inferiores. Sarah le inculcó el miedo por toda la gente extraña que no estuviese a su nivel de cultura. Sobre todo, le hablaba de los inmigrantes extranjeros que veían por las calles como si fueran leprosos, y lo hacía desde su pedestal de descendiente de aristócratas ingleses venidos a menos.
Pero a la par que Howard empezaba a descollar en conocimientos y producción de poesía y ensayos, también empezaban a manifestarse sus primeros ataques nerviosos. Esos ataques, que iban acompañados de tics, espasmos y jaquecas, asustaban a sus compañeros de clase. En ocasiones madre e hijo compartían crisis al mismo tiempo.
En 1904 muere el abuelo Whipple, y los Phillips se vieron obligados a mudarse a un inmueble más pequeño y precario, lo que hizo pensar a Howard en el suicidio. Pero el golpe más fuerte para Howard se dio a sus dieciocho años cuando sufrió un ataque de ansiedad que lo incapacitó para concluir la secundaria y postular a la universidad. Esa etapa, que duró cinco años, la pasó encerrado en casa. La sensación general de Howard era la del fracaso.
Los años pasaron con permanente altibajos. En 1919, Sarah ya mostraba un marcado deterioro de ánimo que desembocó en un cuadro de “histeria total” que la llevó a ser internada en el hospital Butler, el mismo hospital en el que murió su esposo. Ella falleció allí en 1921 producto de una septicemia.

A pesar de los sucesos de su infancia, hay pruebas de que Howard quiso adaptarse a su entorno de algún u otro modo, ya sea intentando jugar con sus compañeros, haciendo excursiones al campo o visitando a familiares; o en su vida adulta viajando por distintas ciudades. Aunque su corazón siempre regresaba a su biblioteca en Providence.
Tras la muerte de su madre, Howard, de 31 años, conoció a Sonia Haft Greene, una mujer cosmopolita siete años mayor que él, con quien se casó y mudó a Brooklyn, New York. La unión no duró mucho –según la mayoría de biógrafos– por los permanentes problemas económicos, por el desinterés sexual de Howard y su odio por la agitada vida neoyorquina.
En las miles de cartas que escribió Howard –conocido ya solo como Lovecraft– a sus amigos, seguidores y miembros del “Círculo Lovecraft”, recuerda con cariño a sus padres, describiéndolos como personas cultas y respetuosas. Es poco probable que Howard recordase muchas cualidades de su padre Winfield, ya que la última vez que lo vio apenas iba a cumplir los tres años; y sobre su madre, bueno, es entendible la condescendencia. En esas mismas cartas, donde evidencia grandes conocimientos literarios, científicos y políticos, también se cuelan sus prejuicios raciales contra los afroamericanos de Estados Unidos, su misantropía, su conservadurismo pasajero (luego llegó a simpatizar con ideas socialistas) y su idea de las castas superiores. Sobre estos puntos el psicoanálisis diría que es obvia la impronta de la época y sobre todo la influencia materna. Se puede decir que nadie amó más a Howard que su madre y nadie le hizo más daño al mismo tiempo.
Desde 1920 hasta 1935 Lovecraft publicó varios cuentos catalogados como de “horror cósmico”, que se convertirían póstumamente en joyas de la literatura contemporánea, como (sin orden cronológico) “La llamada de Cthulhu”, “El color que cayó del cielo”, “El horror de Dunwich”, “Los gatos de Ulthar”, “Dagón”, “En las montañas de la locura”, “La sombra sobre Innsmouth”, “La ciudad sin nombre”, “El testimonio de Randolph Carter”, “Historia del Necronomicón”, etc. Todos publicados en revistas del género pulp, género dedicado a la difusión popular de la ciencia ficción.

Los amantes de la literatura fantástica le deben a Lovecraft la fascinación por lugares mágicos y aterradores como Arkham, Miskatonic o Innsmouth, y el conocer a deidades tan poderosas y siniestras como Cthulhu, Nyarlathotep, Azathoth o los Shoggoths.
Howard Phillips Lovecraft murió en su amada Providence el 15 de marzo de 1937, a los 46 años, víctima de un cáncer intestinal, sin haber publicado un libro en vida. Hoy, su “horror cósmico” es conocido en todo el mundo gracias a las ediciones póstumas que compilaron su trabajo y salvaron su legado. Esto gracias a la labor de un grupo de colaboradores del denominado “Círculo Lovecraft”, entre ellos August Derleth, Clark Ashton Smith y Frank Belknap Long.
Una de las biografías más completas en castellano sobre Howard le pertenece al psicólogo y escritor español Roberto García-Álvarez: “H.P. Lovecraft, El caminante de Providence” (GasMask Editores), cuya versión digital apareció en 2020.
