Escribe Gabriel Rimachi Sialer
“La memoria infinita”, galardonada con el Premio del Jurado en el Festival de Sundance y los Premios Forqué, además de obtener nominaciones importantes en los Premios Goya, es la nueva entrega de la cineasta chilena Maite Alberdi, quien ya había sorprendido al público con “El agente topo”, film nominado al Óscar y ganador del Premio del Público en el Festival de San Sebastián. Presentada en el formato documental, la cinta recoge los años de convivencia de la actriz Paula Urrutia con Gonzalo Góngora, periodista cuya participación informativa durante la dictadura de Pinochet fue clave para denunciar las atrocidades del régimen y recuperar la memoria de los años más terribles de Chile. Con el fin de la dictadura, Góngora se dedica al ámbito cultural y a escribir libros, Urrutia llega a ser ministra de Cultura en el gobierno de Bachelet, y todo parece ir bien hasta que a él le diagnostican Alzheimer.
¿Qué puede ser más difícil, desconcertante y triste que ir perdiendo gradualmente la memoria? ¿Qué desesperación nos abordaría al no poder recordar quiénes somos o dónde estamos? El Alzheimer invade la memoria apagando nuestros recuerdos lentamente, aún los más fuertes y queridos, hasta que nuestra vida se diluye en la nada y terminamos por olvidar el nombre de la persona que más amamos, y, en ese proceso, desborda también el dolor y el amor de quien nos ama. “¿Sabes dónde estás?” Le pregunta Paula a Góngora, recién despertado. “No”, responde este. “Estás en tu casa… en la casa que construimos juntos”.
La casa, ese espacio íntimo donde vamos construyendo nuestra memoria cotidiana y desarrollamos nuestros afectos más cercanos, se convierte también en un pequeño infierno doloroso cuando la vida nos condena a ver cómo se va alejando para siempre la persona a quien amamos sin que podamos hacer absolutamente nada más que seguirlo amando hasta donde den las fuerzas, arañando los recuerdos para que no se escapen entre los dedos, abonando la ternura que nos dará la fuerza para no renunciar frente al dolor. Escribo ahora en tercera persona y me preguntó por qué lo hago. Por qué simplemente no me refiero a los personajes extraordinarios de ese documental potente y registro lo visto. Lo hago porque tengo miedo. Porque esa cinta me ha puesto a pensar en qué sería de mí si me pasara aquello. Si olvidara a mi amor, a mi familia, a mis amigos, a mis libros. En si alguien me querría tanto y me trataría con tanta ternura mientras olvido la letra de alguna canción o incluso quién soy.
Llega un momento en que la desesperación se hace de Góngora, un momento también en que esta desesperación se hace de Paula, y nosotros como espectadores quisiéramos que algo pasara ahí, algo que permitiera que aquella historia real de amor bonito continuara… pero la vida continúa su camino, como un incendio que lo devora todo y, en ese camino, se incendian también los recuerdos. “Reconstruir la memoria es un acto para construir el futuro. Sin memoria no sabemos quiénes somos, sin memoria divagamos desconcertados sin saber a dónde ir…” escribe Góngora en una larga dedicatoria a Paula cuando estos empezaban a salir, antes de casarse. “Nunca me olvides” le dice ella. “Nunca, mi amor, nunca… te lo prometo…”, responde él. Y entonces la imagen del tacto, tocar el rostro del otro, sentir el calor del otro, el olor del otro… García Márquez escribió alguna vez: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. Y algunas veces así es la vida. Y así el amor.