Escribe Pepe Cantellano
—José, hermanito, soy Beto— José sólo miraba a su hermano como a un desconocido.
Beto es un viejo y amoroso panadero retirado, siempre amable, de palabras cariñosas y ceremoniosas con toda su familia. Junto a su esposa Oli llegaron de visita sorpresa para ver a su hermano José, quien tenía 92 años y vivía a muchos kilómetros de distancia. Tenían al menos un par de años de no verse.
—José ¿No te acuerdas de mí? — Volvía a preguntar con un nudo en la garganta.
Beto, con doce años menos, insistía en querer que su hermano lo reconociera, pero era inútil. José sólo lo miraba extrañado, entrecerraba los ojos, pero no lograba reconocerlo. La demencia senil ya hacía estragos en su memoria, pero por momentos tenía chispazos de lucidez y aunque no lo identificaba, empezó a preguntarle por familiares fallecidos muchos años atrás.
—¿Y mi mamá? — preguntó José con voz apenas entendible.
Beto no sabía qué responder y lo primero que se le ocurrió fue decirle con un tono de voz más alto:
—¡Te manda saludos Esther!
—¿Esther?
—¡Sí, Esther, nuestra hermana!
—¡Mi hermanita! — José balbuceaba— ¿Y Gemi?
A Beto se le cristalizaron los ojos, no sólo se le notaba triste, sino también preocupado. Volteaba a ver a sus sobrinos y a su cuñada. Él y su hermano se querían tanto y no comprendía cómo es que lo había olvidado, no comprendía por qué preguntaba por su madre y por el hermano que décadas atrás habían enterrado. Pero todo eso era una situación que sucedía a diario con cualquiera, con su esposa, con sus hijos, con su nuera, con todos, y a cada uno de ellos le preguntaba por gente que ni siquiera conocieron.
El panadero volvía a mirar a su hermano, lo contemplaba. De repente reían. De repente parecía que se comunicaban con las miradas, como si empezara nuevamente la complicidad entre ellos, a pesar de los años, a pesar del olvido. Por momentos soltaban algunas lágrimas mientras seguían en silencio, mirándose como si lo hicieran frente a un espejo. Beto parecía querer entrar a los pensamientos de José para acomodarlos mientras levantaba su mano y tocaba cariñosamente su mejilla.
—Lo veo raro sin sus lentes— Dijo de pronto.
—Mmm, Beto, cada vez que le pongo unos nuevos los rompe. Ya lo regañé, le dije que le iba a jalar las orejas y que ya no le voy a comprar otros ¿Y que crees? Nomás se ríe el canijo, parece niño chiquito— Respondió de buen humor la mujer de José, mucho más joven que él.
—¡Ay, mi hermanito! — Dijo dibujando una enorme sonrisa, arrugando la nariz, igual que su hermano.
De pronto, uno de los hijos de José tomó su cámara fotográfica y los interrumpió.
—¡Tío, abrázalo para tomarles una foto!
Él accedió rápidamente, lo abrazó. El hermano parecía que estaba en otra dimensión, pero por inercia agarró su mano y la imagen quedó capturada. Se les veía contentos.
Esa fue su última foto juntos, esa fue la última vez que se vieron, José murió veintiún meses después.
Uno nunca sabe dónde y en qué momento va a terminar, uno nunca sabe a que edad, uno nunca sabe las condiciones en cómo se dará, pero más allá de eso, uno nunca sabe cuándo será la última vez que veremos con vida a un hermano tan querido.