Escribe Gabriel Rimachi Sialer
“Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín. Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál?”. Empieza así la gran novela de Mario Vargas Llosa, “Conversación en La Catedral”, ubicándonos en una Lima gris y apática, aplastante, describiendo una ciudad que se mueve, viva o siempre agonizante, entre la neblina y bajo la grisura de su cielo, pero ¿siempre fue así nuestra ciudad?

Cuando el conquistador español Francisco Pizarro decidió fundar la nueva capital del imperio español, pensó inmediatamente en Jauja. Por alguna razón que no está del todo clara decidieron, después, buscar una zona cerca del mar. La búsqueda empezó cuando, un seis de enero, salieron emisarios desde Pachacamac para escoger el verde y fértil valle del Rímac como el lugar donde, finalmente, se fundará el dieciocho de enero de 1535 la “Ciudad de los reyes”. A diferencia de los antiguos, que solían respetar las productivas zonas agrícolas por obvias razones, los españoles decidieron asentarse en pleno valle, dibujando su damero arquitectónico y dando inicio a una muerte lenta, muy lenta, de las zonas verdes. Esta falta de verdor se hizo más y más extensiva conforme pasaron los años. En 1884 el escritor norteamericano Herman Melville, autor de la estupenda “Moby Dick”, escribió sobre la neblina de Lima y su cielo gris y su geografía árida: “No son sólo estas cosas las que hacen de Lima, la sin lágrimas, la ciudad más extraña y triste que puede verse”. Así, el cambio arquitectónico de la ciudad ha devenido también en una transformación sobre cómo la literatura la percibe y la registra. Un referente ineludible es el gran trabajo de Ricardo Palma, “Tradiciones peruanas”, que marcó a varias generaciones del siglo pasado.

Lima es, ahora, una novela total imposible. Podríamos establecer una suerte de radiografía literaria de nuestra ciudad en diferentes tiempos para ver cómo ha cambiado. Por ejemplo, ya no existen más las bodegas de chinos tal como las describe Siu Kam Wen en aquella joya titulada “El tramo final”, o los oficios señalados a determinadas razas, como le ocurre al gasfitero de “Tristes querellas en la vieja quinta”, de Julio Ramón Ribeyro (“¡La vieja tiene un amante! ¡Y encima es japonés!” grita Memo García); con las nuevas tecnologías cada vez menos niños juegan al trompo como en el cuento de Diez Canseco, y en contraparte viven adictos a los videojuegos en las pantallas de los teléfonos celulares, como en algunos cuentos de los más jóvenes cuentistas peruanos. La vida en la ciudad se ha reconfigurado con el desarrollo de la tecnología, pero también con las nuevas formas de convivencia. La migración trajo consigo su propia carga cultural y, en el lugar donde se estableció, ha buscado mantenerla vigente en sus nuevas generaciones. ¿Se ha escrito ya de fiestas patronales en la urbe? ¿Ya hay cuentos que ocurran en algún cortamonte de Trapiche o ATE? ¿Alguna novela ha narrado alguna historia de esas que ocurren, por ejemplo, en los conciertos de música chicha que hay cada fin de semana y hasta las últimas consecuencias en los cientos de locales que los organizan en la Carretera Central? ¿Existe acaso esa mirada necesaria más allá de una Lima que se resiste a ser contada más allá de Miraflores, San Isidro, Barranco, Surco o San Miguel? Claro que sí.

Giovanni Anticona, por ejemplo, retrató en sus novelas “Lima Sur”, “Lima Este” y “Lima Norte” a un sector de la población que era apenas mencionado en otras ficciones y cuyas historias funcionan como la radiografía de una ciudad que ha crecido integrando culturas provenientes de todas partes del Perú. Carlos Rengifo, Ernesto Carlín o el experimentado Dante Castro retrataron un Callao violento y festivo en algunos de sus cuentos, además de desarrollar historias donde la política va tejiendo destinos muchas veces trágicos para sus personajes (sobre todo Dante Castro, cuya literatura aborda además la violencia política y los cuestionamientos al poder). Pasa lo mismo con autores como Cronwell Jara, Augusto Higa o Emmanuel Grau, cuyas ficciones (algunas de ellas) transcurren en el histórico distrito de El Rímac; o el retrato de una Lima violenta y llena de música subterránea en las ya clásicas “Generación Cochebomba” de Martín Roldán o “Incendiar la ciudad” de Julio Durand. Ya Oswaldo Reynoso había retratado con maestría la procesión del señor de los milagros en su emblemática novela “En octubre no hay milagros”. Y la lista es larga y rica en tramas.

La ciudad ha cambiado y ya los poetas no se preguntan, como Bertold Brecht, “¿En qué casas de la dorada Lima vivían los constructores?”. Ahora la literatura limeña ha ampliado su espectro, le ha perdido el miedo y ese solemne respeto a escribir sobre las geografías que dominaron el siglo pasado. Se ha abierto la puerta de una Lima como infinita posibilidad literaria, como una utopía -la de Salazar Bondy- que, a punta de ficciones, los escritores aspiramos a retratar con mayor o menor suerte, pero ¿es posible una historia que atraviese todas esas capas sociales que ahora conforman la ciudad? ¿Todas esas formas de expresión cultural sin perder el ritmo, la tensión o la forma? En una ciudad tan diversa como complicada parece una tarea imposible, una tarea que, a pesar de las transformaciones de la ciudad, muchos escritores no dejan de ambicionar.