Recordar es fácil para quien tiene memoria,
olvidar es difícil para quien tiene corazón.
Gabriel García Márquez
I
—Tenía once años la primera vez que vi un muerto —dijo John, levantando la mirada al cielo encapotado. A unos metros, sus estudiantes armaban una fogata—. Han pasado cuarenta años y aún no logro sacar de mi cabeza esa mirada, esos ojos.
—¿Un familiar? —Preguntó el oficial. Había sacado un cigarrillo de su casaca e intentaba encenderlo poniendo su mano contra el viento que corría con violencia a esas horas de la madrugada. Lo logró y dio una calada. La voluta iluminó por un segundo su rostro cansado—. Yo he visto tantos finaditos que ya me acostumbré, pero el primero jamás se olvida.
Los tres estudiantes que acompañaban a John en el campamento se acomodaron en sus bolsas de dormir, alrededor del fuego. Estaban a unos cincuenta metros de la acequia.
—Sí, fue una prima que era ya mayor; bueno, yo tenía once años y ella debía tener unos veinte. Era jugadora de vóley en un club deportivo, grandota, le decían la negra porque era muy trigueña, un mulón de esos y tenía una mano tan fuerte que cada vez que reventaba la pelota se escuchaba en todo el gimnasio. Era el orgullo de mis tíos…
Se hizo un silencio. El policía se acercó al borde de la acequia donde habían colocado el cuerpo de un ahogado, sin documentos, con la barriga hinchada, el pantalón y la camisa destrozados por el alambre de púas con que forran las acequias para que contengan las ramas y la basura que arrojan los pobladores. Un campesino borracho, seguramente, que había caído por pura mala suerte unos quinientos metros más atrás y la fuerza del agua había arrastrado hasta que se quedó atrapado ahí, frente a la huaca donde John acampaba con sus alumnos. Uno de los estudiantes fue a orinar y lo encontró. Tuvieron que llamar a la policía, que después de sacarlo y ponerlo boca arriba, lo cubrió con un plástico azul, asegurándolo con piedras. Ahora tenían que esperar al fiscal. El compañero del oficial estaba en la patrulla, durmiendo.
—Ah, carajo, la muerte de un familiar nunca se olvida. ¿Y cómo fue? ¿Qué le pasó a la señorita?
—Es una historia un poco larga.
—Bueno —dijo el policía mirando alrededor— no hay nada más que hacer acá hasta que llegue el fiscal. El muertito no se va a ir ¿No tendrán por ahí un trago? Hace un frío de mierda.
Se sentaron en la arena y John sacó una botella de pisco. Después de darle un buen sorbo, se la pasó al policía, que limpió el pico con su mano y le dio otro sorbo. John sintió el calor del alcohol quemando su garganta. Encendió un cigarrillo. El viento silbando entre las ramas le escarapeló el cuerpo. Volteó a mirar a los estudiantes, que ya dormían en sus bolsas, abrigados por la fogata. ¿Dónde había escuchado ese sonido?
Corina se llamaba mi prima, pero todos la llamaban Corinita. Ese domingo temprano se apareció con su mamá, mi tía Nancy, llevando una fuente de causa. Adela, la hermana de mi mamá, abrió la puerta, la tía Raquelita salió de la cocina, estaba preparando humitas. Mi tío Lucho llegó después, cerca del mediodía, pero estaba borracho. Cantaba a gritos una cumbia norteña y sonreía después de cada sorbo de cerveza. Mi tía Nancy le celebraba sus gracias y mi tío la sacaba a bailar. Llegaron después mis demás primos con sus mamás, todos de mi edad o más pequeños, y nos fuimos a jugar al comedor, porque donde estaban los mayores no podíamos estar nosotros.
Llegaron los demás tíos y la fiesta se puso bonita. La comida salía primero para los niños y luego para los adultos. Los platos con causa norteña, las humitas saladas, la fuente con arroz con chancho, las jarras con chicha morada helada, las conchitas con limón y rocoto picado. Cuando estuvieron satisfechos, volvieron al baile. La música a todo volumen. El tocadiscos no dejaba de sonar.
—¿Alguien ha visto a Corina? —Preguntó la tía Nancy.
—Seguro se fue con sus amigas, tía— Le respondieron mientras bailaban— Déjala que ya es una señorita profesional.
—Qué señorita ni qué ocho cuartos —Dijo la tía Nancy, y tomó un largo sorbo de cerveza.
Corinita se acababa de graduar de psicóloga en la universidad Villarreal. Apenas la noche anterior había sido su graduación y celebraron hasta que los panaderos salieron con pan caliente en sus triciclos. Luego de dejar la fuente de causa, Corinita se había encontrado con sus amigas en el Scala Gigante de Alfonso Ugarte. Profesionales al fin, el horizonte se presentaba dorado para ellas. En el auto de una de sus compañeras se fueron en grupo a San Pedro, a desaparecer la resaca bajo el sol playero de ese verano inolvidable.
—Ay, tía, vamos, sírvase otra copita y vamos a bailar ¡A ver que saquen el yonque para quemar el chancho del almuerzo!— Gritó el tío Lucho.
La tía Nancy brindó con la copita y salió a bailar; la alegría estaba ahí como debía estarlo siempre: como si el mañana no existiera. Entonces sonó el teléfono dos, tres, cuatro veces. La tía Raquelita renegaba porque nadie quería contestar. La canción del Cuarteto Continental se escuchaba desde la calle. Ayyy, el niño salió a la calle y se encontró una medallita... ¡Quién contesta, por favor! …el niño salió a la calle y se encontró una medallita… ¡Estoy sacando las humitas! Que representa la imagen de la virgen María, / preciosa virgencita, y el niño se persigna al besar su medallita… Pero nadie quería contestar. La tía Raquelita salió de la cocina, atravesó el comedor donde los niños jugaban Monopolio y luego cruzó el umbral para darse con la fiesta a tope. Risas, pasitos con las manos por sobre las cabezas, el saltito del Cuarteto Continental. Ayyy, el niño salió a la calle y se encontró una medallita… Nadie parecía escuchar el teléfono, sólo la tía Raquelita que, entre risas y golpes de cadera, ella, tan finita, tan delicadita, tan Miss Chiclayo 1952, esquivaba y ay, estos muchachos. El teléfono dejó de sonar ¡Aló! ¡Quién! ¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! ¡Que qué! El Cuarteto Continental se iba apagando entre los aplausos de todos ahí en la sala cuando la tía Raquelita desenchufó el equipo de un manazo, el rostro desencajado, el auricular cayendo al piso, todos perdidos en el silencio repentino, mirándola sin entender nada, y ella que toma aire, un poco, un poquito más, Adela que corre a abrazarla mientras le pregunta tomándola de los hombros ¡¿Qué pasa, tía?! Y entonces su grito atravesando los oídos de todos en aquella casa de adobe y alegría, un grito como un pito infinito y cada vez más agudo, más hiriente, más atemorizante, un grito como un vómito oscuro. Y de pronto todos enmudecen, el corazón agitándose, los niños corriendo a la sala, sin entender la inmensidad del grito de Raquelita que ahora cae de rodillas al piso: ¡Corinita se ha ahogado en la playa!
Gritos. Gente que corre. La tía Nancy gritando hasta lastimarse la garganta. Su llanto que se escucha en toda la cuadra donde ya salen los vecinos a preguntar y dar el pésame. El sonido de los motores encendiéndose. El sonido de las camionetas alejándose. Cuando tienes once años la muerte es algo que se entiende, pero no se dimensiona. La negra se cayó en la orilla; las mujeres mayores que lloran bajito; el mar se la llevó desmayada, no pudieron alcanzarla; la policía que continúa buscando el cadáver con los salvavidas de la Guardia Civil; hay que rezar, hijita, por la negra; los familiares en la orilla, alumbrando con linternas, gritando su nombre en vano; ¿A qué hora van a llamar los muchachos para saber qué pasa?; el jefe de la policía que regresa, cansado, la barriga abultada que sobresale del pantalón de drill, para informar que es tarde, que continuarán por la mañana pero que se quedará un equipo por si el mar bota el cuerpo en la madrugada.
El lunes la familia amaneció en la camioneta, el mar no había arrojado el cuerpo y las cuadrillas de salvavidas se organizaban alrededor de una mesa de plástico donde se servían café caliente en vasos descartables. Mi madre no me había soltado la mano en toda la noche. Golpeada por la noticia, me miraba y luego miraba al mar y entonces me abrazaba con fuerza. Febrero era un mes ardiente y los veraneantes empezaban a llegar a media mañana para instalarse en la orilla a disfrutar de sus vacaciones. Pero la tía Nancy casi no había dormido. Cabeceaba de rato en rato, despertando sobresaltada con cada reventazón de las olas, saliendo a caminar por la orilla como un alma en pena buscando desesperadamente el cuerpo de Corinita. Caía de rodillas, llorando. Gritaba enloquecida. Se jalaba los pelos. Pero el mar no la quería devolver. Por la tarde pusieron velas y llamaron a un párroco amigo para que diera una misa. Nancy enloqueció. Se metió al mar para buscar ella misma el cuerpo de su hija, con sus manos arañando la arena que se escapaba entre sus dedos, en medio de gritos, pero los tíos y la policía no la dejaron avanzar. Tuvieron que inyectarle un sedante.
—Llama a Antonia —dijo mi abuela a uno de mis tíos—, ella puede ayudarnos.
La tía Antonia llegó el martes por la tarde a la playa, cuando el sol empezaba a ocultarse. Cuando la vimos bajar del bus corrimos a abrazarla. Mi madre se acercó a saludarla junto con mi abuela. Antonia tenía el gesto triste, pero su cuerpo, sus movimientos, tenían la seguridad de quien conoce algo que todos los demás no. Siempre había sido así. Una de las primas la había llamado nada más enterarse de la muerte de Corinita y ella había tomado el primer bus interprovincial que salía de Chiclayo a Lima el domingo por la noche. Había llegado el martes por la mañana con su guitarra, una bolsa con sus implementos y lo que tenía puesto cuando recibió la noticia en su casa del monte, en Mochumí. En aquellos años los viajes interprovinciales eran una aventura que duraba el doble de tiempo de lo que duran hoy. El paisaje de la costa era un desierto inacabable, casi infinito, apenas roto por casuchas salpicadas a los lados de la carretera que alguien había levantado con la esperanza de ofrecer algo de comer a los choferes y pasajeros que bajaban para estirar las piernas. En el monte, la fama de Antonia era grande. Las personas la visitaban para contarle sus problemas, para que arreglara sus auras y les limpiara del daño que les hubieran hecho. Antonia las llevaba a su altar, una habitación repleta de cuadros de santos y estatuas y velas donde los bañaba en una tina con hierbas aromáticas. Y cantaba. Durante toda una noche ella cantaba para espantar el mal y deshacer el daño si es que todavía podía hacerlo. Echaba semillas de alpiste sobre una vela negra si se trataba de romper un amarre, o recortaba fotografías que metía en pequeños frascos de farmacia llenos de alcohol, huairuros y hierbas cuando tenía que armar una protección contra la envidia. Ella tenía un don, decían todos, para establecer un puente con lo que no podíamos comprender. Y era cierto. Yo lo vi varias veces, como lo vería también la noche en que se puso a cantar frente al mar de San Pedro, a donde nunca más volvimos a ir.
La policía la vio llegar y poner los velones sobre la arena formando una media luna. Ninguno de ellos hizo señal de burla. Provincianos en su gran mayoría, sabían que la disposición de las velas determina el poder del brujo que las coloca, y con los brujos no se juega. En la playa quedábamos la tía Nancy —que dormía sedada en la camioneta—, el tío Lucho, Adela, mi madre y yo. Todos los demás estaban en Lima, haciendo sus cosas, averiguando el costo del cajón para el cadáver, preguntando si había cura disponible para cuando encontraran el cuerpo y hacer la misa. Hacía frío por la noche. El viento corría con furia arrastrando partículas de arena que se pegaban en las mejillas. Ya nadie lloraba, pero había un clima de calma rara, como si todos estuvieran anestesiados. Antonia encendió las velas. Es mentira aquello de que uno prende una vela para iluminar la noche. Algunas veces uno la enciende para darse cuenta de cuán inmensa puede ser la oscuridad. Cuando las llamas se estabilizaron y dieron las diez, Antonia cogió su guitarra y empezó a cantar. Hermana, hermana, ¿dónde estás? Hermana, hermana, ¿ya vas a llegar? Hermana, hermana, mamá te busca, la Santa Madre te encontrará. Hermana, hermana, la Santa Muerte, hermana, hermana, toma su mano, la Santa Madre te va a encontrar… No estábamos cerca, pero la voz de Antonia llegaba a nosotros cargada en el viento. Por momentos se ponía más intensa, por momentos más grave. Las sombras que arrojaban los velones sobre la arena bailaban alrededor de ella, el mar sonaba cada vez con más fuerza. Me quedé dormido. Soñé que estaba en esa misma playa, pero era de día y no había nadie, el sol calentaba el cuerpo y de adentro del mar salía un sonido parecido a un silbido muy fino. Cuando el sonido se hizo insoportable y me tapé las orejas con mis manos, la tierra comenzó a temblar, entonces el mar se abrió.
—¡Arranca, rápido, carajo! —Le dijo Adela a mi tío Lucho, tirando la puerta con fuerza y bajando rápidamente la ventana. Tenía las mejillas brillantes por las lágrimas. Respiraba asustada— Tenemos que ir a la casa de Corina.
El tío Lucho había estado durmiendo en la camioneta, cuidando de la tía Nancy que seguía dormida, conmigo a su lado.
—¿Qué pasó? ¿A dónde hay que ir?
—Ya habló la Corinita…—dijo Adela, y empezó a llorar bajito— Habló con Antonia…
—Conchadesumadre…
Me quedé helado. Nadie me vio ahí atrás, al costado de la tía Nancy. El tío Lucho encendió el motor y, sin decir nada más, arrancó a toda velocidad por la Panamericana Sur rumbo a la Javier Prado, a casa de la tía Nancy. En el camino hablaron poco, pero escuché algo que aún hoy no he podido comprender: que a mitad de uno de los cantos una ola había llegado a besar la base de los velones, que la tía Antonia se había puesto de pie y, sin dejar de tocar su guitarra, se había metido al mar cantando a gritos. En medio de la noche las velas se agitaban desesperadas y los policías que miraban todo se movían inquietos envueltos en sus frazadas. Cuando la tía Antonia regresó del agua estaba bañada en llanto. Llamó a Adela que fue corriendo junto con un policía. La sostuvieron por las axilas para ponerla de nuevo al centro de los velones. Entonces Antonia le dijo: He hablado con la Corinita… ya está muerta, mija, ya está muerta… Pero cuando el mar se la tragó se le perdió la trusa. Anda a su casa ahorita y tráele otra trusa o búscale otra de sus ropas de baño. No sale porque le da vergüenza, mijita; vayan volando, que está muerta, pero tiene miedo porque hay varios ahí adentro que también quieren salir, pero no pueden…
Regresamos a la playa con la trusa de Corinita en una bolsa antes de las cuatro de la mañana. Adela se la alcanzó a Antonia que empezó nuevamente a cantar al centro de los velones y a escupirle encima agua florida. Los policías despertaron apenas llegamos con el encargo, pero no me dejaron avanzar. Me quedé cerca de la camioneta, donde la tía Nancy empezaba a salir lentamente del efecto del sedante, esforzándose a punta de sonidos guturales, como si fuera consciente de que estaba sedada contra su voluntad y necesitara gritar con todas sus fuerzas para despertar y empezar a entender que su única hija se había muerto ahogada. La voz de la tía Antonia se escuchaba por toda la playa, como si corriera desesperada llamando a gritos a Corinita. Cerca de las cinco de la mañana, cuando el frío era más intenso, se puso de pie y se metió de nuevo al mar con la trusa de Corinita en una mano y una botella de agua florida en la otra. Estuvo ahí una media hora, congelándose la carne de sus piernas campesinas, cantando sin parar hasta los gritos. Entonces lanzó la trusa mar adentro, donde una ola se la llevó. La vimos flotar algunos segundos. El policía que estaba a mi lado juraba que, en un determinado momento, algo la había jalado hacia abajo, hacia la oscuridad del mar.
A las seis de la mañana del miércoles, el cadáver de Corinita apareció, completamente hinchado, en la orilla de la playa.
El retorno a la casa fue silencioso. El cadáver de la negra se lo llevó la policía para los exámenes, algo así les entendí. Todo fue tan rápido entonces que, aún ahora, no he logrado ubicar el orden de las cosas tal como sucedieron. Recuerdo, sí, que trajeron a Corinita en un cajón de madera brillante, y colocaron el ataúd en medio de la salita donde días antes había habido una fiesta, rodeado de una docena de arreglos florales enviados por amigos y parientes. Pero algo raro pasaba: nadie se acercaba al ataúd, cuya parte superior estaba levantada como si fuera la cubierta de una ventana. Quise acercarme, pero mi mamá no me dejó, me apretó del brazo y me pegó a su pecho. El silencio de la casa era roto apenas por el murmullo del pésame de alguna visita, o el sonido de las sillas cuando se acomodaban o salían a fumar a la calle. En un momento de descuido de mi madre, me acerqué al ataúd.
El cadáver de Corinita estaba tan hinchado que la cabeza, chueca, apenas se había acomodado en el cajón, con sus cabellos despeinados, y sus ojos, que habían saltado fuera de sus cuencas, miraban a lados distintos y se apretaban horribles como dos globos blancos inyectados por un río de finas venas muertas contra el vidrio del ataúd. Retrocedí de golpe, cubriéndome la cara con mis manos, las piernas temblándome, la piel que dolía del espanto. Encontré a mi madre y la abracé con todas mis fuerzas, como nunca antes lo había hecho. Ella entendió todo. Esa noche dormí en su cama y tuve pesadillas horribles. Al día siguiente la tía Antonia me tuvo que limpiar con un huevo, y aún así fue difícil. Aún recuerdo esa mirada muerta y perdida atrapada tras el cristal de ese ataúd, como si observara algo muy lejano pero aterrador.
—Mierda… —dijo el policía— No me imagino en esa situación.
—Pero así fue, amigo —dijo John, acomodándose alrededor de lo que quedaba de la fogata—. Así fue.
El policía miró la botella de pisco aún llena hasta la mitad. Lo miró a John que se metía en su bolsa de dormir, y se fue a la parte trasera de la patrulla, donde se acomodó para descansar un rato. Hacía frío a esas horas y las brasas empezaban a morir en esa fogata circular donde ahora John intentaba borrar el recuerdo de los ojos enormes de Corinita, inflados por tanta sal del mar, a punto de reventar tras el vidrio del ataúd. El viento de aquellas horas corría por entre los juncos, silbando. Jhon susurró un padrenuestro. La soledad cubrió todo después. Y luego ya fue todo silencio.
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