Escribe Christian Reynoso
El tiempo, el paso del tiempo, que se va y nunca más vuelve y que lo perdemos a cada segundo; o lo ganamos con cada minuto de trabajo, escritura, remuneración, según como se le mire y nos convenga; las horas que se gastan en el aire y de las que siempre estamos alertas ante el camino que nos conduce al fin; o las horas de espera para recibir la luz, el nacimiento de un ser o cuando toca pisar el acelerador. Como sea: la hora, el tiempo y los relojes que nos informan de esas horas que “huyen más ligero que el ave vista” como dice un verso de Eslava. Las horas. El tiempo.
Desde que tuve uso de razón, hasta hoy (en que ya no tengo razón), he usado siempre en mi muñeca izquierda un reloj de pulsera. Ni siquiera el celular, ahora el dispositivo más utilizado para informarse de la hora, ha cambiado mi costumbre de llevar reloj. De esta forma, y con el paso de los años, he consolidado mi relación con los Casio que antes como hoy siguen siendo relojes confiables, útiles y leales, apolíticos si se quiere, a diferencia de los Rolex de moda en el acontecer peruano y meritorios de políticos traferos.
Mi primer reloj en la década del ochenta fue uno que se convertía en robot y que quedó inservible tras sumergirlo en agua. Vino luego un reloj con radio y audífonos, envidia para los camaradas del barrio y del colegio. Conocí después los Casio en sus diversos modelos tanto con pantalla como con agujas. El más costoso que tuve fue el Data Bank Calculadora, color plateado, que permitía escribir y guardar una agenda de contactos. Algo insólito por entonces. Se salvó de un ladrón en un viaje a Arequipa, pero la correa quedó dañada. Volví al origen, el discreto Casio F-93W, que sigo usando hoy y al que he cambiado la pila tres veces en cerca de treinta años; y del que, según leo en Internet, es una joya de la serie F.
Pero otros relojes importantes se han cruzado en mi camino y, aunque en la práctica no los he usado, son como tesoros que guardo con afán: el Olma a cuerda y agujas fosforescentes de mi abuelo materno Óscar; y el Citizen automático, pesante y concreto, de mi tío Oswaldo. Relojes que siguen dando la hora del rutilar y la manera de ver el mundo. Un reloj, una muñeca, una vuelta circular de 24 horas. El cuerpo desnudo cuando no te pones reloj. El reloj como única prenda de un cuerpo desnudo. El reloj imprescindible para caminar los pasos de la vida. Cada día “un reloj imperativo que me bota a la calle”, como dice un verso de Jospani.