Yo no conocí a mi abuelo: había sido un ingeniero de caminos que, en uno de sus múltiples viajes para construir y reparar la intrincada red vial de nuestro país, se fijó en los grandes ojos almendrados y oscuros de una quinceañera de los subtrópicos y ya no pudo fijarse en ninguna otra cosa, ni siquiera en que en Quito su legítima esposa tenía un barrigón de siete meses y medio que, con la noticia del abandono, no tardó en expulsar al sexto vástago vivo, benjamín de aquel matrimonio hasta entonces prolífico y ejemplar, modelo de la floreciente clase media capitalina.
Mi tía abuela Estercita decía que aquello había sido una suerte para mi abuelita, quien, de no haber mediado el incidente, habría llegado a ser madre de por lo menos veinticinco o treinta hijos, pues en escasos siete años de matrimonio había tenido la friolera de ocho embarazos, entre los que se contaban tres pérdidas y un dificilísimo parto de gemelos atendido en la casa, del que los tres participantes salieron vivos de milagro pues, para variar, se presentó de golpe, mientras mi abuelo estaba dios sabe dónde, excavando a pulso la montaña por la que dentro de unos meses atravesaría algún camino vecinal entre ve tú a saber qué infames caseríos.
Mi abuelita, en cambio, no hablaba de eso. Bueno, por lo menos no hablaba de eso delante de mí. Se lo había tomado con bastante calma, “con la impavidez de siempre”, según la tía Estercita, a quien mi tío Raúl, el benjamín en cuestión, remedaba poniéndose una chalina en la cabeza y unos lentes viejos con los cristales trizados. Sin embargo, a veces oía mencionar a la abuela, sin rencor aparente: “El Lucho esto…” o “El Lucho aquello…”, sobre todo cuando conversaba los domingos con el señor Jesús.
El señor Jesús era el prototipo del hombre golpeado por la vida: hijo del carpintero que trabajaba para mi bisabuelo, había nacido un veinticuatro de diciembre en un parto atendido por su padre, medio borracho por aquello de que estanochesnochebuenaymañananavidad, con tan mala fortuna que al halar de él para que terminara de entrar a este mundo, le dislocó la cadera y el niño nunca pudo caminar bien. Tendría dos o tres años menos que mi abuelita, y según comentaban ambos, su cojera, aparte de hacer de él un niño tranquilo y mesurado, lo convirtió también en un artista de las tallas en madera. Quizás en honor a su nombre, se dedicó a la imaginería desde los doce años; pero sus compañeros aprendices, envidiosos de su habilidad y fama, simularon un robo en el taller donde trabajaba; la timidez del muchacho no lo ayudó para nada, y solamente por el cariño que le tenía el maestro se salvó de ir a dar a la cárcel, pero con la condición de que no se apareciera nunca más por ese ni por ninguno de los talleres de imagineros que poblaban el barrio de San Roque. Entonces se dedicó a ayudar a su padre, y fue ahí donde conoció a mi abuelita y sus hermanos, quienes siempre lo trataron con afecto y deferencia.
A pesar de su timidez, o tal vez por eso mismo, el señor Jesús se había casado bastante joven con una niña de catorce años llamada Rosita, y en seguida había puesto su propio taller de carpintería. Eso bastó para que dejara de ser Jesús a secas y se convirtiera en “el señor Jesús”. Sin embargo, todavía le esperaba una nueva tanda de desgracias, pues su esposa murió en el último de sus partos, dejándolo viudo con cinco niñas pequeñas.
Mi abuelita decía que, aunque pareciera lo contrario, el señor Jesús era todo un valiente, pues había “sacado adelante” a todas las niñas, que para cuando yo las conocí eran unas jóvenes bastante bonitas, aunque todas tuvieran aquellos ojos de pedir perdón que me llamaban la atención en el rostro moreno y prematuramente arrugado de su padre. Todas estudiaron primaria y secundaria, y de por lo menos tres de ellas me acuerdo con las enormes barrigas que anunciaban nieto por venir. “Pero casadas”, recalcaba mi abuelita, “porque el señor Jesús les ha formado bien, ha hecho de ellas unas mujeres sanas y decentes”. ¿Y cómo había conseguido eso el señor Jesús? Pues, según comentaban todos en mi casa con un convencimiento digno de mejor causa, condenándose a la más espantosa soledad: sin siquiera fijarse en la chalina descolorida de alguna octogenaria de por la vecindad, mucho peor en algún vestido floreado y ni se diga en unas piernas o un corpiño. No. El señor Jesús, en su viudez, fue como doscientos millones de veces más fiel que mi abuelito Lucho en su matrimonio.
—No se queje, mamá —comentaba entonces mi tío Raúl, un especialista en tener las enamoradas por tandas de dos y hasta tres a la vez—. Son cosas que pasan. Ni a usted ni a nosotros nos ha faltado nada, de eso no se puede quejar. Y ya ve, cuando me voy de vacaciones a Quevedo nadie me trata mal; hasta me mandan con verde y naranjas para toda la familia. Mejor consígase otro usted también.
Entonces mi abuelita iba a decir algo, pero se daba cuenta de que yo andaba por ahí y solo se mordía los labios o suspiraba, con un dolorido gesto de resignación.
En realidad, a mis cinco años yo tenía muchos nudos en la cabeza con aquello del “señor Jesús”, y todo era culpa de la radio. Sí, de la radio, porque en la casa de la abuelita, que de alguna manera era mi casa —vivíamos en el departamento de arriba—, a pesar de ser casi todos católicos, escuchaban la radio de los evangélicos, pues preferían la música nacional “de calidad” (así decía mi tío Luis, el mayor), la música clásica, las noticias leídas con claridad y la precisión en el momento de dar la hora antes que los inciertos gangueos con que unos cuantos curitas y monjitas de la cuarta o quinta edad pretendían pelear su respectiva batalla en la Contrarreforma. Y claro, los pastores gringos, en su medio español, se la pasaban diciendo maravillas acerca del señor Jesús.
Decían, por ejemplo, que el señor Jesús era manso y humilde, y yo estaba plenamente de acuerdo con eso, porque el señor Jesús nunca levantaba la voz, jamás decía malas palabras y no se peleaba con nadie. Sencillamente venía de visita todos los domingos, justo cuando las mujeres adultas de la casa habían vuelto de misa; se sentaba en un banquito de la cocina mientras la abuelita preparaba el almuerzo para toda la familia, y entre los dos se ponían a evocar tristezas y alegrías de su pasado común. Cuando mi papá, mi mamá o alguno de mis tíos entraba a la cocina, el señor Jesús se ponía de pie quitándose el sombrero y saludaba respetuosísimamente llamándonos a todos de señores, señoritas y niña (la única niña era yo, aunque pronto mi mamá tendría un nuevo bebé). Luego, justo antes de que sirvieran la comida, el señor Jesús decía: “Bueno, como dijo don Eloy: ya fregué y ya me voy”, se levantaba y se iba, repleto de disculpas y agradecimientos. En Navidad, la abuelita le preparaba fundas de dulces para él y todos sus nietos, y en otras fechas especiales como finados o Semana Santa, la abuelita le pedía: “Espérese un ratito, señor Jesús” y, sacando una olla de alguno de los gabinetes, le daba una porción de colada morada o fanesca para que compartiera con la única hija soltera que le quedaba. Entonces él enrojecía un poco y agradecía, recalcando que no era necesario que mi abuelita se molestara, que de gana venía a estorbar, que no se preocupara; pero igual acababa llevándose la olla que indefectiblemente traía no solo lavada, sino pulida, la próxima visita.
Alguna vez oí que el señor Jesús había levantado a muertos de sus sepulcros, que había hecho caminar a paralíticos, que había mojado la mano seca de un hombre (en realidad decían que la había curado, pero no se me ocurría otro modo de curar una mano seca más que mojándola, y aún ahora no sé bien lo que será una mano seca), que había convertido el agua en vino, y sobre todo que había cogido unas sogas y había echado a una turba de mercaderes del templo. Entonces le pregunté a mi abuelita:
—Abue, ¿qué es templo?
Y ella me contestó, mientras remendaba unas medias de mi tío Raúl:
—La iglesia.
—¿Y qué es mercaredes?
—Mercaderes. Son vendedores.
—Ah —dije yo.
La verdad, no me podía imaginar al señor Jesús tan enojado como para hacerse de unas sogas y sacar a latigazo limpio a unas pobres gentes que trataban de ganarse unos cuantos sucres vendiendo estampitas y velas en la puerta de la iglesia, pero si la radio lo decía, así debía ser. Además, me había dado cuenta de que esa era la única radio que hablaba del señor Jesús. La que oían mis papás en el departamento, por ejemplo, pasaba fútbol los domingos y boleros los viernes de noche. La que oía mi tío Raúl en su cuarto mezclaba a los Beatles, Sandro y otras cosas por el estilo con tres o cuatro locutores que tuteaban a los oyentes y parecían ser adictos a la Coca Cola, los cigarrillos Kool mentolados y los chocolates de La Universal. La radio que oía la tía Estercita, en cambio, era la de los curitas y las monjitas nonagenarios que nunca hablaban del señor Jesús sino de la mamá de Jesucristo, a la que rezaban larguísimos rosarios todas las tardes. Y Jesucristo yo sí sabía muy bien quién era: era el pobre hombre ensangrentado y pendiente de dos palos por culpa de nuestros pecados, que presidía casi todas las camas de la casa menos la mía, porque sobre la cabecera de la mía estaba una foto del mismo Jesucristo pero de chiquito, cuando no tenía idea del espantoso fin que le esperaba y se dedicaba a cuidar ovejitas.
El señor Jesús también había muerto por nuestros pecados, como el otro, pero no se había quedado colgado de los palos, sino que había resucitado (o sea revivido, explicó mi papi) y se había ido al cielo volando él solito. Sin embargo, no estaba sólo en el cielo, sino que también estaba en la tierra, siempre cuidando de aquellos a quienes amaba. Al señor Jesús no le importaba lo que la gente hiciera, sino que quería que todos lo aceptáramos como nuestro salvador personal y lo tuviéramos en nuestro corazón. Y ahí se me volvían a complicar las cosas, pues no entendía de qué nos podía salvar el señor Jesús, si a él parecía irle mucho peor que a nosotros: no tenía plata, alguno de sus yernos pegaba a alguna de sus hijas (y la única vez que lo vi llorar fue cuando se lo contó a mi abuelita), no le alcanzaba lo que ganaba como carpintero para pagar el colegio de la niña menor, estaba perdiendo la vista y mi abuelita le regalaba la ropa que se le iba quedando vieja a mi tío Raúl, a la sazón su único hijo soltero. Tampoco entendía cómo era eso de tener a alguien en el corazón, así que le pregunté a mi mami, que debía saberlo bien, pues ella tenía a alguien en su barriga, o sea solo un poco más abajo, y me explicó:
—Es cuando quieres mucho a una persona.
Entonces entendí, y también entendí aquello de que el señor Jesús podía ver en el interior de las personas. No sé si en el mío, no sé si en el de mis papás o mis tíos y tías, pero no me cabía la menor duda de que veía el interior de la abuelita, pues de otro modo no se explicaba que mientras ella trajinaba en la cocina él la siguiera todo el tiempo con aquellos ojos de adoración, casi sin chistar ni pestañear, como si bajo aquel vientre flojo y abultado por los ocho embarazos anidara la cintura de avispa que tenía cuando se conocieron, como si bastara mirar con un poquito de atención dentro de aquel rostro sufrido y arrugado para redescubrir la piel tersa y fresca de otros tiempos, como si en el fondo de aquella melancólica y opaca mirada que, según mi tía abuela Estercita, era el único signo de todo lo que mi abuelita había sufrido con la traición y el abandono de su esposo, se pudieran enfocar todavía los ojos alegres y brillantes de una lejana y risueña adolescente.
El Domingo de Ramos, cuando yo iba a cumplir seis años, el señor Jesús me hizo con palma de ramos un relojito de pulsera y le trajo a mi abuelita una cruz perfumada a romero que ella puso como el mejor adorno en la puerta de la sala. Nos explicó que si había temblores o tormenta se calmaban con solo quemar unas cuantas ramitas del romero de la cruz, y nos dijo que estaban bien benditos, por si acaso; entonces me pareció que en efecto él era nuestro salvador personal, solo que la timidez le había impedido manifestarse antes. Con la abuela conversaron como siempre, hasta la hora de almorzar, y luego, como siempre, él se levantó y se fue (después supe que a Jerusalén, donde la gente lo recibió como a un rey montado en un burro, según dijo la radio). Al despedirse, la abuelita le recordó:
—Vendrá el Viernes Santo para que lleve una ollita de fanesca para usted y su guagua.
—Gracias, señora Marujita.
—Pero vendrá. Verá que le voy a guardar. No será soberbio.
—Bueno, señora Marujita.
Y se fue.
El Viernes Santo no vino. La abuela le guardó la olla de fanesca en la refrigeradora, segura de que llegaría después de almuerzo, pero ya eran como las cuatro de la tarde, y nada. Ella se paseaba nerviosamente de arriba a abajo, retorciéndose las manos. Mi mami le dijo que no se preocupara, que seguramente estaría en los oficios de Semana Santa. Pero la abuela ni siquiera fue a la iglesia, pues pensaba que en cualquier momento llegaría él por la fanesca, hasta que al fin mi papá —el mejor yerno del mundo, según la mayoría de opiniones— le dijo:
—Tal vez no pudo venir por algo. Coja su fanesca y vamos a buscarle, Marujita.
Era un paseo, así que nos embarcamos en la camioneta mi papi, mi tío Raúl, la abuela y yo. Nos fuimos hacia el sur, a un barrio lleno de lomas que se llamaba San Juan, y luego seguimos subiendo hacia otro barrio de nombre raro y chistoso, con calles de tierra y donde las luces del atardecer eran toda la iluminación disponible. Casi de noche nos detuvimos frente a una casita cerrada.
—Elé —dijo mi tío—, tarea de beatos. Han de estar todos metidos en la iglesia, si les conoceré.
Pero en eso alguien se acercó a nuestra camioneta:
—¿Le buscan al don Jesús? —preguntó, y sin darnos tiempo a contestar, nos contó—: Anoche se acostó como cada Jueves Santo, después de haber comido la fanesca de la familia. Parece que le hizo daño porque a la madrugada se despertó con eso que le dicen cólico miserere. No alcanzó a llegar al hospital, parece que estaba débil del corazón y no pudo resistir tanto. Ahora le están velando donde la hija mayor.
El viaje de regreso lo hicimos todos muy callados. El único sonido era el que hacía mi abuelita al sonarse y suspirar una y otra vez. En alguno de los semáforos en rojo, mi papi también se sonó; un poco más allá mi tío Raúl sacó el pañuelo, yo creí que para una de sus acostumbradas bromas, y ya estaba preparando la risa, pero en eso me di cuenta de que era para secarse los ojos. También mi mamá se puso a llorar con la noticia, aunque en seguida le dieron una agüita de algo para que no se impresionara mucho, pues tenía un bebé en su pancita y eso le podía hacer daño.
Al otro día solo mi mami y yo nos quedamos en la casa. Los demás salieron muy temprano, vestidos de negro. Yo no entendía bien qué pasaba. En la radio de la abuela sonaba una música lentísima y tristísima que se llamaba Pasión según San Mateo, y entre pedazo y pedazo de música decían que no había que preocuparse, pues el señor Jesús iba a resucitar, de hecho ya había resucitado, resucitaba todos los años, y no tardaría en volver de un momento a otro a este mundo que tanto lo necesitaba. Pasado el mediodía, llegó el resto de la familia. La abuelita tenía unos ojos rarísimos: como de otra forma, con los bordes de los párpados colorados y brillantes. Mi papi y mi mami le llevaron a la cama para que descansara un poco. Yo le pedí a mi tío Raúl:
—Dile que ya no llore. En el radio dicen que va a volver pronto, que todos los años pasa lo mismo.
El me miró entre sorprendido y conmovido. No contestó. Tal vez no me entendió bien, por eso solo me acarició el pelo y se fue a llamar a alguna de sus tres novias de turno para curarse la pena del entierro.
Aquel domingo de Pascua no fue una fiesta alegre: la abuelita veía la cruz de ramos y romero que apenas una semana antes le había traído el señor Jesús y los ojos se le arrasaban sin remedio. Se los secaba con el revés de la mano y seguía con las cosas de la casa. Después de volver de la misa de nueve, comentó con mi mami:
—Dentro de una hora ya estaría llegando.
Mi mami no dijo nada, solo le acarició la espalda con cariño. La abuelita se sonó y suspiró. Yo iba a decirle que no se preocupara, que él iba a venir, que lo había dicho la radio, pero en eso mi tío Raúl me dio un huevito de chocolate envuelto en papel de estaño azul brillante que había traído de la tienda:
—Toma —dijo—. Felices pascuas.
Un rato después, la abuelita volvió a suspirar, con algo así como celos o rencor:
—Ya estará con su Rosita, para siempre.
—Así es, mamita. Así es la vida —opinó mi mami tristemente, quizás sin saber qué más decir.
Y justo en ese momento la frágil figura del señor Jesús cruzó el umbral de la cocina con el sombrero en la mano. Yo iba a gritar que ¡no ven!, que era verdad, que había vuelto tal como lo había dicho la radio; solo que él me hizo callar colocándose el índice sobre los labios. Luego, tras un guiño de complicidad, se sentó en su banquito y se puso a seguir los movimientos de mi abuelita con aquella mirada de inconmensurable adoración con que continuaría contemplándola cada domingo, hasta unos cuantos años después, cuando la voz del tío Raúl, quebrándose en el teléfono, me anunció que ella tampoco alcanzaría a regresar del hospital, y el banquito de la cocina se quedó por fin vacío para siempre.
Lucrecia Maldonado. Escritora ecuatoriana nacida en Quito en 1962. Se graduó como profesora de enseñanza media, con la especialización de Lengua y Literatura en la PUCE de Quito. Ha publicado cinco libros de cuentos. Con la colección de relatos para jóvenes Bip-bip obtuvo el premio «J. C. Coba» convocado por editorial Libresa en 2008, constituyéndose en la primera escritora ecuatoriana en obtener este premio. Con su novela «Salvo el calvario» (2005), ganó el premio «Aurelio Espinosa Pólit». Con «Las alas de la soledad», obtuvo el premio Darío Guevara Mayorga otorgado por el municipio de Quito a la mejor obra publicada en literatura infantil y juvenil. Consta en las antologías de narrativa ecuatoriana preparadas por Eugenia Viteri, Miguel Donoso Pareja, Cecilia Ansaldo y Raúl Vallejo, así la antología de cuentos en lengua castellana Pequeñas Resistencias, coordinada por Juan Casamayor y en la antología de narradores de los países del Alba preparada por el crítico cubano Emmanuel Tornés, «El océano en un pez». Actualmente continúa escribiendo y con su trabajo de profesora de Bachillerato.