Escribe Mario Benedetti
En 1930, ocho años después de publicar Trilce, César Vallejo refutaba, sin embargo, al surrealismo en estos términos: «Breton se equivoca. Si, en verdad, ha leído y se ha suscrito al marxismo, no me explico cómo olvida que, dentro de esta doctrina, el papel de los escritores no está en suscitar crisis morales e intelectuales más o menos graves o generales, es decir, en hacer la revolución ‘por arriba’, sino, al contrario, en hacerla ‘por abajo’. Breton olvida que no hay más que una sola revolución: la proletaria, y que esta revolución la harán los obreros con la acción y no los intelectuales con sus ‘crisis de conciencia’».
O sea que hace más de cuarenta años ya se planteaba desde América Latina una polémica que hoy vuelve a servir para definir, ajustar y hacer más dinámicas la función del intelectual y la responsabilidad social del escritor. Infortunadamente, la discusión suele plantearse ahora entre dos esquematismos: el de los que sólo admiten una literatura misional, de obvio mensaje, y el de quienes propugnan que la literatura se refugie en la palabra, valga por ella misma, cree su mundo propio, y no se ponga «al servicio de nadie».
Los primeros olvidan que la literatura, como arte y aun como oficio, tiene sus leyes propias, y para cumplirlas requiere una libertad de movimiento y de iniciativa que no siempre es admisible en un arte misional y menos aún en uno panfletario, donde el cauce doctrinario tiene sus explicables rigideces y no permite meras aproximaciones sino avances ortodoxos e irrefutables. Los segundos, por su parte, olvidan que aquella libertad de movimiento y de iniciativa es, como todas las libertades de este mundo, relativa y condicionada, y como tal está inevitablemente ligada a otras formas de libertad, éstas sí fundamentales, ya que atañen, no a una zona determinada —como puede ser el arte— de la actividad humana, sino a la esencia misma del hombre. El hecho de que la famosa «libertad del escritor» preocupe tanto al imperialismo y a sus amanuenses (esos tenaces abogados de todos los Padillas que en el mundo socialista han sido) sin duda se contradice con el hecho innegable de que los Estados Unidos hayan vertido durante interminables años sus argumentos de napalm sobre el pueblo vietnamita, y acumulado en la mayoría de los ejércitos latinoamericanos unas reservas de crueldad y de sadismo que hoy sirven, entre otras cosas, para asegurar los dividendos de las empresas multinacionales, para afirmar la hegemonía de las oligarquías domésticas, pero también para que en el subsuelo de esa aparente calma comience a hervir un odio de clases que, a corto, mediano o largo plazo, terminará por dar forma al destino de esta América.

O sea que al imperialismo le preocupa la «libertad del escritor» porque esa preocupación le sale barata. No lo desvela, en cambio, la libertad de la clase obrera, la del estudiantado, ni mucho menos la del pueblo todo, porque ese desvelo le saldría caro. La «libertad del escritor» es un buen negocio, porque alcanza con neutralizarlo; para ello los Estados Unidos invierten ínfimos saldos de sus célebres fundaciones, en becas, premios y congresos. Como alguien dijo en un homenaje a Darío que tuvo lugar en Varadero, la marquesa Eulalia («¡ay de quien sus mieles y frases recoja!») ha sido reemplazada por la duquesa Guggenheim.
En vez de reclamar por la libertad del obrero o del estudiante, así, como entes abstractos, el imperialismo elige un camino más breve y contundente: cierra universidades (es decir, da la orden a algún aquiescente ministro del ramo, que gozosamente pone el candado), ilegaliza sindicatos y centrales de trabajadores, asesina a estudiantes en las calles, y tortura a militantes sindicales; crea sindicatos amarillos e infiltra los movimientos estudiantiles con tiras y provocadores. Su preocupación por la «libertad» de un grupo menor de la sociedad, como es el de los escritores, cubre (o intenta cubrir) su avasallamiento de otras libertades que atañen a amplios sectores de pueblo. Pero, además, ni siquiera su preocupación por la «libertad» del escritor cuida las formas. Si bien dirige todos sus reflectores hacia aquellos literatos que, con razón o sin ella, tienen dificultades en países socialistas, omite) en cambio toda mención a escritores de izquierda detenidos, torturados y hasta asesinados en países «democráticos» de América Latina. El mes de prisión sufrido por Padilla en Cuba, sin que experimentara el menor apremio físico, provocó una campaña de resonancia internacional, en tanto que las atroces torturas sufridas en los cuarteles uruguayos por el dramaturgo Mauricio Rosencof, sólo han provocado reacciones, a nivel latinoamericano, de pequeños núcleos de artistas comprometidos, pero evidentemente no hirieron la discriminadora sensibilidad de los intelectuales «neutralizados».
El imperio ha elegido sabiamente la palabra libertad para conmover al escritor. ¿Qué otra puede implicar para éste una significación tan trascendental, un sentido tan sagrado? Cercado por las dificultades económicas, por la escasez de tiempo disponible, por la distorsión que por lo general introducen en su arte otros oficios (periodismo, docencia, traducciones, etc.) que debe ejercer para sobrevivir; cercado por las diversas formas de censura, con su natural derivación de autocensura; por las presiones de todo tipo; por las persecuciones y deslindes políticos, el escritor latinoamericano es (salvo en el caso poco frecuente de integrar la alta burguesía) un set acosado, cuyas angustias suelen ser más graves que las de otras víctimas del acoso, sencillamente porque su oficio es pensar, es imaginar, y es también buscar salidas.

Es cierto, como escribió Vallejo, que la revolución no será hecha por los intelectuales con «crisis de conciencia», pero no es menos cierto que tales crisis suelen ser en el intelectual más graves y apremiantes que en el resto de la comunidad. El hecho de que, en nuestros países, el escritor (y el artista y el intelectual en general) provenga de la pequeña burguesía, genera en él dos tipos de reacciones: los más huidizos y pusilánimes, los que rehúyen no sólo el enfrentamiento o la integración con el medio social, sino también las cuentas claras frente a sí mismos, ésos son los que se refugian en la palabra, los que mitifican el lenguaje hasta convertirlo en el protagonista de su quehacer artístico. En cambio, los más conscientes del papel que en una revolución ha de cumplir la clase obrera, se acercan (por lo menos, inicialmente) a ésta con un tremendo complejo de culpa, con una notoria inhibición para participar, pero también con una tendencia incurable a echarse tierra encima, como si su vicio de origen los incapacitara de por vida para contribuir eficazmente a un proceso revolucionario. Es por ello que el sarampión practicista resulta una etapa casi inevitable para estos bien intencionados especialistas de la ficción o la teoría.
Todo esto, estimulado también por los naturales prejuicios que el obrero tiene a veces frente al intelectual. ¿Cuál es entonces la receta? ¿Será cierto que el intelectual está condenado a un funcionamiento elitario, y en consecuencia, dadas sus dificultades de integración en un movimiento político o en un trabajo de masas, debe optar por aislarse en su faena técnica, en su elaboración teórica o en su mundo de ficción? ¿O, por el contrario, el escritor debe buscar, así sea a contrapelo, y a expensas de su propio desajuste, un modo de integración en el que a menudo ha de sentirse como sapo de otro pozo? ¿Es, por otra parte, inevitable que el escritor políticamente comprometido, se exprese en una literatura misional o en un arte panfletario?
Quizá sean demasiadas preguntas para tan escasas posibilidades de respuesta. Porque la verdad es que en este plano las recetas no cuentan. Hay por supuesto testimonios personales, pero éstos pueden servir de mucho a algunos, y de poco o nada a otros. El testimonio personal sirve sobre todo al que lo vive, porque quien lo vive llega a esa zona experimental por muy distintas razones, por muy diversos caminos: a veces por búsqueda consciente, otras veces por derivación imprevista de esa búsqueda inicial, pero también puede llegar por un estricto arar. Es en ese sentido que intento acercar al lector, y a otros escritores, mi testimonio. Con esos límites, con esas restricciones. Estoy seguro de que sólo excepcionalmente mi testimonio ha de servirle a alguien, ya que el rumbo que he seguido en los últimos tres años, ni yo mismo podía concebirlo en los inicios de 1971. Una opción casi instantánea, con poco tiempo para reflexionar, me puso en un camino inesperado, con un desarrollo posterior que en ese entonces era muy difícil de prever. Hasta ese momento, mi compromiso se había limitado a firmas en manifiestos, a algún libro de asunto político (El país de la cola de paja), a la utilización del contorno social y político en obras de ficción (Gracias por el fuego, El cumpleaños de Juan Ángel, algunos cuentos de La muerte y otras sorpresas, poemas aislados en Inventario 70), a artículos periodísticos en el semanario Marcha.

Había residido un año en Europa, y había trabajado (con algunos paréntesis en Uruguay) durante dos años y medio en Cuba. Estoy seguro de que ésta última y nutricia experiencia pesó de algún modo en aquella rápida decisión, ya que allí había entrevisto la posibilidad de una participación política del escritor que no fuera tan sólo la de su aporte profesional. Además, la mera ocasión de cotejar alguna vez (no en una semana de esquemático deslumbramiento, sino en dos años y medio de inserción cotidiana) los postulados teóricos a los que uno ha apostado su confianza, con la realidad de una revolución socialista en el poder, o sea con todos sus tropiezos, desajustes y dificultades, pero también con su incesante desvelo por la justicia social y su espléndida eclosión en la dignidad del hombre, es algo tan removedor y estimulante, que lo vacuna a uno para siempre contra todo pesimismo y toda frustración doméstica.
Lo cierto fue que, en el mes de abril del 71, un núcleo de uruguayos convocó a una asamblea en la que se decidiría la constitución de un movimiento independiente, y su posterior incorporación orgánica al Frente Amplio. Así nació el Movimiento de Independientes «26 de Marzo». Fui propuesto para integrar el Secretariado Provisorio, y ya en ese instante advertí que mi aceptación podía significar un cambio profundo en mi vida, en mi visión del mundo, en mi comunicación con el prójimo, y no sé cuántas cosas más. Pero acepté. Y verdaderamente esa aquiescencia significó todo aquello y mucho más. (No sé qué pasará mañana, pero en el día en que escribo esto, 4 de noviembre de 1973, soy el único militante del «26» que ha integrado siempre el Secretariado. No piense el desprevenido lector en purgas o conflictos internos. En nuestro caso, el elemento catártico se llama represión. Es la encarnizada, violenta represión la que ha llevado a la cárcel o al exilio a muchos de mis sucesivos compañeros de Secretariado).
Debo aclarar que mi inexperiencia como dirigente (y aun como militante de un grupo político determinado) era total. Sin embargo, contribuyó a que no me sintiera particularmente inhibido, el hecho de que varios de mis compañeros de Secretariado, aunque en su mayoría no intelectuales, en lo político eran tan inexperimentados como yo. En época posterior se creó una agrupación cultural del Movimiento, que todavía funciona, integrada por gente de teatro y danza, pintores, músicos, escritores, periodistas, cantantes, etc. Sin embargo, mi relación con esa agrupación ha sido hasta ahora sólo esporádica, marginal; y no porqué yo tuviera (¿cómo podría tenerlo?) el menor prejuicio para trabajar con esos compañeros, sino sencillamente porque la actividad y la responsabilidad políticas se fueron volviendo absorbentes.
Confieso que no soy de los escritores que ingresan al terreno político en una suerte de prurito autocrítico, desprestigiando o minimizando el quehacer literario. Mi vocación cardinal fue, sigue siendo y creo que será siempre la literatura, y si accedí a participar en la actividad política fue porque creí, y sigo creyendo, que con esa incorporación podía dar y recibir, enseñar algo y aprender mucho, pero sobre todo porque el proceso de fascistización que en aquel momento empezaba a tener caracteres definidos en Uruguay, exigía que todos sin excepción aportáramos nuestro esfuerzo, por modesto que fuera, para tratar de que el fascismo no se consolidara y no llegara a adquirir su tan ansiada base social.

No pretendo en absoluto que la decisión que entonces tomé fuera la mejor o la más justa. Incluso veo con claridad que en esa decisión puedan haber intervenido factores exteriores a mi estricta voluntad, porque ¿qué habría ocurrido conmigo si, por cualquier circunstancia fortuita y a pesar de mi interés por la convocatoria, yo no hubiera asistido a aquella asamblea preparatoria? Menos aún propongo este tipo de participación para todo escritor de estas tierras: ni la situación de todos nuestros países es la misma, ni el compromiso es en todas parles tan urgente, ni (y esto es lo decisivo) todo escritor tiene por qué sacar las mismas cuentas qué yo. Por eso, sin el menor afán proselitista ni el más tímido juicio de valor, me limito a relatar algunos aspectos de esta experiencia, con sus caras positiva y negativa para el propio quehacer literario.
No tengo dudas de que esta inesperada inserción en un trabajo de masas me ha enriquecido, madurado, y sobre todo me ha permitido comprobar cuáles de mis inevitables pero desordenadas lecturas de teoría política eran confirmadas, ajustadas o negadas por la obstinada realidad. Si algo he aprendido, creo que para siempre, es, por un lado, la decisiva importancia de una estructura ideológica, y por otro, el riesgo letal del esquematismo y la actitud sectaria. En países como los nuestros, jóvenes e inmaduros, imaginativos y proteicos, tiene una importancia esencial que el hombre político, además de un aceptable basamento ideológico, tenga suficiente sensibilidad y suficiente osadía como para responder creativamente a cada esperada o inesperada coyuntura.
Sobre la base de estos presupuestos, quizá la única fórmula viable sea la de tener bien claro (pie la prioridad nunca puede ser la infalible actitud o la maniobra eficaz del propio grupo, sino el interés del pueblo. Si ambos elementos coinciden, mejor. Pero si no coinciden, hay que tener suficiente pupila y coraje moral para adecuar el interés del grupo al interés del pueblo. Es sólo a partir de ese ajuste que una vanguardia de papel puede convertirse en vanguardia de carne y hueso. Tal vez convenga recordar aquí las Palabras a los intelectuales que en 1961 pronunciara Fidel Castro: «Si a los revolucionarios nos preguntan qué es lo que más nos importa, nosotros diremos: el pueblo y siempre el pueblo. El pueblo en su sentido real, es decir, esa mayoría del pueblo que ha tenido que vivir en la explotación y en el olvido más cruel. Nuestra preocupación fundamental serán siempre las grandes mayorías del pueblo, es decir, las clases oprimidas y explotadas del pueblo. El prisma a través del cual lo miramos todo, es ése: para nosotros será bueno lo que sea bueno para ellas; para nosotros será noble, será bello y será útil, todo lo que sea noble, sea bello y sea útil para ellas».
Durante 1971, y con motivo de las movilizaciones que colmaron ese año, concurrí dos o tres noches por semana a los comités de base del Frente Amplio, situados en barrios y suburbios de muy distinta composición social. Desde el comienzo tuvimos claro que en esa incanjeable tarea debíamos apartarnos de los códigos de propaganda política impuestos por los viejos partidos tradicionales. Nada de oratoria paternalista, demagógica y grandilocuente. Íbamos sobre todo a conversar con la gente, a tratar de llegar juntos a la difícil comprensión de una etapa política, económica y social, que ya entonces expresaba un profundo deterioro del estado liberal.
Nunca concurrí en calidad de escritor a esos verdaderos seminarios populares, y en un noventa por ciento de los casos nadie hizo referencia a mi condición de tal. (De todos modos, cuando alguien formulaba alguna pregunta sobre esa zona de mi trabajo, los planteos solían ser más inesperados y más creativos que las rutinarias inquisiciones de críticos y periodistas). Nunca hice la menor anotación sobre esas conversaciones; probablemente no llegue a utilizar en novelas o cuentos futuros ninguna expresión textual de aquellas dudas, de aquellas imaginativas soluciones, de aquella voluntad de sacrificio, de aquel sobrio pero riguroso amor por el país. Sin embargo tengo cabal conciencia de que todo eso está en mí, madurando o quizá cayéndose de maduro, y que si mi visión del mundo ha cambiado, y si hoy la palabra revolución no sólo tiene para mí ese aliento que da vida a la historia sino que además tiene músculos y brazos y piernas y pulmones y corazón y ojos que esperan y confían; si hoy para mí la revolución tiene el rostro sereno dé un pueblo que sufre y aprende, que traga amargura y, sin embargo, propone una alegría tangible, lo debo en gran parte a ese natural aprendizaje, a esa cura de modestia.
No se trata de que la vanidad salga por una vez maltrecha; sencillamente la vanidad no juega este partido, ni siquiera como suplente. Cuando el político o el intelectual «descienden» al pueblo para trasmitirle su «fórmula infalible», entonces sí la vanidad puede significar un seguro de incomunicación que a algunos escritores les resulta por cierto muy confortable, quizá porque no tienen nada que comunicar. Pero es virtualmente imposible hincharse de vanidad cuando uno, sin autocalificarse de apóstol o misionero, sincera y francamente trata de contribuir desde el pueblo y para el pueblo, es decir sintiéndose y no sólo pensándose pueblo, hablando y escuchando, enseñando y aprendiendo, aportando y recibiendo, y sobre todo actuando juntos en una elemental pero estimulante operación dialéctica.

Los pueblos pueden ser orgullosos, pero nunca son vanidosos. La vanidad es un triste privilegio de los individualistas exacerbados, de los grupos enquistados en su soberbia, de los burgueses qué entusiastamente se mienten a sí mismos, o de los renegados que se despueblan. La vanidad es un subproducto del capitalismo, y en algunos casos una excrecencia del autocolonialismo, pero también puede llegar a ser subproducto o excrecencia de algún sector de izquierda, si éste no tiene bien definida su meta revolucionaria o su férrea voluntad de alcanzarla.
Si una verdadera y profunda revolución es, al decir de Lenin, «un proceso increíblemente complicado y doloroso de agonía de un régimen social caduco y de alumbramiento de un régimen social nuevo», la vanidad o la soberbia sólo servirán para hacer más complicado y más doloroso ese proceso. Y no me refiero sólo a la vanidad y soberbia individuales, sino también a la vanidad y soberbia de grupo (o de partido). «Sin situaciones extraordinariamente complicadas no hubieran estallado jamás revoluciones», sigue diciendo Lenin, y agrega: «Y quien teme a los lobos, que no se interne en el bosque». Y que tampoco se interne, agreguemos, quien haya puesto vanidad en su mochila. La soberbia de grupo o de partido puede retardar durante largos y trágicos años la asunción colectiva de una revolución.
Pero volvamos a la experiencia militante, ya no en una amplia coalición, sino en un grupo político determinado, donde la exigencia y el compromiso son mayores. Aquí aparece un problema crucial. La militancia política de un escritor, encarada con responsabilidad, reduce obligatoriamente su tiempo disponible para escribir. Es innegable que residiendo en París o Barcelona se está, al menos en este aspecto, en mejores condiciones para escribir la «gran novela» que si se vive en el Santiago del general Pinochet o en el Montevideo del señor Bordaberry. Se sobrentiende que en esta observación no estoy cotejando posibles grados de talento, sino posibilidades de tiempo y de trabajo intelectual.
En mi caso personal (pido excusas al lector por mi insistencia testimonial, pero en este tema tan conflictivo de las relaciones del intelectual con la política, el testimonio es casi la única fuerza de que dispongo) debo confesar que la activa militancia de estos tres últimos años prácticamente me ha impedido dedicarme a una novela que tengo definida en sus grandes líneas. Antes de este agitado período escribí cuatro novelas, de modo que sé por experiencia que en ese género no puede trabajarse (o al menos yo no puedo trabajar así) con largas interrupciones, escribiendo diez cuartillas hoy y las próximas diez dentro de cuatro meses. El constante ritmo de trabajo que una novela requiere no es para mí, en las circunstancias actuales, una tarea posible. En estos tres últimos años sólo he escrito poemas de emergencia, letras de canciones, y fundamentalmente textos políticos. Por supuesto, no es la situación ideal. (¿Acaso un obrero, un estudiante, un peón rural, viven actualmente en mi país una situación ideal?) No tengo inconveniente en reconocer que mi ritmo de trabajo como escritor profesional deja mucho que desear. Sin embargo, sólo en el primer semestre esa comprobación significó para mí una sensación frustránea; ahora ya no. Y no me siento frustrado porque a esta altura no podría imaginarme sin este reciente e intenso período de militancia. Pero entendámonos; no se me ocurre pensar, ni mucho menos proponer, que esta experiencia sea obligatoria para todo escritor latinoamericano. Sí he llegado a la conclusión de que era obligatoria para mí.
No envidio, ni mucho menos juzgo severamente, a aquellos escritores de América Latina que en forma tenaz se han construido un tiempo y un lugar, algo así como una singular cartuja, para escribir en Europa novelas de tema latinoamericano. Ejerciendo un innegable derecho, y aun pagando a veces un alto precio, hicieron su elección. Quienes, por azar o por consciente decisión, optamos por una forma de militancia más concreta y más cercana a nuestra realidad, también ejercimos un derecho, y pagando asimismo un alto precio (aunque probablemente en otra moneda) hicimos nuestra elección. Y la hicimos hoy, para este instante dé la historia. No vamos a ser tan esquemáticos como para fijar desde ya nuestras prioridades de mañana. El problema no se soluciona denigrándonos los unos a los otros, sino tratando (cada uno en su zona, cada uno en la responsabilidad de su decisión) de servir a la comunidad.
Una acción o un esclarecimiento políticos son formas de aporte comunitario; también lo puede ser una obra de arte. Y aquellos escritores latinoamericanos que de alguna manera entendemos que en esta coyuntura nuestra prioridad es la política, quizá en el fondo, consciente o inconscientemente, nos estemos proponiendo contribuir a ganar un mundo justo, donde nuestra prioridad vuelva a ser la literatura.