Escribe Umberto Jara
Sus hijos anunciaron la decisión de evitar los homenajes póstumos: “No tendrá lugar ninguna ceremonia pública. (…) Confiamos en tener el espacio y la privacidad para despedirlo en familia y en compañía de amigos cercanos”. Esa necesaria privacidad surge de la prudencia: evitar cualquier desatino a cargo de los bárbaros que no saben dejar de lado las discrepancias políticas al momento de tributar un adiós al hombre que hizo universal al Perú. Ya lo había dicho Zavalita: “Uno se defendía del Perú como podía”.
Vargas Llosa y el hate
Enemigos —hoy se llaman haters— los tuvo siempre Mario Vargas Llosa. Ningún peruano con éxito puede librarse de los enemigos. Está en el ADN de la peruanidad. Lo extraordinario es que su talento supo descifrar y novelar esa compleja esencia de los peruanos y, a la vez, supo asimilar que su relación con el Perú sería de amor y odio porque en esta áspera comarca el éxito se aplaude tibiamente y ese tibio, mezquino aplauso siempre va acompañado de un… pero. País donde abundan los mediocres, los moralistas, los juzgadores. Vargas Llosa lo supo siempre. Allá por 1983, escribió un texto al que vale la pena volver, “El país de las mil caras”. Allí entrega una verdad que marcó su vida:
“El Perú es para mí una especie de enfermedad incurable y mi relación con él es intensa, áspera, llena de la violencia que caracteriza a la pasión. Aunque me haya ocurrido odiar al Perú, ese odio, como en el verso de Vallejo, ha estado siempre impregnado de ternura”.
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Por eso, en la hora del adiós, prefiero dejar a un lado el ámbito de la política que tanto impregnó la trayectoria de Vargas Llosa. Fue un escenario en el cual cometió serios desaciertos y se dejó llevar por su carácter pasional. Fue un tiempo perdido. La política es siempre un tiempo perdido. Prefiero referirme a lo que supo entregar el escritor Mario Vargas Llosa.

En mi caso, a los quince años de edad, mi madre me permitió leer “La ciudad y los perros”. Fue una asombrosa experiencia vital porque pude entender mi propia adolescencia. Después, en el primer ciclo en la facultad de Letras, nos dieron una lista de diez libros para elegir uno cuya lectura debíamos convertir en una monografía. Mi tío Carlos, que tanto contribuyó en mi formación, me dijo: “Elige Conversación en la Catedral”. Y me alcanzó aquella edición en dos tomos. Quedé deslumbrado con el retrato del país, con la angustia de Zavalita, con la maestría del relato y esa pregunta que ha quedado para siempre: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.
En aquel tiempo juvenil, coleccionaba los recortes de todo cuanto se publicaba sobre Vargas Llosa, incluido un pisoteado pedazo de diario que recogí en la vereda de una calle. Fui un lector apasionado, incondicional hasta “La guerra del fin del mundo”. Lo que vino después, salvo “La fiesta del chivo”, “El pez en el agua” y sus sólidos ensayos, tienen la textura de novelas menores. Si debo elegir los momentos felices de mi adolescencia, sin duda anoto el día aquel en la Semana Santa de 1977, en Ayacucho, cuando le hice de chofer a Mario Vargas Llosa y a su amigo el pintor Fernando de Szyszlo. Después tuve ocasión, en diversos años, de acceder a su casa en el malecón Paul Harris de Barranco. Pero no deseo ahondar en recuerdos personales. Me interesa anotar, con gratitud, lo que significó como escritor y cómo contribuyó a formarnos a quienes nos dedicamos al oficio del teclado.
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La gran lección que siempre he valorado tiene que ver con el esfuerzo, con la perseverancia, con el tesón para aprender a escribir. Vargas Llosa me impulsó con una valiosa enseñanza: el talento para escribir se puede construir. Lo dijo de este modo: “Yo le debo a Flaubert el haber demostrado que si no tenías un talento natural, que si no nacías genio, podías llegar a ser un buen escritor a base de perseverancia, de terquedad y de esfuerzo. Es la gran lección de Madame Bovary, una novela escrita por un hombre que al mismo tiempo que escribe va conquistando y construyendo milímetro a milímetro su talento, con un esfuerzo gigantesco a base de voluntad, de terquedad, de trabajo. Esa es la gran enseñanza”.
Le debo también haber entendido el inmenso valor de la lectura. Si bien crecí en un hogar que privilegiaba la lectura, fue Vargas Llosa quien me hizo saber que la lectura es valiosa porque nos permite entender la condición humana. “Esa es una de las funciones que tiene la literatura; la que escribes y la que lees, te sitúa mucho mejor en el mundo, no digo que te dé seguridades porque a veces te da muchas incertidumbres, pero creo que entiendo mucho mejor el mundo gracias a aquello que he leído y a aquello que he escrito. Te da una cierta perspectiva sobre la realidad, sobre la experiencia humana”. Supongo que esta explicación hoy debe ser muy difícil de comprender en un mundo donde reina el apuro y la banalidad de las redes sociales.
Otra lección de Vargas Llosa tiene que ver con la valentía. En un país acostumbrado desde hace siglos al pacto infame de hablar a media voz, a decir sin decir, a callar por conveniencias, en ese país, Vargas Llosa habló siempre de manera directa asumiendo los costos. Su honestidad intelectual —ya sea en el acierto o en el desacierto— lo llevó a expresar sus ideas sin reparos y no tuvo temor a modificar sus posturas, aunque el tránsito lo llevase de la Cuba de Fidel Castro a la Inglaterra de Margaret Thatcher. En ese sentido, nos hizo saber que no es la militancia a las ideas lo que cuenta; lo que importa es saber entender la historia y sus cambios.
Hay tanto por decir sobre la vida de un escritor que vivió una vida de novela. Entre los 26 y 33 años escribió cuatro obras maestras de juventud: “La ciudad y los perros”; “La casa verde”; “Los cachorros” y “Conversación en La Catedral”. He ahí la medida de su genio como escritor. Si después, la política, sus azares y sus conflictos, no lo hubiesen distraído, su literatura acaso habría tenido cumbres aún más altas. Ahora, más allá de aplausos o dardos, el escritor Mario Vargas Llosa merece el lugar que tiene y en el que empieza a habitar: la inmortalidad.