Meri aborda su imponente nave espacial. Es una nave blanca, o quizá crema, y huele bien. Debe estar limpia y debe ser muy cara, piensa. Todo lo que tiene que ver con medicinas y clínicas es impecable y nada malo me puede pasar, se repite Meri. La nave la absorbe con la delicadeza de un caracol hinchado. En otra habitación, Martín, su padre, la observa a través de un cristal grueso y espera que la explore el enorme tomógrafo. Un doctor, apoyado por un técnico y dos enfermeras, debe tomar unas imágenes y analizar el tamaño real de la masa encefálica de una niña de ocho años con una singular deformidad.
Desde que Meri cumplió cinco años se sintió extraña. Tal vez porque nunca gateó y decidió caminar como primer contacto con el mundo; tal vez porque se hizo atea mientras jugaba con muñecas o quizá simplemente porque era tan o más inteligente que los adultos.
Martín, sociólogo y amante de la arqueología, no la dejó tener contacto con el mundo de afuera, con la música moderna y el transporte público, con la burocracia y la neurosis tribal. Meri se crio en casa. Tuvo profesores de lenguaje y matemática, también de arte y gimnasia, pero aun así no pudo dejar de sentirse extraña. Y es que un falso diagnóstico la sentenció desde el principio: craneosinostosis sagital, un defecto de nacimiento que provocó que las suturas de su cráneo se fusionasen prematuramente, dándole a su cabeza un aspecto singular. Una condición cuyo tratamiento iba desde complejas cirugías hasta incómodos cascos ortopédicos. Nadie hizo más preguntas, aunque la realidad era muy distinta.
Las primeras imágenes en tres dimensiones obtenidas por los rayos X aparecen en la pantalla de una computadora estacionaria. Son como radiografías: imágenes que solo tienen un contraste entre un gris tenue y un blanco luminoso. Imágenes que se disuelven a medida que alguien gira una rueda en los controles. Y poco a poco se ven los huesos del cráneo, el cerebro… Martín ansía que le den una opinión, una más. Pero eso tomará un tiempo.
Meri es retirada de su nave espacial y es devuelta a una camilla como una astronauta heroica. Las enfermeras le dan unos dulces que ella recibe como símbolo de tregua, luego de haber acatado militarmente las indicaciones de no moverse y de superar cualquier indicio de claustrofobia. Eres una niña especial, le dicen todos. Ella lo sabe. Es muy bella, tiene los ojos marrones, grandes y almendrados, la nariz pequeña, la piel canela y una mente brillante contenida en una cabeza con forma de calabazo alargado. Casi se podría decir que su belleza radica en esa soberbia extensión. Varias pruebas han constatado su elevado coeficiente intelectual y su innata habilidad para la música y la pintura. Tiene conversación de adulta, dice la mayoría.
Martín se dispone a llevar a su hija a casa. Le coloca un turbante hecho de pañuelos coloridos. Le dice a su pequeña, mientras le acaricia las mejillas, que es para que nadie le pueda leer la mente. Y Meri asume su posición de jinete sobre los hombros de su padre y salen a enfrentar al mundo, persiguiendo al sol que se escabulle por las avenidas.
En casa, al fondo –muy al fondo de todo y de todos–, un cuadro con una placa dorada es lo más llamativo de la sala privada donde solo Martín y Meri pueden entrar. Es un cuadro con motivos egipcios que representan al enigmático faraón Akenatón y a su esposa Nefertiti adorando un disco solar, del que emanan diecinueve rayos como flechas, símbolo del benevolente dios Atón. Los esposos dibujados con grandes ojos, cuellos finos y hermosos tocados, juegan con sus hijas de cabezas alargadas, sujetándolas en lo alto o sosteniéndolas en sus rodillas. No es casualidad que el nombre de Meri fuese la apócope de Meritatón, la hija más bella de la pareja real.
En otro lugar de la casa, aún más inaccesible, Martín guarda una colección de cráneos alargados de la cultura Paracas. Ha pagado hasta ochocientos dólares por momias completas extraídas del desierto costeño. Se abastece gracias al tráfico ilegal de patrimonio histórico. Su taller está lleno de mantos bellísimos, cerámicas y muchos cráneos deformados que a cualquier visitante le recordarían a la criatura de la película Alien.
Martín practicó ese mismo tipo de deformación con Meri desde que esta fue una bebé normal. Utilizó tablillas y sogas restauradas de los mismos Paracas. Analizó la técnica durante años y estudió a todas las civilizaciones que la realizaron. Fue asesorado por un doctor amigo y tuvo la aprobación de una vieja criada, pero nunca la de la madre de Meri, quien murió días después de dar a luz por una infección provocada por el mal retiro de la placenta.
De vez en cuando, y bebiendo solo en su estudio, Martín se excusaba diciéndose que actuó por amor, por el mismo amor que motivó a otros padres a dar un mejor estatus a sus hijos hace cientos o miles de años.
La obsesiva hipótesis de Martín era que el alargamiento craneal se practicaba con el fin de aumentar en un veinticinco o treinta por ciento la masa encefálica, y por lo tanto la inteligencia, desarrollando así un novedoso entendimiento del mundo, quizá la telepatía.
Días después llegaron los resultados de la tomografía. El dueño de la clínica era un amigo cercano de Martín. Los análisis de imagen y densidad iban en una misma dirección: no existía mayor capacidad encefálica. En resumen, no había más cerebro de lo normal; y no era el primer estudio que lo constataba.
Meri vio la tristeza de su padre al revisar los papeles. Ella le preguntó si estaba enfermo o si recordaba a alguien. Martín la abrazó y le dijo que ella era lo mejor de su vida. Acarició su cabeza como si se tratase del lomo de un gato y le preguntó si tenía buenos recuerdos de su madre o si alguna vez tuvo pesadillas. Meri tenía la capacidad de reanimarlo solo con su sonrisa. Ella era una luz en el grisáceo horizonte de sus futuros.
Superado un reflexivo fin de semana, Martín decidió llevar a su hija al corso del carnaval que inundaba la ciudad. La llevó disfrazada de una princesa mitad inca mitad egipcia, llena de aretes y adornos en la cabeza, y en esa multitud de disfraces, padre e hija eran normales. Meri llevaba un pequeño espejo circular donde solo podía ver parte de su rostro. Ese espejo lo utilizaba para reflejar los rayos del sol y enceguecer a quienes se le quedasen mirando mucho rato.