Devastación
—Bueno, ya está —dice ella, suspirando.
Mariana deja sus llaves sobre la superficie más cercana: un estrecho velador en el que un cenicero de vidrio incuba un par de colillas. Tras ella, Mauricio coloca, en el mismo lugar, un periódico avejentado por la cantidad de dobleces que ha padecido en las últimas tres horas. Ambos caminan despacio, uno detrás del otro. Fúnebres, como si irrumpieran en un velorio. La luz del día recorre los sesenta metros cuadrados del departamento, como una intrusa tímida e impertinente.
La pareja se sienta en el sillón de la sala: primero Mariana y unos instantes después Mauricio. Aún persiste en ambos la sensación de vértigo que les inoculó el ascensor antes de dejarlos en el cuarto piso. Mariana siente que quizá es el primer síntoma de una enfermedad que ha empezado a carcomerla, pero pronto se convence de que está aprensiva. Mejor pensar así.
A pesar del sol, la sala de la vivienda permanece inusualmente fría. Las cortinas celestes de la mampara que da a la calle están extendidas y solo dejan pasar una luz metálica y mustia.
—¿Te sientes bien? —interroga él, solo por decir algo. Sabe que es una pregunta inútil.
—Me siento rara —explica ella. Su voz parece provenir desde sus sueños. ¿Es este lugar gélido, donde las palabras apenas pueden oírse, la realidad?
Mauricio siente que el contenido de uno de los bolsillos del pantalón le estorba. Hurga con la mano derecha y rescata una billetera, hinchada debido al exceso de papeles que contiene. La deja caer sin ningún cuidado en la mesa de centro y su DNI se desliza sobre la superficie de madera. La foto le trae un recuerdo de hace dos años, cuando hizo los trámites para obtenerlo.
—Era lo mejor —continúa Mariana después de un largo silencio—, ¿no crees? —sus manos, delicadas, reposan sobre su vientre, que se le figura hinchado. Las palabras que pronuncia forman parte de un amontonamiento de ideas aisladas y son tan esporádicas que no consiguen hilvanar lo que piensa.
Mauricio enciende el televisor y gradúa el volumen con el control remoto, solo para llenar de algún modo un silencio que a ambos les resulta incómodo. Busca un canal de música o alguna película para evadir la conversación, algo que no los distraiga demasiado pero a lo cual aferrarse si el tema se torna peligroso. En la pantalla aparece un largometraje de tonos azulados y sombríos: un hombre mayor, interpretado por Pierce Brosnan, lucha contra sus ganas de llorar, sentado en el asiento trasero de un automóvil, entre su esposa y un joven que podría ser hijo de ambos. Parece que regresan a casa después de un entierro. Mauricio piensa en su padre, ausente del departamento y de la ciudad desde hace dos semanas. Piensa también en su madre, a quien evita ver desde que le presentó a su nueva pareja.
—Mejor ni pensar en eso —aconseja por fin. Su mirada, que él imagina compasiva, trata de recobrar algún detalle del rostro de Mariana: el lunar de su barbilla, la huella de una cicatriz infantil, cualquier cosa. La luz de la habitación apenas le muestra su perfil.
—Porque si seguimos dándole vueltas, quizá nos arrepintamos, ¿no? —responde Mariana—. Y sería inútil —agrega, tratando de sonreír. Su voz es apenas un susurro. No se quiebra y no hay peligro de que suceda, pero Mauricio la siente dócil y desvalida.
—La doctora tiene un retablo ayacuchano en su consultorio —cuenta Mariana, de improviso—. Estuvo en Huamanga hace tres meses. ¿Iremos allá este año? Me gustaría tener uno, Mauricio.
—Te cuento estas cosas para que te relajes, para que tu cabecita no se ponga a divagar —decía la doctora con tono maternal y señalaba el retablo, como si confiara en alguna propiedad anestésica de aquella caja—. ¿Tomaste las pastillas como te indiqué? Entonces todo está bien, linda, solo es una limpieza y listo. Cuéntame, ¿a qué ciudades has viajado?
—El verano pasado dijimos que íbamos a ir y no lo hicimos —reconoce Mauricio—. Había pensado en salir de Lima después de los parciales, aprovechando el fin de semana largo del próximo mes, pero para eso tendremos que estar seguros de que estás bien, ¿sí? —advierte. Desearía oírla decir que se va a dormir; entonces llamaría a alguien, a cualquiera, para salir a beber algo y olvidarla algunas horas. Otra vez hunde su vista en la foto del DNI y retrocede en el tiempo: recuerda que la mujer que se lo entregó en la ventanilla era joven y atractiva, tal vez de veinticinco años, y que deseó haber ido a recoger el documento solo y no con Mariana.
—Estaré bien, Mauricio —dice Mariana. Estira los brazos a ambos lados de su cuerpo. Sus manos pequeñas reposan en el borde del asiento del sillón. Otra vez le parece notar cierta hinchazón en su vientre.
«¿Cómo me veo? », pregunta Jennifer Garner, con un niño en brazos, a una mujer que la mira desde la puerta de una sala de recién nacidos, en el largometraje de la televisión. «Como una madre: muy asustada», responde la mujer, aunque no precisamente con esas palabras, pues hablan otro idioma. El largometraje está subtitulado, pero Mauricio puede entenderlo también a través de la voz.
La madre que aún no serás, Mariana, el niño que no llevaremos en brazos, reflexiona Mauricio. Cuando la muchacha le informó de su embarazo ni siquiera estaba seguro de desear una relación duradera. Le molestaba su afición por la lectura, por ejemplo, y que todo el tiempo mencionara a los personajes de los libros que leía. «¿Y los sueños que aún no cumplimos?», le preguntó muchas veces, hasta que la convenció de que aquello era lo peor que les podía suceder.
Ahora la contempla a contraluz, derrumbada sobre el sillón mientras lucha por domesticar las manos nerviosas que liberan y oprimen su vientre cada cierto tiempo. La imagina deletreando de memoria un responso, una plegaria que la purificará para la siguiente ocasión en que intenten hacer el amor. Recuerda el salmo que suele recitarse en los funerales; repasarlo en su mente le permite asomarse a aquella tumba.
—Mauricio, ¿no te parece que está hinchado? —pregunta Mariana, mientras se toca el vientre por enésima vez.
el Señor es mi pastor, nada me faltará
—Son cosas tuyas, mi amor, yo lo veo normal —dice él—. O puede ser que hayas subido de peso: te pedí que controlaras tu ansiedad y no me hiciste caso —amonesta Mauricio. Extraña una dosis de convicción, por mínima que fuese.
Mariana vuelve el rostro hacia él, muestra la pequeña cicatriz que lleva en la frente desde la infancia y una expresión sombría, carente de calidez. Mauricio trata de imaginar cómo será la próxima vez que intente acariciar su cuerpo en la cama: vaticina una ausencia total de deseo, a pesar del entusiasmo de Mariana o de su molicie. Ella se frotará contra su cuerpo: mecánicamente, sin fe, repitiendo movimientos que tuvieron éxito tiempo atrás y que habrán perdido eficacia. Cuando llegue el instante de la cópula, lo dudará. Se sentirá, quizá, como un profanador.
aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno
—Me duele, Mauricio —dice por fin Mariana y toca su vientre, pero sin desesperarse. Una lámina de humedad ha cubierto sus ojos, perdidos en la penumbra y el contraluz. Mauricio siente que un frío tenaz lo envuelve repentinamente: en pocos segundos está bañado en sudor y no podría asegurar que el color acerado de los objetos de la habitación se deba a las cortinas.
—¿Estás segura, mi amor? ¿Quieres que llame a la doctora para consultarle? —sugiere, nervioso.
—Me duele, Mauricio —repite Mariana con mansedumbre, como si aceptara que merece ese dolor.
—Si tienes alguna molestia, vienes nomás, linda —dijo la doctora mientras garabateaba una receta—. No creo que la tengas; esto es algo casi rutinario, pero igual te tomas esta pastillita en las noches, antes de dormir, durante tres días. Y me mantienes informada. En un par de días ya podrás hacer tus cosas como siempre, pero hoy y mañana reposo absoluto —riñó con amabilidad.
—Vamos, mi amor, vamos a ver a la doctora —decide Mauricio.
Mariana se pone de pie con lentitud, ayudada por él. Sin alarmarse, pero revelando, por primera vez en su rostro, una molestia física. Los jóvenes se abrazan intensamente, bajo la atmósfera celeste que recrean las cortinas de la sala. Por sobre el hombro de Mariana, Mauricio descubre una mancha de sangre en el sillón.
Miguel Ruiz Effio (Lima, 1977) es administrador egresado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Finalista de las XII, XV y XVII bienales de cuento Premio Copé de Petroperú, ha ganado el concurso de narrativa Ten en Cuento a La Victoria (2008) y el premio José Watanabe Varas 2010 de la Asociación Peruano Japonesa. Es autor de los libros de cuentos La habitación del suicida (2006), Un nombre distinto (2011), Y si el olvido un día nos (2012) y La carne en el asador (2016). Trabajos suyos han sido incluidos en las compilaciones Disidentes: Muestra de la nueva narrativa peruana (2007), Disidentes 2 (2012) y El cuento peruano 2001-2010 (Copé, 2013), así como en las revistas de literatura Buensalvaje y Specimens. Última narrativa iberoamericana (electrónica). Este cuento pertenece al libro La carne en el asador (Animal de Invierno-Campo Letrado, 2016) de próxima aparición.