Escribe Luis Eduardo García
Confieso que no había leído Vivir abajo de Gustavo Faverón, novela publicada el 2018. Lo he hecho con mucho interés en las semanas anteriores y me pareció formidable. Conforme la iba leyendo trataba de responder las siguientes preguntas: ¿Como hacer para que lo que se conoce como «suspensión de la incredulidad» permanezca a lo largo de 647 pp.? ¿Qué tipo de tejidos urdir para que en medio de un telar tan extenso y ambicioso el lector no se aburra, deje caer el libro de sus manos o mire de costado? Increíble. Se necesita una gran fuerza y talento narrativo, sin duda. Hace dos semanas adquirí Minimosca, la tercera novela de este autor, y confirmé mi entusiasmo.
Por razones creativas y estilísticas, Minimosca es una novela siamesa de Vivir abajo. Claro, cada una puede leerse por separado, pero es evidente que forman parte de un gran proyecto narrativo que ha colocado a Gustavo Faverón Patriau como uno de los grandes novelistas peruanos de los últimos tiempos. Esta novela, como la anterior, ha sido escrita asumiendo grandes riesgos en su entramado, resueltos siempre con una gran calidad y eficacia.

Para empezar, el uso intenso de las microhistorias o técnica de las cajas chinas o subtramas genera en el lector la expectativa de conocer una historia madre o una gran historia que contenga las demás, como en Cien años de soledad, El Quijote o Mil y una noches. En Minimosca podríamos decir que esta función la tienen George y Raymunda, luego pensamos en Arturo Valladares, un boxeador minimosca que es, antes que nada, poeta; y a continuación creemos que ese rol ha sido asignado a Angus White, Richard Diekenborg y Mónica Buchenwald, pero luego nos percatamos que no, que se trata de una novela con múltiples narradores que se engendra a sí misma. Es una creación continua, una Mil y una noches con múltiples sherezades que no paran de contar, que se autorreproducen de manera monstruosa. Es lo que, usando las propias palabras de Faverón, podríamos considerar un “objeto autogenerado”, como el Ulises de Joyce.
Luego tenemos los niveles de realidad manejados todo el tiempo sin límites reconocibles, tanto que el lector nunca sabe de qué lado estar: si en la realidad o en la ficción; tampoco, por la forma tan audaz, resuelta, y por momentos lúdica, con que se cuentan las historias, no sabe cuál es cuál. Faverón utiliza una atmósfera narrativa donde la realidad parece todo el tiempo precaria o provisional debido a que está contaminada por lo insólito. George y Raymunda, por ejemplo, proyectan películas mentales, el pintor Agnus se desplaza con un paracaídas en la espalda, un niño ciego que ‘ve’, un boxeador que doblega a sus contrincantes susurrándoles poemas de Vallejo a sus oídos y un pintor que pinta cuadros milimétricos y monocromáticos que no se ven a simple vista, sino que hay que imaginarlos, y así por el estilo.

Otro riesgo representa la construcción de los personajes. Todos, o casi todos, padecen alteraciones mentales o están poseídos por una gran fantasía o un deseo ciego que gobierna sus vidas. Son seres extraños, desquiciados, estrambóticos y desconectados y, al mismo tiempo, vinculados a él. ¿Cómo trasmitir verosimilitud con personajes así, que se escabullen rápidamente del mundo real? Los resultados son evidentes: personajes aborrecibles o queribles y, eso sí, profundamente conectados con los deseos de los lectores.
No es una novela fácil de seguir, por su extensión y, sobre todo, por ese entramado autogenerado que ya les mencioné. El lector corre el riesgo de perderse en ese laberinto y debe realizar grandes esfuerzos para retomar la línea del discurso narrativo. En este sentido, son claves las técnicas paratextuales empleadas para organizar la novela, que van desde los títulos, las notas al pie de página y la inserción de fotografías, así como las estrategias borgeanas como «la lectura reiterada» o «la vuelta al texto» para complementar la línea del relato. De entre todos los riesgos, creo que este es el más serio y el que, una vez cruzadas las cincuenta páginas, ya no tiene punto de retorno.
Alguien podría presumir que, como hablo de una novela que se genera a sí misma, este carecería de un final y, por lo mismo, de una estructura aristotélica. Claro que posee ambos elementos. El final es trepidante e insólito. Aparecen César Vallejo y Henriette Maisse como los abuelos de un personaje fundamental en la novela y, gracias a esto, se atan todos los cabos y se resuelven todos los enigmas. Incluso así, la novela queda abierta y la potencia auto generadora de Minimosca queda en modo reposo.

La novela incorpora múltiples registros lingüísticos, inserta diversas y lejanas regiones geográficas en su entramado, se sirve de tiempos distintos y, a veces contradictorios, y se vale de datos y referencias históricas de gran espectro para fortalecer la verosimilitud de los hechos literarios. Los resultados son muy buenos, como lo podrá apreciar el lector cuando acometa la aventura de leerla. Creo que nos faltaba una novela así.
Minimosca es, en este sentido, una novela heredera de las técnicas y procedimientos que proceden de Cervantes y Rabelais y de otros grandes narradores de lo fantástico. Representa, de este modo, una vertiente original dentro de nuestra historia narrativa de novelas extensas, ambiciosas y bien escritas. Pienso por ejemplo en Conversación en la Catedral, País de Jauja, La violencia del tiempo, Rosa Cuchillo, El espía del Inca, por nombrar algunasque me vienen a la mente. Minimosca no parece deudora, al menos a primera vista, de los temas de estas, aunque sí está en sintonía con la codicia totalizadora que las caracteriza.
Estamos ante una formidable novela, sin duda.