Círculo de Lectores
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«Nada es nuevo bajo el sol», de Rodrigo Ledesma

Un hombre recibe la noticia de que a fin de mes será despedido de un trabajo que aborrece pero necesita para poder vivir, resignado, como tantos otros.

Cuando termine este mes, perderé mi trabajo. Otra administración se hará cargo del ministerio. Como es habitual, los nuevos poderosos se abrirán camino por la fuerza, y mi cabeza, sin duda, rodará junto a otras. Pero no me sorprende ni me preocupa. Sabía el riesgo que implicaba estar en esa cueva de leones hambrientos que es el ministerio.

—¿Otra vez te quedarás sin trabajo?

—Sí, pero encontraré algo pronto.

—Ojalá, gordito.

Mi esposa sabe que esto ya me había pasado antes. A pesar de sus preguntas y cuestionamientos sobre mi futuro profesional, ambos entendemos lo difícil que es ser un auténtico servidor público en un país donde todos prefieren ser servidos.

La última vez que fui despedido como un trapo viejo fue en la municipalidad, donde trabajé como asistente legal durante seis meses. Mis responsabilidades incluían la elaboración de informes, cartas, oficios y memorandos, así como trasladar cajas pesadas sin propósito aparente. Pasaba horas sacando fotocopias, revisando archivos infestados de ácaros y comprando panes grasientos y gaseosas heladas para los jefes. En resumen, sudaba mucho y al final de cada mes recibía un salario ínfimo.

Pese a mi esfuerzo, me despidieron junto con cinco abogados más, todos competentes. No hubo despedida ni explicación. Luego supe que, en la mayoría de las entidades del Estado, los prestadores de servicios son piezas prescindibles de un rompecabezas que nunca termina de armarse. Basta un mal día del gerente o una simple orden política para que todo acabe. Así ocurre y seguirá ocurriendo, quien sabe hasta cuándo.

Los cinco abogados y yo celebramos nuestra expulsión en una cantina de mala muerte en la plaza San Martín, con protestas sindicales y disparos al aire de fondo. De los pormenores de aquella celebración, debido a la combinación explosiva de ron y cerveza, nada recuerdo.

Mentiría si dijera que no siento nostalgia al rememorar mis días en la municipalidad.  Pensándolo  bien,  de  haberme  quedado  allí,  me  habría convertido en un burócrata panzón y flatulento. Habría agonizado clavado en una silla, rodeado de inmensas pilas de papeles, no sin antes ser torturado por la visión cruel de mis mejores años perdidos en una oficina diminuta, mal ventilada y mediocre.

En el ministerio, cuyo registro de personal aún debe contener mi nombre (si es que no ha sido eliminado ya), no he hecho más que trabajar como un burro. Siempre fui el primero en llegar y el último en irme. Por alguna razón ingenua, creí que esta vez la situación sería diferente. Error grosero. Como mencioné al inicio, ya puedo visualizar mi cabeza rodando del quinto al cuarto piso, y de allí al tercero, hasta llegar al primero, donde el vigilante la pateará directo hacia la calle. Amigos no he hecho. Apenas logré obtener los números de unos cuantos contactos que espero puedan lanzarme el salvavidas que evite que me ahogue en los insondables océanos del desempleo. Sospecho que cada uno ya ha buscado algún padrino o influencia en el partido de gobierno que les garantice una rápida reubicación.

—Gordito, ¿no quieres que le diga a mi primo Javier que te ayude? Él anda muy bien. Tiene amigos con puestos en todas partes. Puede darte la mano.

—No, mi amor. No le pidas nada a ese atorrante.

—¿Qué has dicho?

—Que te amo mucho.

A pesar de la apatía que crece dentro de mí como un tumor maligno, sigo buscando opciones laborales. Mis amigos me recomendaron algunas páginas de internet que, según dicen, son bastante eficaces para estos menesteres. Además, los empleos que se ofrecen no son desdeñables; pagan por encima del mínimo, y eso, en estos tiempos, ya es algo.

Alberto, por ejemplo, encontró trabajo gracias a esas páginas justo antes de que lo botaran a patadas de su departamento y su exesposa lo demandara por no pasarle dinero a su hijo. Ahora está en el área de atención al público de una entidad estatal cuya existencia ninguna autoridad puede justificar. Gana una miseria, pero sigue escribiendo poemas de amor y relatos fantásticos que nadie entiende.

Otro que logró estabilizarse es Otoniel. El pelado es mensajero en un estudio de abogados. Según me dice, siempre serio y con cara de santo, procura no exceder los cien kilómetros por hora en su motocicleta roja. No dejo de pensar en su increíble evolución. Un año antes se desmoronaba debido al abuso de alcohol y cocaína. Ahora está en una planilla, tiene agua en casa todos los días y luz para verse la cara en el espejo durante las noches, cuando no puede dormir.

Ayer, en lugar de buscar trabajo, me sorprendí leyendo un relato anónimo. Aunque, pensándolo mejor, no era un relato, sino un diario personal. El autor describía toda clase de tragedias en su vida. Incluso contaba el deterioro paulatino que estaba sufriendo su salud, la cual —confesaba sin incurrir en sentimentalismos— iba a perder pronto de manera definitiva. Pero también hablaba de hazañas cotidianas y humildes, los logros de un hombre que había saboreado la dicha de una familia unida y una vida disciplinada. Tenía talento. Más que ciertos escritores consagrados, esos que les cantan a la locura, al desorden, a la embriaguez.

Al terminar, vi que solo tenía tres seguidores: uno era yo, la otra, una mujer divorciada de setenta años; y el tercero, un desconocido con una criatura asexuada de pelo verde como foto de perfil. Mientras apagaba la computadora, me dije: “La literatura es el placebo de los enfermos, pero no de los que están a punto de morirse”.

No sé si debería seguir ejerciendo mi profesión. Hay tantos abogados y tan poca justicia. La otra opción es formar una empresa y lanzarme al mercado, ese ring donde a uno lo muelen a golpes, pero donde, si se persiste y se tiene el ingenio suficiente, se puede ganar algo.

—Gordito, ¿estás seguro que no quieres que le avise a Javier de tu situación? Bueno, cuando dejes a un lado tu estúpido orgullo, me avisas. Yo lo único que quiero es ayudarte.

—Lo sé, amor.

Me arden los ojos y no dejo de bostezar; buscar trabajo es realmente agotador. Detrás del vidrio de la ventana de la habitación solo hay oscuridad, una oscuridad tan densa que, pienso, podría tragarse toda la luz del futuro. La excepción es un par de estrellas diminutas que agonizan juntas a millones de kilómetros de distancia. O que ya murieron, incluso antes de que yo naciera.

A mi alrededor persiste un leve desorden de ropa y libros de derecho. Sobre el velador yacen algunas instrucciones para alcanzar el éxito que copié de algún video de internet y también la lista del mercado. Mi esposa duerme. Tiene el cabello suelto y está recostada de lado. Entreveo con placer, a través de su pijama, el sendero delicado que forman sus vértebras.

Mañana, como un ritual sagrado, revisaré de nuevo la bandeja de entrada de mi correo electrónico con la ilusión de encontrar alguna novedad laboral. También dejaré pendiente escribir mi carta de despedida. Es preciso, porque soy un tipo educado, elegir las palabras justas con las cuales agradecer el tiempo que estuve en el ministerio.

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