Escribe Guillermo Schavelzon
Las grandes editoriales -con apoyo del algoritmo- clasifican las novelas en «literarias» o «comerciales», una decisión que afectará a todo el proceso del libro, desde la edición y el diseño hasta la promoción y la distribución. Como el éxito no es previsible, cualquier fracaso será un problema futuro para el autor.
Los riesgos de etiquetar
En las editoriales grandes las novelas se dividen en dos categorías: «literaria» o «comercial». Esta clasificación se hace para trabajar cada libro dentro de un determinado protocolo, diseñado en función del lector previsto (o “Público Objetivo”), lo que implica edición del texto (dificultad del lenguaje estructura, protagonistas, etc.), el diseño gráfico y la comercialización. Hasta la tipografía de la portada es especial. El protocolo que se aplique también determinará la distribución. No todos los libros se envían a las mismas librerías, ni a otros puntos de venta.
Decidir si una novela es literaria o comercial no es algo trivial, ya que al hacerlo se está decidiendo también la inversión a realizar: tiraje, promoción y publicidad, todo lo que lleva directamente a la cantidad de ejemplares que habrá que vender para que el proyecto sea económicamente exitoso.

Si la novela se considera “comercial”, se pagará a influencers y booktubers para promoverla, se contratarán buenos espacios de exhibición en las grandes librerías y cabeceras de góndola en los supermercados, para lo que se necesitará varios miles de ejemplares.
Un lanzamiento comercial genera una expectativa de ventas que, aunque parezca garantizada, muchas veces no se cumple, en cuyo caso el libro en pocas semanas desaparecerá, reemplazado por la apuesta siguiente, y los ejemplares invendidos serán convertidos en pulpa de papel. Una novela comercial que no funcionó, no tiene segunda oportunidad.
Si una novela “literaria”, por ejemplo, vende 2.000 ejemplares, se considerará un gran éxito, pero si una novela “comercial” vende 5.000 será un fracaso, y eso se trasmite sin necesidad de decirlo: el libro desaparece de los lugares privilegiados de exhibición y ya no hay ninguna promoción. Para el autor, quedar marcado tan arbitrariamente -solo por la venta- como un éxito o un fracaso será determinante para su futuro. Si ha sido un éxito, tendrá una enorme presión para que siga con lo mismo que le hizo triunfar, y si fue un fracaso, no le será fácil encontrar otra editorial.

La rebelión de los lectores
Aunque estas decisiones se toman en base a mucha información algorítmica, las expectativas no siempre se cumplen porque los lectores son gente un poco rara, que no responden a las pautas indicadas por los algoritmos, y a veces tienen reacciones imprevistas que pueden sorprender. Por eso de vez en cuando una novela que se suponía destinada a ser un gran éxito comercial no se vende, y otra que se consideraba dirigida a un público restringido, de manera inexplicable tienen un éxito arrollador. Se los llama “best sellers imprevistos”, y resulta que son casi la mitad de los libros que aparecen en las listas de más vendidos. La dificultad para predeterminar qué querrán los lectores es algo habitual cuando se trabaja con un producto cultural.
“¿Cómo prever un éxito? es imposible”
(Pilar Alvarez, editora de Alianza, en Letra Global, 8.12.2024).
El editor ¿curador o algoritmo?
En el sigo veinte los editores eran llamados los gatekeepers (guardabarreras) de la literatura, porque decidían qué obras merecían ser publicadas y cuáles no. Los lectores, obviamente, solo podían leer lo que se publicaba. No hay forma de saber qué maravillas literarias (o comerciales) podría haber en todo lo que no se publicó.
Las editoriales, conscientes de la importancia de estas decisiones, tenían un importante “comité editorial”, integrado por gente muy calificada, que decidía qué se publicaba y qué no. Las que tienen (o han tenido) un catálogo sólido y coherente, construyeron así la confianza y lealtad de sus lectores, un valor fundamental que, sin embargo, no se refleja en la contabilidad.

Cuando en una de estas editoriales cambia la propiedad, suele suceder que se pierde rápidamente ese valor, no porque sea intencional, sino porque esa “curaduría” se despersonaliza y tiende a desaparecer. El traspaso de la decisión editorial del editor o del comité editorial a uno de marketing, pese a que este decide en base a la información generada por datos de millones de lectores (el bendito algoritmo) no siempre sale bien. Pareciera que las decisiones tomadas con algoritmos no tienen más porcentaje de éxitos que el antiguo olfato del editor.
“El verdadero editor -dado que esos seres extraños todavía existen- no razona nunca en términos de literario o comercial. En todo caso, en los viejos términos de bueno y malo”. (Roberto Calasso, La marca del editor. Anagrama).
El surgimiento y el éxito de tantas pequeñas editoriales independientes en todo el mundo parece ser una respuestaa la automatización. Las decisiones se toman de forma muy personal, los editores no “consultan al mercado” ni les interesa saber qué dice el algoritmo. Quieren ofrecer a los lectores algo diferente, no lo que ya funcionó.
Lo mismo sucede con las librerías independientes, gestionadas por libreros y libreras vocacionales, que leen y mantienen un diálogo directo con los lectores. Son librerías que -a diferencia de las grandes cadenas- no venden los espacios de exhibición, y eso les permite decidir qué libros ofrecer, convirtiéndose así en prescriptores con mucha más influencia que los influencers.