Escribe Manuel Rosas
“Novelas amorosas y ejemplares” es un conjunto de diez novelas cortas (“diez entretenidos saraos” los llama su autora) publicado en Zaragoza en 1637, bajo la firma de María de Zayas y Sotomayor, escritora madrileña. ¿Quién fue María de Zayas? Junto con Ana Caro de Mallén o María de Guevara, fue una de las tantas voces femeninas del Siglo de Oro silenciadas por la Inquisición y largamente ignoradas, a pesar de que, como en el caso de María de Zayas, obtuvo cierto reconocimiento en su tiempo. “Novelas amorosas y ejemplares” se inscribe dentro del género de “novela ejemplar” que Cervantes popularizó e impulsó casi veinticinco años antes. Comparte con el modelo cervantino la brevedad de la narración y su intención didáctica (no hay que olvidar que el origen de la “novela ejemplar” son los “exempla” del sermón litúrgico medieval del que, entre otros, el Infante Don Juan Manuel dio hábil muestra en su obra El Conde Lucanor). Sin duda, mientras María escribe sus novelas, tiene en mente la obra de Cervantes y se acerca, heroicamente, a su estilo jocoso y humanista en el que hay mucho espacio para la enrevesada poética culterana. De hecho, quien ha disfrutado con el magistral lenguaje que despliega Cervantes en su Quijote, es muy probable que se deleite también con los parágrafos de largo aliento y de múltiples cláusulas en los que María da alas a su imaginativo estro.
La diferencia con Cervantes estriba en la voz narrativa. La autora ha procedido como en su tiempo Boccaccio y Chaucer: brindando un marco narrativo a partir del cual, y gracias a una circunstancia excepcional, diversas voces relatan historias. En el caso de María, la circunstancia consiste en que la bella Lisis padece unas fiebres cuartanas que la obligan a descansar. Nueve amigos suyos, cuatro muchachas y cinco mancebos, la visitan y, por turnos, cuentan historias durante cinco noches. En la última noche, Lisis ya está restablecida, pero por previsión, su turno es tomado por su madre que relata la única historia fantástica de todo el libro. Este marco está aderezado además por sutiles (aunque innecesarias) intrigas amorosas entre los jovenzuelos.
Ahora bien, la diferencia esencial entre las novelas cervantinas y las de María de Zayas estriba en que la voz narradora en el segundo caso es una voz desenvueltamente femenina. Sus personajes son mujeres inteligentes y corajudas cuyas decisiones se guían no por la moral preestablecida por la iglesia sino por un afán de vivir plenamente su sexualidad y por dejar en claro cuáles son sus sentimientos y querencias. Un detalle sumamente interesante es que mientras en la novela clásica del Siglo de Oro el corolario de una trama complicada suele ser el matrimonio o la proyección del matrimonio entre los protagonistas, aquí el matrimonio es el escenario crítico desde donde parte la trama. Casi todas las protagonistas son mujeres que quieren escapar de un matrimonio desdichado. Por ejemplo, en la cuarta novela, “El prevenido engañado”, una ilustre viuda mantiene amores ilícitos interraciales con un sirviente suyo, o en la octava novela, “El imposible vencido”, una dama refiere a su marido una reciente aventura sexual que ha tenido y cuando este reacciona airado ella le tranquiliza: “¿Acaso el hecho de que te lo cuente todo detalladamente y con descaro no es la prueba más fiable de que se trata de un invento mío?” Pero, claro, no es un invento suyo, sino una muestra de su astucia. O una prueba de que una mujer inteligente puede engañar, si se lo propone, al más pintado.

Se entiende pues que la Inquisición reaccionara acremente contra las novelas de María de Zayas. En ellas, la sagrada institución del matrimonio es un calvario del que hay que huir a toda costa. En otras ocasiones, no es un calvario sino un sainete que envilece la majestuosidad del puro amor. En cualquier caso, el matrimonio no proporciona la felicidad, como las antiguas historias nos quisieron hacer creer (sobre libros antiguos y haciendo gala de un acerado humor fino, María de Zayas escribe en «El castigo de la miseria»: «Y trayendo también dos o tres libros que en su casa tenía, dijeron a don Marcos conociese cuál era el de los conjuros: él tomó el mismo y lo dio a los señores alcaldes, y, abierto, vieron que era el Amadís de Gaula, que por lo viejo y letras antiguas había pasado por libro de encantos»). Las protagonistas de sus novelas terminan suicidándose o retirándose a la ascesis de una vida monástica, es decir, en sus novelas, María nos está diciendo que en el siglo XVII no hay lugar para los sueños y ambiciones de una mujer cultivada y de mentalidad heterodoxa. Pero no es sólo contra el matrimonio que María enfila sus dardos, sino también contra el concepto que se tiene de la mujer y contra la grisura de su destino en la sociedad. De esta suerte, es radical y transgresor que a sus protagonistas no les satisfaga la vida matrimonial (doscientos años antes que a Madame Bovary) y que intenten, a costo de su propia vida y de su reputación, alcanzar la plenitud de su individualidad.
Si nos atenemos a la trama de los relatos, enseguida veremos que no resaltan por su complejidad. Son narraciones que podemos sentir como herederas de las elucubraciones de Cervantes o de Lope, pero en María de Zayas sí que sobresale una retórica ingeniosa y una brillante sintaxis que nos remite a los más acreditados esplendores del Siglo de Oro. Su léxico, preciso y variado, alimenta una prosa muy audaz que termina rindiendo al lector. En sus relatos, además, existe una propensión a lo extremo y grotesco (muy típico de la novela picaresca, pero insólito en una escritora de aquel siglo) que hace todavía más impactante la experiencia de acceder a sus páginas. Por ejemplo, en la sexta novela, “El desengaño amando”, una noble dama se aventura a bordear una siniestra fosa de cadáveres de ahorcados. Puede perder pie y desaparecer allí mismo, pero el amor es más fuerte que sus miedos o, dicho de otra manera, su obsesión personal desafía las convenciones sociales más sólidas. En la tercera novela “El castigo de la miseria” un pobre diablo se casa con una viuda bella, aunque algo mayor. En su noche de bodas, a la madrugada, un fuerte ruido los despierta y el marido tiene ocasión de ver a su esposa sin maquillaje ni tocado “y pensando hallar en la cama a su mujer, no halló sino un fantasma, o imagen de la muerte, porque la buena señora mostró las arrugas de la cara por entero, las cuales encubría con el afeite, que tal vez suele ser encubridor de años, que a la cuenta estaban más cerca de cincuenta y cinco que de treinta y seis, como había puesto en la carta de dote, porque los cabellos eran pocos y blancos, por la nieve de los muchos inviernos pasados”. Esta aterradora revelación haría las delicias de Fellini… y aun de Kubrick. En la cuarta novela, “El prevenido engañado”, una muchacha le da largas a la propuesta matrimonial de su noble pretendiente porque debe restablecerse de unas dolencias que la obligan a guardar cama. Cierta noche, ella sale embozada hacia unas caballerizas y regresa ya curada. ¿Qué ha pasado? Pues ha abortado. Así de simple y así de tremendo… en el siglo XVII (que no se nos olvide ese detalle).
La condesa de Pardo Bazán, en 1892, en una época en que María de Zayas aún era una figura desterrada del Siglo de Oro, alabó su ingenio y usó calificativos hoy cuestionables: feminista y subversiva. Para no caer en enojosos anacronismos podríamos emplear un término más ad hoc: protofeminista, por ejemplo. En lo referente a la “subversión” de María de Zayas, a pesar de lo impactante de la palabrita, hay sobrados motivos para llamar así no tanto a su prosa (que se inscribe dentro de los cánones de la tradición literaria del Siglo de Oro) sino a su punto de vista, a su vocación por destruir sistemáticamente los códigos, símbolos y mitos sobre los que se sustentó la moral cristiana de la España del siglo XVII.
En 1929, el hispanista alemán Ludwig Pfandl reaccionó contra “Novelas amorosas y ejemplares” y escribió una diatriba que, con los años, creo que se erige como su mejor defensa: “Son historias libertinas que degeneran unas veces en lo terrible y perverso, otras en obscena liviandad. ¿Se puede dar algo más ordinario y grosero, más inestético y repulsivo que una mujer que cuenta historias lascivas, sucias, de inspiración sádica y moralmente corrompidas?”

