Un cuento de Ricardo Ayllón
Lo despertó el fuerte sol en plena cara. Puso los brazos sobre los ojos y, conforme lograba que el incómodo destello se disipara de su vista, empezó a recordar cómo había llegado allí. Era un hotel, el cuarto de un hotel de medio pelo donde el sol lograba colarse por una hendidura en el techo.
Por fin se puso de pie y fue entonces cuando sintió el dolor en el estómago, las fuertes náuseas y unas imparables ganas de evacuar. Todo a la vez. Corrió al baño e hizo lo que tenía que hacer. Temblores espantosos lo doblaron en dos y, sin embargo, un alivio gradual permitió que pudiera avanzar arrastrando los pies hasta la cama, se secara la boca con la sábana y se limpiara el culo con las hojas de un libro de cuentos que le habían regalado la noche anterior.
Mientras lo hacía, su mente se puso a trabajar: había llegado a ese horrible cuartucho luego de la borrachera con otros escritores invitados a Huarmey, un pueblo a cinco horas de Lima, cuyo único poeta, Teodoro Villa, organizaba un congreso literario: ocho tipos leyendo sus cuentos y poemas toda la tarde ante un puñado de estudiantes, y luego, aquella farra iniciada… cómo, cuándo.
Intentó hacer memoria el instante mismo en que lo asaltó un hecho más urgente: no tenía un centavo en los bolsillos. Teodoro Villa había ofrecido dinero para gastos y un boleto de retorno a Lima, pero a él no le había dado nada. Recordó su llegada al hotelucho con otro escritor, el cajamarquino Ulises Moncada, y decidió buscarlo para saber si le habían entregado algún billete.
El fuerte calor y la sed imperante lo paralizaron. Y mientras se enfundaba con gran esfuerzo aquella ropa que apestaba a trago, las imágenes le llegaron nuevamente: la áspera voz de Teodoro Villa anunciándoles en secreto, después de la lectura de cuentos, que la plata que el alcalde había entregado para la cena alcanzaba para darse un salto por el burdel. “¿Quieren comer o prefieren tirar?”, preguntó con una sonrisa cómplice, adivinando la respuesta de la mayoría.
El sitio estaba a las afueras del pueblo y de noche rutilaba como una nave espacial. Entraron y se acomodaron en la pequeña cantina donde un puñado de borrachos se aburría oyendo boleros. Juntaron dos mesas y pidieron una caja de cervezas mientras miraban de refilón a las chicas exhibiéndose en la puerta de sus cuartos.
De la conversación allí no pudo recordar nada, solo que recibió un par de libros autografiados y su deseo apremiante de encerrarse con una de las chicas. Una caja de cervezas entre nueve personas no resiste gran cosa. Se secaron las doce botellas en un respiro, y de lo que único que tenían ganas ahora era de beberse el jugo de las muchachas. Esa parte tampoco la evocaba bien, episodios fugaces pasaron por su cabeza y trató de armar el resto de la noche apuradamente: su charla precaria con la puta, los escasos minutos enredado con ella, el retorno a la mesa y otras doce cervezas que alguien invitó de pura alegría. Luego, el regreso al pueblo donde tropezaron con un ruidoso baile de cumbia; entraron y allí la borrachera fue feroz pese a que él no invirtió un céntimo, pues, la verdad sea dicha, a esas alturas de la vida no tenía dónde caerse muerto.
Por eso era importante encontrar a Teodoro Villa y exigirle la plata de regreso a Lima. Llegó al cuarto de Ulises Moncada y supo que ya no estaba allí tras golpearle la puerta hasta que le ardieron las manos. Empezó a sentir más sed y unas ganas enormes de largarse del lugar, distante de su cuarto limeño donde había dejado decenas de exámenes por corregir. Consultó su reloj y notó que era más del mediodía. Con suerte encontraría a Villa en media hora y si abordaba el bus de la una de la tarde estaría en Lima como a las seis, aunque sin mucho ánimo de revisar los exámenes de sus alumnos buenos para nada.
Salió del hotel aguantándose unas nuevas ganas de vomitar, sintiendo que el sol empezaba a desquiciarlo como si se hubiera prendido de él, y también la sed, una maldita necesidad de líquido que no aminoraba siquiera exprimiéndose la lengua dentro de la boca, un viejo truco que aprendiera durante la instrucción premilitar. Intentarlo ahora era inútil. Lo que deseaba con locura era un jarro de agua, una gaseosa helada, algo parecido.
Recorrió las cuatro cuadras que cercaban la plaza de armas y, echando un vistazo a los rostros que se le cruzaban, descubrió con escepticismo que todos los huarmeyanos se parecían a Teodoro Villa. Tomó por azar una de las calles que salían de la plaza y cruzó los dedos mientras empezaba a sentirse un cactus, una piedra reseca en ese pueblo yermo donde no corría aire y la fuerza del sol caía sobre su cabeza como una hornilla caliente.
Se topó de golpe con el local donde pasaron la noche, y el ver las botellas rotas de cerveza y los puchos de cigarros en el suelo hizo que se sintiera peor. Las náuseas volvieron a acometer, y, ahora, un repentino dolor de cabeza.
Junto a ese hallazgo, sin embargo, apareció Carlitos Rivera, otro escritor invitado, solterón igual que él, pero con más fortuna en la vida: Carlitos tenía trabajo de corrector y buena paga en una gran editorial, la que empezaba a publicarle sus novelas con gran soporte publicitario. No lo envidiaba, pero se moría de ganas por pedirle una recomendación y mandar al diablo su menesteroso trabajo de profesor de secundaria.
Carlitos hojeaba ahora el periódico del día y él corrió a su encuentro:
—Cómo es que te veo fresco luego de tremenda bomba.
—Un buen duchazo me basta.
¡Se sintió el más grande estúpido por no pensar en darse una ducha! Pero sintió más rabia aun al saber que no lo había hecho por la urgencia de hallar a Teodoro Villa. ¿Qué hacía en ese pueblo desconocido, sin un puto centavo con qué comprar un refresco y largarse de una vez por todas!
—¿Teodoro te entregó tu dinero?
—Esta mañana hizo la transferencia a mi cuenta.
Condenada vida, ni siquiera tenía eso, una simple cuenta de ahorros. ¿Para qué iba a servirle una cuenta en el banco, sin embargo, si lo que quería ahora eran billetes contantes y sonantes que lo libraran de la abominable sed y lo sacaran del lugar?
—¿Me invitas una gaseosa? —le preguntó a Carlitos, sin rodeos.
—¡Por supuesto! —respondió este con gentileza—, busquemos dónde sentarnos.
Trató de explicarle que lo que quería era mojar el gaznate, matar la resaca, no buscar dónde sentarse para beber una simple gaseosa. Pero no quiso ser descortés. Estaba muy sediento, débil y adolorido de la cabeza para exigir nada. Dejó que Carlitos eligiera el rumbo, y lo siguió.
No caminaron más de veinte metros cuando su acompañante reconoció al alcalde del pueblo entre el escaso gentío; apresuró la marcha y le estiró la mano con reverencia. El tipo le devolvió el saludo y tras una interrogante que él apenas oyó, Carlitos se detuvo en una respuesta que extendió con una serie de explicaciones, intentando una versión que pareciese convincente —nada parecida— de lo que habían hecho la noche anterior.
¿Qué pasaría ahora que Carlitos estaba entretenido en la plática? ¿Había olvidado la gaseosa? Sintió un nuevo golpe de calor y creyó desfallecer. La paciencia era una virtud que no iba bien con él, abandonó a esos dos, cruzó la calle y alcanzó la vera de enfrente resuelto a no detenerse hasta hallar al maldito de Villa: lo cogería del pescuezo, lo pondría de cabeza y lo sacudiría hasta que cayera el último centavo de sus bolsillos.
Desembocó por una calleja nueva. Lucía invadida de cabañas de carrizos por cuyas rústicas puertas salía música a todo volumen. A través de ellas distinguió gente sentada ante bandejas de ceviche, vasos de cerveza helada, jarras de chicha de jora… ¡Y él sin un puto sol!
Pateó un buzón de basura y lanzó un seco escupitajo. Imaginó al desleal de Teodoro Villa en una de esas picanterías curando la resaca con ceviche y cervezas, mientras que lo único que él quería era una bebida helada y el dinero que lo sacara de ahí. Eligió por azar uno de los locales, y en medio de él divisó al maldecido doblándose de risa junto a dos escritores y una mujer. Volvió a consultar el reloj y supo que aún tenía tiempo para alcanzar el bus de la una.
—¡Ricky Alvarado! —avanzó Villa hacia él apenas lo vio—. ¡Siéntate, hermano! —le extendió una jarra de chicha de jora que ya iba por la mitad.
—Hola, Teodoro… —respondió desconcertado, sin poder reaccionar.
—¡Señora! —pidió otro de los escritores debajo de ese gran techo de esteras por donde se colaba el sol en decenas de rayos oblicuos—. ¡Traiga una silla y otra jarra de chicha!
Entonces reaccionó y tomó la jarra que Teodoro le ofrecía con una sonrisa congelada. Se llevó el recipiente a la boca con la desesperación de un náufrago y secó el líquido en un segundo.
Todos celebraron con aplausos mientras uno de ellos lo obligaba a sentarse, alcanzándole la segunda jarra que llegó sin demora.
—¡Bebe, hermano, bebe!… —volvió a animarlo Teodoro.
Esta vez empuñó el vaso limpio que había llegado con la nueva jarra y sirvió la bebida hasta el borde. Bebió con la misma avidez y cuando dejó el vaso seco, no dudó en volver a llenarlo. Era una chicha blanca y helada que entraba en su cuerpo como un milagro.
Consultó una vez más el reloj y, mientras distinguía la hora que era, oyó el rugido del bus de la una partiendo hacia Lima.
Esa chicha deliciosa hizo que le regalara la primera sonrisa de la tarde al infeliz de Teodoro Villa.