Escribe Pedro Casusol*
En 1873, Rimbaud le escribe a Verlaine: “Vuelve, vuelve, querido amigo, único amigo, vuelve. Te juro que seré bueno. Si me he mostrado desagradable contigo, fue tan sólo una broma; me cegué, y me arrepiento de ello más de lo que puedes imaginar. (…) No paro de llorar desde hace dos días. Vuelve. Sé valiente, querido amigo. Nada está perdido todavía. (…) no me olvidarás ¿verdad? No, tú no puedes olvidarme. Yo te tengo aquí siempre. (…) Dime pronto si tengo que reunirme contigo. A ti, para toda la vida. Rimbaud”.
Qué sería de la poesía moderna sin los años de intensa actividad literaria que tuvo un joven Arthur Rimbaud, entre 1869 y 1873, en medio del caos que dejó la guerra franco-prusiana y el experimento social de la Comuna de París. Venía de Charleville, pequeña ciudad de provincia en el departamento de Ardenas, donde vivía bajo el yugo de su estricta madre, Vitalie, una mujer dura e intransigente cuya máxima aspiración era mantener su estatus, a pesar del abandono del capitán Frédéric Rimbaud, padre de sus cinco hijos. Arthur se lo haría difícil. Pese a ser un niño brillante en la escuela, capaz de componer versos con métrica en latín, era también un rebelde que escribía “Muera Dios” en las paredes de la iglesia, que solía escaparse y se perdía por días enteros, para mayor angustia de Vitalie, quien lo recibía con palizas cada vez que regresaba.
A los dieciséis años, Rimbaud fue más allá. Había leído “Los Miserables” de Victor Hugo, descubierto a los parnasianos, poetas que no se leían en las asignaturas, y hecho amistad con su joven profesor Georges Izambard, quien se convirtió en su maestro y confidente. En más de una oportunidad huye de casa para recalar en Douai, donde el profesor tiene familia. Sueña con llegar a París, frustrado por la pobreza intelectual de Charleville. Una vez que Francia pierde la guerra con Prusia y estalla la revolución obrera en Paris, parte a pie a la capital, donde deambula por sus violentas calles intentando sobrevivir. Según algunos biógrafos, habría sido violado por soldados en unas barracas, lo que explicaría ciertas alusiones sexuales en el poema “El corazón robado”. Otros afirman que el texto solo hace referencia a la mala vida que tuvo en París.
Por aquellos días escribe cartas en donde formula su filosofía estética. Son las llamadas “Cartas del vidente”. En ellas escribe su célebre frase: “Yo es otro” (“Je est un autre”) y afirma que la función del poeta es la de ser un “vidente”, estar ebrio la mayor parte del tiempo, “llegar a lo desconocido a través del desorden de todos los sentidos”. Probablemente se trate del primer manifiesto de poesía moderna. Ahí postula que el poeta es más que un mero artista, alguien a quien no le corresponde el paraíso de los cielos y que, por el contrario, debe encontrar los fuegos fatuos del infierno, convertido en el “gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito y el sabio supremo”. Tiene que ser odioso, absurdo e inoportuno, vagar por la vida como el “barco ebrio” de sus versos.
Fue precisamente este poema, “El barco ebrio”, uno de los que le envió al poeta Paul Verlaine junto a la carta con la que se presentó, en septiembre de 1871. “Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”, fue la respuesta que recibió junto con un pasaje de tren a París. No había cumplido diecisiete años y Rimbaud arribaba a la capital para protagonizar uno de los romances tóxicos más sonados de la historia de la literatura. Verlaine, diez años mayor, estaba casado y esperaba a su primer hijo cuando se convirtió en protector de ese joven de cuerpo adolescente, al que apenas le estaba cambiando la voz, de rostro angelical y bucles dorados. Presentado a los poetas que se hacían llamar los Villains Bonshommes, que aparecen en la pintura “Un rincón de la mesa” junto a un Rimbaud despeinado y en actitud meditabunda, fue considerado un genio precoz, pero también odiado y denostado por sus continuos exabruptos.
Vive en París ebrio de absenta y hachís, arrimado en casas de amigos y en la habitación de un hotel en el boulevard Saint-Michel, donde habita un círculo de poetas libertinos. Se ha peleado con todos sus amigos intelectuales y llevado al matrimonio de Verlaine al borde del divorcio, cuando se lo encuentra en la calle y le anuncia que se va a Bélgica. “Vámonos”, le responde inesperadamente Verlaine, quien había salido de casa a buscar un doctor para su esposa. Es el inicio de un viaje que los lleva a Bruselas y Londres, donde viven su romance en libertad, peleando en cantinas como dos vagabundos, desafiando a la institución familiar y a las leyes vigentes, que penaban con 30 años de cárcel el acto de sodomía. Entre idas y venidas, la cosa acaba con Verlaine hiriendo con arma de fuego a Rimbaud en una mano, en medio de una acalorada discusión en un hotel de Bruselas, donde supuestamente se reencontraría con su esposa.
Verlaine fue arrestado y condenado a dos años de cárcel. Rimbaud, por su parte, regresó a Francia, donde terminó de escribir “Una temporada en el infierno”, el revolucionario conjunto de poemas que retrata el descenso a los infiernos que fue su experiencia humana en sus primeros diecinueve años de vida, su idilio con Verlaine y la alteración de los sentidos: “Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas −Y la encontré amarga−. Y la injurié”. A su paso por Bruselas, donde edita el volumen, pasa por la cárcel y le deja un ejemplar a Verlaine. Se volverán a encontrar pocos años después, en Alemania, pero entonces Rimbaud ha culminado su segundo volumen, “Iluminaciones”, conjunto de poemas en prosa y en verso libre, y abandonado para siempre la literatura. Una pelea a puño limpio pone fin a la relación. Ahora Arthur Rimbaud reniega de su vida anterior, considera a la escritura como una forma de locura. Más interesado está en irse muy lejos, a la isla de Java, Abisinia o Yemen, donde finalmente se convertirá en un exitoso traficante de armas.
_______
* Escritor y periodista.